La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin
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Abrimos la oportunidad de que la ocasión historice el destino y, al hacerlo, este puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la plasticidad que lo vuelve a causar.
Los dos se esconden, juegan a no estar y, de repente, aparecen asustándose. Surgen la alegría y el grito al mismo tiempo. En ese impulso, crean lo que no saben, inventan una experiencia en la que afirman la imagen corporal, incluyen al otro y abren la plasticidad de la posibilidad, la sorpresa y la aventura.
Cuando aprehenden a jugar, en algunos momentos secretamente íntimos, ambos necesitan hacerlo entre ellos. Una soledad, sin embargo, compartida; otro con el cual dialogar, salir del encierro y pensar cosas diferentes. Se ocultan de Esteban al tiempo que se abren a la fantasía; en ella despliega lo fantástico de hacer de cuenta que asustan, dan miedo y sostienen un secreto.
Rafa y Agustín crean una experiencia simbólica. Al asustarme, sin darse cuenta, juegan el susto y el miedo; ambos sienten placer al conquistar aquello que los aterroriza; descubren dramáticamente un artificio que les permite soportar la angustia, el dolor del miedo, el enojo, la amenaza. Comienzan a creer en la ficción. En una palabra, desafían el temblor de la angustia, la inmovilidad de los miedos y pueden enfrentarlos y revivirlos al generar humor, ironía, gestualidad.
El juego con los autitos, los gestos, la escondida, el susto, el humor ensanchan el espacio del “entredós”, entre “tres”, entre “cuatro”, que configuramos en múltiples dimensiones con el niño. Somos parte de aquello que había una vez… o que una vez había… para narrar una historia entreverada en las redes que los causa y origina.
Los niños asumen el riesgo, la fructífera idea de hacer una experiencia escénica de lo siniestro, de lo que no entienden. Provocan y convocan al miedo que en la vida diaria cada vez es más real (en Agustín, implica no poder hablar y en Rafael, la imposibilidad de su autonomía) para incorporarlo a la propia red simbólica mediatizada por imágenes, gestos o palabras que corporizan el placer de jugar. Apasionados por lo desconocido, asumen el riesgo y juegan a lo real (lo que no comprenden y no tiene representación) para transformarlo, anudándolo a una red de cuerdas ondulantes donde lo extraordinario cobra existencia afectiva, sin la cual lo simbólico, como tal, pierde toda su potencia.
El nacimiento del acto de jugar no es el comienzo, sino el efecto de desear. Irrumpe. Nadie sabe a ciencia cierta qué va a pasar cuando se lanza a jugar; por eso mismo, Rafa y Agustín continúan jugando. La curiosidad los lleva a fantasear lo imposible. Para hacerlo, ambos necesitan esos minutos de encuentro que consolidan la relación entre ellos y hacen del espacio clínico un lugar en el cual se configura un territorio, el lazo de un horizonte susceptible de armar redes de deseos entretejidos con otros que, por primera vez, los conmueve al jugar juntos en una comunidad.
La vibración se enreda en la red; realmente conmovido, estoy entrelazado como un pequeño insecto que queda entreverado: ayudo a hilar, a zurcir la trama fortuita que está produciéndose. El devenir no es nunca un simple movimiento o una acción motriz: está en el medio, en el entre, sin principio ni finalidad; conjuga el “entre dos”. Huye de la localización; cuando se procura tomarlo o etiquetarlo deviene transformándose. Escurre cualquier determinación; en la frontera indómita se opone al estatismo y la fijeza.
Cuando un niño juega (como lo hacen Agustín y Rafa) siempre está en el entre. Sin un destino predicho ni un origen, a contrapelo de lo lineal, muda, cambia, desterritorializa lo dado, pasa, arrastra lo anterior, desplaza y atraviesa. Al realizarlo, pierde la posición, abre el entredós con apertura móvil incierta.
No hay devenir posible sin pérdida. El propio movimiento implica perder la experiencia al crear otra que desconoce. El acto de jugar es rebelde; la rebeldía de los niños pone en juego la dimensión desconocida.
El devenir del niño no tiene un sentido metafórico, sino de entretejido en la multiplicidad de la red. Al jugar sale del cuerpo, en el umbral, luego de un tránsito. Vuelve, pero a otro de sí. Opera el desconocimiento sujetado al espacio vacío del entre donde se teje la trama y el pensamiento.
Rafa llega y, al saludarnos, dice: “Esteban, quiero ayudar… ¿puedo ser ayudante?”. Los hilos de la red continúan el insospechado trayecto, crean donde no existía nada y, al hilar, emerge la natalidad. La mamá de Agustín me envía por WhatsApp imágenes de su hijo jugando; el celular transmite la tela del telar deseante. Respondo con otro mensajito-imagen que continúa el juego. Perplejo, conformamos la red. Hilvanamos al trazar lo desconocido por desconocer.
En otro encuentro, Rafa trae de su casa unos juguetes suyos para que pueda jugar Agustín. La humanidad del gesto demanda el don del deseo y abre el deseo del don que potencia la trama. Toman unos autitos y los lanzan por el tobogán. Rafa, desde lo más alto, los tira; mirándolo, exclama: “Agustín, ahí va, agarrá el auto… te lo tiro… agarralo”. Aprovecho la pausa, y digo: “A la unaaaa...”; Rafa dice: “A las doooos…” y ambos decimos: “y a laaas…”. Agustín sonríe, acomoda el eje postural y grita: “Teees… teees”. Sale el autito, lo agarra y se lo vuelve a dar a Rafa para repetir la escena.
Recomienza la experiencia y cada vez difiere de la anterior; inventa el tiempo, a contrapelo crea el terreno en movimiento. En la potencia surge el antes en el después, palpita el pensamiento en el devenir y la emoción secreta del “entre” desconocido por desconocer.
Se trata de detectar en el “entredós” transferencial una fuerza, un impulso anárquico que pulsa el germen de otro escenario en donde la experiencia renueva la apuesta. Con el fin de no quedar pegado a los clichés, es necesario dar aire, espacio y tiempo a lo caótico de la desposesión, para componer la trama por tejer.
Jugar el ritmo
Al jugar, en el fluir de la ficción, hay un ritmo actuante, incesante, que atraviesa sutilmente la escena. Lo rimado no es nunca una temporalidad irreversible cronológica, sino que implica otra lógica, que se corporiza en personajes. Un títere, una linterna, un muñeco, el cuerpo, los pececitos, un animalito o cualquier objeto-cosa es susceptible de ser, existir y personificar pensamientos, deseos y conflictos: en fin, representaciones en juego.
La experiencia infantil de la ficción produce lo desconocido del artificio a través de un ritmo deseante. El ritmo del deseo unifica lo discontinuo, oficia de puente, pero no es solo un mero pasaje, sino una potencia que fuerza al pensamiento afectivo, cuya apertura enuncia la posibilidad de percibir y recibir lo que, hasta ese instante, resultaba imposible concebir o tan siquiera intuir como posibilidad. (5) Intraducible, el ritmo plásticamente se desdobla en personaje.
El personaje rítmico como dimensión otorga teatralidad a la experiencia. ¿Cómo diagnosticarla, si no es poniéndose en escena con el niño? Solo diagnosticamos a partir de la relación transferencial del “entredós” que coloca en escena el desconocimiento como ritmo conjetural, siendo siempre otro que nunca es ni llega a ser. No es el niño el que hace el proceso rítmico, es el ritmo que hace y produce las notas inauditas de la experiencia. (6)
No hay funcionamiento de la experiencia infantil sin la dimensión rítmica. Sin este personaje que toca en el intersticio del “entre” enredado en la red. Desde ella, la imagen del cuerpo figura como un sensible reloj de arena donde el pasado se actualiza en la discontinuidad del presente; al caer los granitos,