E-Pack Bianca y Deseo septiembre 2020. Varias Autoras

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E-Pack Bianca y Deseo septiembre 2020 - Varias Autoras Pack

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arrojó sobre la cómoda de camino al baño. Las cosas de afeitado de Joe estaban en la encimera, y su frasco de colonia justo al lado del maquillaje de Juliette. Sintió un leve escalofrío en el vientre. Compartir el baño era algo muy íntimo. ¿Sería lo bastante fuerte para resistirse a la tentación que él suponía? Juliette agarró el frasco de colonia, le quitó la tapa y se llevó el cuello de la botella a la nariz, cerrando los ojos mientras aspiraba las notas cítricas del aroma. Volvió a dejar el frasco y le puso el tapón.

      Tenía que ser fuerte.

      Tenía que serlo.

      Juliette regresó al dormitorio y miró la bolsa en la que estaban los papeles del divorcio. El domingo, cuando Lucy y Damon se marcharan, los sacaría y se los pondría a Joe debajo de la nariz, no antes. Le daba una cierta sensación de poder saber que los tenía allí, esperando el momento oportuno. Joe pensaba que podía chasquear los dedos y ella iría corriendo a sus brazos como si nada hubiera cambiado. Pero todo había cambiado.

      Ella había cambiado.

      Y ya no volvería a ser la que fue.

      Joe regresó a la suite más tarde aquella noche y se encontró a Juliette dormida con una fila de almohadas dividiendo la enorme cama en dos secciones. La lamparita de la mesilla de noche seguía encendida y la suave luz envolvía sus facciones en un brillo dorado. Se había soltado el pelo y lo tenía desparramado por la almohada. Se había quitado el maquillaje, y tenía la piel fresca y limpia, luminosa como la de una niña. La boca estaba relajada en el sueño, los labios ligeramente entreabiertos, la respiración suave y acompasada.

      Joe se aflojó la corbata, se la sacó por el cuello y la arrojó a la silla que estaba en la esquina del dormitorio.

      Juliette abrió los ojos de golpe y se incorporó, parpadeando.

      –Ah, eres tú…

      –Gracias por la cariñosa bienvenida –Joe empezó a desabrocharse la camisa.

      Ella entornó la mirada y se subió más las sábanas.

      –¿Qué haces?

      –¿A ti qué te parece? –Joe se quitó la camisa y la lanzó en la misma dirección que la corbata–. Me estoy desvistiendo.

      –¿No puedes hacerlo en el baño? –Juliette tenía las mejillas ligeramente sonrojadas y seguía evitándole la mirada–. Y por favor, ponte unos calzoncillos o algo. Y quédate en tu lado de la cama.

      –Es un poco tarde para mostrarse tímida, cariño. Conozco cada centímetro de tu cuerpo, y tú del mío.

      Juliette apartó la ropa de cama y se lanzó hacia el albornoz que colgaba en el respaldo de otra silla.

      Joe captó un destello del pijama de pantalón corto color café con leche. Uno de los finos tirantes se le había deslizado por el hombro, revelando la curva superior de un seno. Juliette metió los brazos en las mangas del albornoz y se ató el cinturón con fuerza innecesaria, mirándolo con furia.

      –Muy bien. Como quieras. Tú te quedas con la cama, y yo dormiré en el sofá –pasó por delante de él, pero Joe le agarró la muñeca y la retuvo.

      –No seas tan dramática –le soltó el brazo, abriendo y cerrando los dedos para calmar la sensación de hormigueo que le había provocado su contacto–. No voy a forzarte. Quédate tú con la cama, yo me voy al sofá.

      Juliette se mordió el labio inferior y miró hacia la otra parte de la suite, en la que estaba el pequeño sofá.

      –Eres demasiado alto. No vas a dormir nada.

      No iba a dormir nada de todas maneras con ella tan cerca. Verla dormir mostrando algo de piel ya había puesto a prueba los límites de su autocontrol.

      –Seguro que somos capaces de compartir cama dos noches sin cruzar ninguna frontera.

      Juliette jugueteó con las puntas del cinturón del albornoz sin dejar de morderse el labio.

      –De acuerdo. Pero tienes que prometer que no me tocarás.

      Joe se llevó la mano al corazón.

      –Te doy mi palabra.

      Juliette le escudriñó con la mirada durante un instante.

      –¿Por qué tengo la sensación de que te estás riendo de mí?

      Joe bajó la mano.

      –Créeme, cara. Hace mucho tiempo que no me rio.

      Ella apartó la mirada de la suya y una sombra le cruzó las facciones. Volvió a la cama y se metió bajo las sábanas, cubriéndose la barbilla con ellas.

      –Buenas noches.

      Joe dirigió la mirada hacia la cajita de medicinas que había en la mesilla. Se dirigió al lado de la cama en el que estaba Juliette y se acercó al borde.

      –¿Cuánto tiempo hace que tomas esto? –señaló la medicación que había al lado de un vaso de agua.

      Juliette se puso boca arriba con expresión a la defensiva.

      –Solo las tomo cuando no puedo dormir.

      –¿Y con qué frecuencia ocurre eso?

      Juliette apartó la mirada de la suya y agarró el extremo de la sábana con los dedos.

      –Bastante a menudo… –su voz era más bien un susurro.

      Joe le apartó un mechón de pelo de la frente. Sentía el pecho tan tirante que apenas podía llenar los pulmones de aire. Sintió una cuchillada de culpabilidad por cómo había manejado los últimos meses.

      Juliette había sufrido a solas cuando él tenía que haber estado a su lado. Pensaba que ella quería mantener las distancias, pero estaba claro que eso no la había ayudado con el proceso de duelo. Y, desde luego, a él tampoco. Le surgieron en la mente muchos tópicos… como los irritantes comentarios que le habían hecho otras personas a él.

      «El tiempo lo cura todo».

      «Luego será más fácil».

      «Esto te hará más fuerte».

      Pero en lugar de decir nada, Joe guardó silencio.

      Juliette clavó la mirada en la suya y sintió otra punzada de dolor en el pecho.

      –No puedo evitar sentirme culpable. Tal vez si no hubiera ido a Inglaterra a visitar a mis padres antes de su viaje… no tenía por qué haber ido. Podría haberles pedido que vinieran ellos a verme a mí.

      ¿Y por qué había ido ella a Inglaterra? Porque Joe estaba en otro viaje de trabajo, y la había dejado sola.

      Si había algún culpable, sin duda era él.

      Joe le tomó una mano y se la llevó al pecho.

      –No. No debes culparte –su voz era tan áspera que podría haber atravesado el metal–. Hasta

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