La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin
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Cuando un niño tiene un problema y sufre, el cuerpo encarna el sufrimiento en tensión corporal, con movimientos alocados, muchas veces torpes, rígidos, inestables, por la dificultad en devenir gestualidad. Los gestos descarnados transmiten la impotencia de la angustia hecha carne. Sin embargo, la niñez encarnada no es nunca el semblante de un fracaso. Los niños se refugian en el cuerpo como el único y último lugar para llegar a presentificar el dolor de existir en la intimidad de la relación con otro. Justamente por ello no diagnosticamos el deseo o lo deseado, ni un fracaso o lo fracasado, aquello que supuestamente tendría que haber hecho y no hizo, sino la provisoria experiencia que realiza y desconocemos.
La raza humana, como sabemos, es efecto de las sucesivas y costosas mutaciones, plasticidades. Sin esas “desviaciones”, pérdidas o dificultades en la retranscripción genética, la evolución no hubiera trascendido a ella misma. Nos proponemos el acontecer de la ocasión, el azar, lo inesperado y la perplejidad. Para ello, nos introducimos en la cautivante y secreta experiencia de los niños, partimos de la dimensión desconocida que ellos sostienen y sustentan al jugar.
En este campo, es esencial saber que el acontecimiento implica la existencia consistente de la legalidad. Hay cosas y situaciones que no pueden jugarse: están prohibidas como condición de cualquier juego, del “hacer de cuenta que”, del “érase una vez”, del “como si”, donde está prohibido el sí (por ejemplo, la agresión, la sexualidad, lastimar, la crueldad) para poder jugar la imaginación simbólica. Ello marca la línea divisoria entre lo propio y lo ajeno, lo “interior” y “exterior”, la realidad y la fantasía.
La riqueza de la experiencia infantil radica en la combinación dispar, móvil, plástica. La disparidad entre la imagen corporal y el cuerpo excede, impulsa y da paso al movimiento deseante; de él emana la posibilidad de ser receptáculo. El sufrimiento de los niños delata la inmovilidad y la fijeza, hasta llegar a confinarlo a la presencia gozosa del cuerpo.
La sabiduría de los gestos no reside en la acción ni en el significado gestual defendido del otro, sino en ver y sentir que le ocurre a un niño a través de ellos, por detrás, delante y en frente. Permitir que la dimensión temporal actúe con su poder singular de resignificar, fermentar, marcar e inscribir una historia que se está haciendo al experimentarla como propia. De ella, los chicos extraen la sensibilidad de una zona de juego constituida en la relación con los otros, que reverbera una y otra vez en el plus de sentido, al hilar y entretejer hebras por donde circula la red afectiva.
Jugar es una experiencia simbólica, significante (el símbolo en sí no es nada, si no es una pasión); pone en escena, por un lado, el placer pulsional ligado a la dialéctica deseante, que no tiene un objeto predeterminado y, por otro, un placer en la realización de un territorio; un espacio imprevisible, secreto, del deseo de desear. No se trata de una búsqueda heroica, de una sensación muscular, sensorial o triunfalista, sino de la posición en la que los chicos queden placenteramente ubicados a la deriva de aquello que sucede como don de amor y mantiene vivo y palpitante el acto de jugar. (6)
El juego del deseo y el deseo de jugar son las dos caras de una moneda que vibra simultáneamente y que está en constante desequilibrio. No se trata de diagnosticar el placer o el displacer; por el contrario, pensamos el diagnóstico jugando a partir de la transmisión simbólica de una herencia que, si sabemos leerla, se mantiene viva y decanta en un placer como experiencia.
En el territorio del “entredós” del jugar con el niño se conjuga un puente afectivo, único, vivaz e inverosímil. En él se entrecruzan las generaciones, el río del tiempo pasa encima y por debajo Lo esencial del puente transcurre en el cruce generacional, entretejido en el fulgor del devenir jugando, la fuerza inaplazable del deseo. (7)
Estamos lejos, en las antípodas de las técnicas diagnósticas claramente formuladas para llegar, en el menor tiempo posible, a una conclusión psicopatológica adecuada según el protocolo o de acuerdo con parámetros previamente formulados en un manual (DSM), una grilla conductual o un parámetro comportamental, de acuerdo a una franja etaria, un índice del desarrollo psicomotor o un estadio supuestamente subjetivo.
Los estigmas psicopatológicos procuran el abismo entre el mundo de los niños y el de los adultos, sin dejar de considerar el abuso (económico, de poder, mercantil y ético) correspondiente. En estos casos, se elimina el puente; solo se recorre una única carretera en la cual no se juega ni se implica en la relación con el otro, reducida a una única dirección a la que los menores deben recurrir. Se impone someterse. Desde esa posición, son juzgados, repiten, reproducen la insensible carretera unidireccional del presupuesto imperante.El don que acontece en el puente no existe de antemano; implica un tipo especial de sensibilidad e intimidad, de desposesión y disposición a crearlo a medida que nos relacionamos jugando con los niños. Al recrear la perplejidad del desconocimiento se es sensible a la otra escena; si los chicos juegan a hacerse los muertos, al hacerlo, bordan, trenzan lo real (lo siniestro, lo mortal), ligan a través de la memoria simbólica del lenguaje la utopía hecha imaginación, donde circula el placer libidinal de la realización. De esa manera, se inscribe un modo de ahuecar el sentido e inventar otro; al descomponer y recomponer, crean un agujero; lejos de llenarlo, encuentran en él la potencia por donde anudar la red, origen de la experiencia esencial de abstraer y representar.
Cuando una hormiga está en el hormiguero no se detiene: se mueve, teje la propia red que la cobija y la protege de los depredadores más terribles. En el centro de esa superficie entrelazada, procrea la reina alada, el último bastión de todo reinado. En caso de extremo peligro podrá volar (como un recurso posible), abandonar el entretejido para buscar otra tierra; migrar a un nuevo territorio donde anidar la secreta esperanza de la herencia, la descendencia que la sucederá en la constitución del próximo eslabón. Alojados en los huecos del terreno, nacerán de nuevo para tejer la trama inconclusa de la vida: la natalidad de un nuevo hormiguero.
A veces, en la playa o en un arenero, los pequeños insectos salen a caminar, a sondear la existencia de cositas para alimentar a los suyos; así, sin darse cuenta, dejan las huellas en la arena, rastros efímeros de sus movimientos. Dibujan mapas, senderos irresueltos, garabatean el espacio. Un niño ve los rastros, detiene el tiempo, se lanza en potencia a innovar, a mirar el insólito camino y juega con las figuras, con las formas ensambladas en la dinámica superficie, solo unos segundos, antes de disolverse por el próximo vaivén de una brisa que vuelve a acomodar la arena para las próximas pisadas.
En la infancia, los diagnósticos son de una arenilla tan fina y móvil que disipa y deforma cualquier clasificación o presupuesto. Si nos arriesgáramos a seguir las huellas diminutas de las hormigas diseñadas por el deseo de desear, de descubrir los secretos que encierran, llegaríamos finalmente al hormiguero y nos daríamos cuenta de que, por unos instantes increíbles, fuimos hormigas alojadas en las redes que entretejen el destino de los niños en un único hormiguero: el territorio sin sustancia de la dimensión desconocida.
1. Durante el tiempo de la infancia, el niño transmigra de un lugar a otro, de un cuerpo a otro, de una experiencia a otra que lo renueva, transformándolo en un caminante hacedor de lo nuevo y dador del afecto que allí se genera. En este sentido, recuerdo la frase de Oliverio Girondo: “Cuando la vida es demasiado humana-únicamente humana-el mecanismo de pensar, ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra? Yo, al menos, tengo la incertidumbre de que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que me permite trasladarme a donde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo y, lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento que me había olvidado, casi completamente, de mi existencia. A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la trasmigración” (Girondo, 2008).