La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin
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La organización neuronal, el espacio del sistema nervioso, supone la conexión en redes que sustentan la plasticidad para reubicarse y deslocalizarse constantemente. El tejido propio de las neuronas es esencialmente discontinuo; la transmisión nerviosa necesariamente debe atravesar y franquear vacíos, entretejidos discontinuos opuestos a la verticalidad, la rigidez y la centralidad. Por el contrario, el cerebro “estalla” en redes opuestas a cualquier analogía anónimamente maquinal. La plasticidad inscripta en él se opone a un plan establecido y homogéneo.
La plasticidad de la experiencia mantiene vital al cerebro; ella depende en gran medida de las relaciones con el otro que humanizan la herencia hasta hacerla existir en la regeneración y la capacidad de transformación cerebral. Frente a las lesiones neuronales o trastornos irreversibles de cualquier etiología, las neuronas evidencian fielmente la probabilidad de reparación y compensación. Al jugar, los niños nos demuestran día a día cómo responden fervientemente de forma plástica a la plasticidad cerebral (Malabou, 2007; Ansermet y Magistretti, 2010).
Los niños descubren la capacidad de jugar mientras juegan; existen allí donde son lo que no son. Existir, para ellos, es abrirse al afuera; literalmente, la palabra “existir” proviene del latín: ex (afuera) y sistere (colocar, parar). Esta existencia inscribe el adentro, lo que es de uno, de otros, y aquello que se deja, desposee por los demás, es decir, lo compartido del tiempo del nos-otros.
La red que construyen los niños jugando es la ocasión de un hallazgo; atañe a la azarosa conquista tramada al jugar. Insaciables, plebeyos, los chicos no paran de hilvanar la dimensión desconocida que, por un lado, los causa y, por el otro, los sostiene. Ingeniosos, algunos hilos deseantes tienen pegamentos y pueden permanecer engomados, entreverados y atrapados en ellos. En estas situaciones quedan empantanados, fijados, encarnan la red, sin desplazamientos. Ya no los protege ni pueden seguir tejiendo. Detenidos, sufren la angustia impotente, obscena, que impide jugar.
Las redes se estructuran en hilos deseantes alrededor de la dimensión desconocida para desconocer; espacio vacío, susceptible de anudarse con otro. Los niños, al jugar, lo hacen, pescan en mediomundos. ¿Cuál es la pesca del día? ¿Qué quieren atrapar? Sin duda, atrapan cosas, relaciones, deseos, donde no hay nada; crean, inventan lo que hasta ese momento no existe. Para realizarlo, no sin cierto caos, necesitan la red; junto a ellos, devenimos tejedores de redes, que a su vez nos tejen en una enredadera siempre inconclusa.
Un niño, ¿se propone o tiene el proyecto de tejer la tela de la propia red? Si así fuera, no podría jugar y crear lo inexistente, eliminaría el azar, lo caótico, la sorpresa y la perplejidad. El entretejido no se puede saber previamente, al igual que un artista no puede calcular de antemano cuál será la obra antes de generarla, ni anticipar la composición, el entramado que la sustenta. Así, los niños no saben a qué van a jugar cuando el deseo los impulsa a hacerlo.
Entramos en la red, la leemos, pensamos en ella (2), buscamos hilos, líneas, para saltar, caer y dejarnos enredar y para volver a saltar en el trampolín del deseo. Pensar la red implica crearla, atravesarla. El “entre” relacional de la trama configura la brújula, nos orienta para despegar el pegamento anonadado, tensional, sufriente, que los pequeños soportan al bloquear el entramado.
Muchas veces tenemos el privilegio de hacer semblante; nos transformamos en títeres, ritmos, pececitos, rayos de luz, linternas, lobos, perros, arañas y monstruos en el afán de producir al semejante, al otro en la plasticidad de la experiencia que entreteje la red de la existencia simbólica.
Nuestra función es atravesar un trayecto de redes probables para delinear un trazo que, al abrirse, se habite, sin saber lo que va a pasar en ese espacio que se abre, porque cada vez es otro singular y diferente del anterior. Dada una experiencia que el niño realiza, nos relacionamos con él a través de otra donde se conforma el “entredós”, un espacio de frontera que da lugar a lo discontinuo y a la semejanza. Por esos verdaderos pasadizos se transmite la herencia y con ella cobra efecto la plasticidad simbólica en un pretérito futuro anterior. (3)
El espacio vacío cumple una función central en la red de la infancia; implica la separación, la pérdida y el enlace. El acto de jugar es una primera herejía sin respuesta; intenta salvar esa distancia sin –por lo demás– lograrlo, pues conforma una realidad paradojal. Afirma dos cosas contrarias: el niño es él y es otro al encarnar un personaje mientras juega; hay y no hay otra realidad (al hacer “como sí”), fundamento del pensamiento y la ficción. Coexisten simultáneamente diferentes niveles de tiempo, imágenes, palabras, cuerpos, espacios. Hay ahí una vibración efecto del choque de fuerzas que atraviesa y da vida a la experiencia infantil. No es nunca el mundo en sí el que da lugar a jugar, sino el acto de jugar el que origina la posibilidad del mundo de la infancia.
Aprendizaje como insecto o aprehender como sujeto
Al cabo de algunas sesiones, Agustín llega al consultorio junto con su mamá sonriente, alegre y contento. Destaco la sutileza de la alegría, pues enuncia una gran diferencia con el comienzo, cuando llegaba tieso, cabizbajo, ofuscado, malhumorado. La tensión corporal de ese momento bloqueaba la expresión gestual y la sonoridad propia de la palabra o el comienzo de ella.
La mamá, contagiada de la sonrisa de Agustín, contenta, comenta: “¿Sabes una cosa? Ahora dice los sonidos de los animales. De a poco aprendió a hacerlos. Mirá: Agus, ¿cómo hace la vaca?”. “Muuu, muuu”, responde su hijo, casi sin mirarla. “Ahora, ¿cómo dice el pato?”. “Cuaaa, cuaaa, cuaaa”. Así repite el sonido de la oveja, del chancho, un pájaro… Agustín identifica a cada uno de los animales y emite el correspondiente sonido, característico de su condición. Sin embargo, al pronunciarlos, no hay ninguna gestualidad ni dramaticidad al respecto La representación de cada animal carece de vida, de afecto que la afecte; solamente es el ruido presente en el nombre de cada especie.
Agustín escucha la demanda materna y responde adecuadamente, pronuncia lo que se le indica. Llama la atención la poca intensidad en la enunciación, la relación entre el concepto, por ejemplo, vaca, y el sonido “muuuu…muuu”. O entre el pato y el “cuaaa… cuaaa”; entre el perro y el “guauuu… guauuu”. Justamente lo que falta es el enlace afectivo, escénico y dramático entre ellos. La fuerza se aplana en el pedido y queda encerrada en la copia lineal; en el encierro del estímulo a una palabra directa, sin mediación, se disipa la diferencia entre el concepto y el sonido.
Ante la realidad del estímulo percibido y la respuesta automática dada, Agustín reacciona miméticamente. Cuando la madre le dice: “¿Cómo hace el lobo?”, él responde: “Auuu, Auuu”. Entonces, espontáneamente, exclamo: “¡No, el lobo! Uy, que miedo, ¡auxilio!, voy a esconderme, ¡cuidado, viene el lobo! ¡Cuidado! ¡El lobo!”. Al mismo tiempo, salgo corriendo y encuentro un escondite tras un tobogán y una pelota gigante. La madre reacciona, le da la mano a Agustín y dice: “Vamos a buscar a Esteban, que tiene miedo del lobo… ¡el lobo le da miedo a Esteban!”. A continuación, comienzan a buscarme por distintos lugares del consultorio.
Después de un tiempo de búsqueda e intriga, me encuentran y les explico: “Estoy escondido porque puede venir… ¡el lobo!”. Apenas pronuncio la palabra “lobo”, Agustín reproduce inmediatamente el gruñido característico: “auuu, auuu”. Cuando lo escucho, vuelvo a salir, corro a buscar otro escondite. Al corporizar el miedo por el lobo y esconderme, comienza a conformarse otra red.
Poco a poco cobra vida la existencia afectiva, palpitante, entre la relación del sonido y el concepto (lobo). A partir de relacionarnos con el niño jugando, ponemos en juego una de nuestras funciones: sacarlo de una instancia fija congelada en un sentido pleno para dar vida y potenciar otra experiencia, la multiplicidad de sentidos que pueda tener una representación (como, por ejemplo, la del lobo). Rompemos y agrietamos lo univoco