La dimensión desconocida de la infancia. Esteban Levin
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Introducción -1
Cuando un niño es una hormiga
Cuando un niño se apropia y aprehende un concepto, una idea, la transforma en su propio pensamiento; para ello, tiene que jugar con él y experimentar, apasionado, el placer en la potencia del deseo que el mismo conlleva. Por ejemplo, no basta con explicarle a un chico qué es una hormiga o con mostrarle una para que tenga una imagen de ella. En el mundo de los niños, hace falta jugar con el pequeño insecto, dejar el propio lugar (hacer uso de la imagen del cuerpo) para devenir, por unos instantes únicos, una traviesa hormiga. La experiencia infantil es un complejo palimpsesto en escena, en constante recreación, trasmigración y plasticidad. (1)
El tiempo juega en los niños y ellos juegan con él, sienten que son lo que no son; si miran unas hormigas, se preguntan por ellas, interrogan el sentido que tienen: ¿cómo caminan?, ¿adónde van?, ¿qué quieren?, ¿duermen?, ¿cómo viven?, ¿cuál es la casa?, ¿que comen?, ¿pican?, ¿hablan su propio idioma?... Así, en un tiempo inconmensurable, son el ser de la hormiga; transformados en ellas, potencian dimensiones desconocidas, desapercibidas sin esa única posibilidad de ser, por primera y única vez, hormigas de un hormiguero y pensar por fuera del cuerpo.
En la nimiedad de ser como una pequeña hormiga, escudriñan el espacio, descubren la sensualidad de la sensación de desplegarse, desplazar el cuerpo y ubicarse en la posición de otro, sea este una hormiga, un pececito, un juguete, una casa o un niño devenido próximo amigo.
Ser hormiga le permite a un niño mirarlas con ojos bien abiertos, tocarlas para saber qué hacen y, al hacerlo, ser tocado por ellas en un toque recíproco, asimétrico, secreto e íntimo. Necesita la intimidad para saber quién es la hormiga, para qué vive, por qué está allí, qué quiere, quién es la mamá… el papá… la familia. Al preguntarse por ellas, es por él por quien se interroga. Son sus propias dudas, enigmas y rumores puestos a desplegarse en las diminutas “personas” hormigas. Solo puede asumir la intriga a través de ellas, sin tener la menor idea: lo representan, las siente y esa sensación da vida a la representación.
Imaginemos la mirada de un chico al ver cómo la hormiga toma una miga de pan, la atenaza y camina con ella a cuestas anudada al cuerpo. La mira muy de cerca, observa su faz, el camino que camina. Presuroso, calcula si se puede encontrar con otra hormiga para intentar saber qué sucedería en ese caso: quiere saber qué puede acontecer. Él solo juega, sospecha lo insospechado, lo maravilloso. Sondea el sinsentido, lo distinto; lo otro funciona como inesperado; busca sorprenderse hasta lograr que el pequeño insecto lo mire o, mejor dicho, se siente mirado por él.
Mira la respuesta y se mira frente a las cosas que provoca; por ejemplo, intercepta el camino, coloca otra hormiga, un palito, un pedacito de comida o la mete dentro de una vasija con agua. La desafía con perplejidad para analizar la reacción, lo que realiza frente al obstáculo o encrucijada a la cual la somete: ¿cómo será su decisión?, ¿qué puede pasar? La inviste de ideas, imágenes, palabras y fantasías, la hace única.
Al jugar, crea relaciones perspicaces entre las cosas que no existían antes, una singularidad. Puede ser él su “propia” hormiga, inventa una diferencia, no es cualquiera, él se espeja en ella hasta producirla. Entrecruza un espacio dinámico que no pertenece a uno ni al otro; rota, gira, se mueve en la inaprensible rebeldía de la plasticidad.
Sujeto a la metamorfosis, el niño abandona el cuerpo sin parar de devenir otro para ser él. No es nunca una utopía; en realidad atraviesa el cuerpo y engendra un nuevo territorio que no existía antes de esta trans-formación. Los niños aprehenden a estar en varios sitios a la vez (realidad cuántica), la imagen del cuerpo se mueve intangible, juega. Los pequeños e ínfimos detalles provocan el sueño de lo irreal; efímeros, emigran; minimizan el destino, el columpio del desarrollo; urden la red entretejida a medida que crece el desafiante deseo de ser y estar en el “quizás” del infinitivo.
La hormiga indefensa se desliza en la precoz mirada del niño; la alegría de exiliarse en ella alienta la sonoridad del murmullo, extrañez y proximidad escuchan el bullicio de imágenes en movimiento. Al jugar tiembla, puede extraviarse sin temor a perderse en el silencio; presuroso, vence el miedo a la soledad, teje la herencia que, a su vez, lo trama, nombrándolo en el ritmo cantado del artificio. Sin darse cuenta, jugando, se deja ser en el símbolo palpitante de la vida.
El destiempo del juego mantiene en suspenso la incredulidad, despierta perplejidades y cierta incertidumbre necesaria alrededor de un vacío, origen de la transdiferencia, del devenir inminente de una revelación finalmente no producida, para continuar deseando. (2) Cuando el niño, sagaz, juega con la hormiga, cambia, renueva la experiencia que hasta ese momento se mantenía, duraba consistentemente en la misma posición. El enigma sostiene el movimiento de la imagen corporal y da curso al deseo de no durar en lo mismo; promueve sin tapujos la plasticidad. Experimenta la sensación de que el tiempo vivido nunca se detiene, es cambiante, existe dividido entre lo pasado y lo actual en el fluir que siente en cada nueva singularidad.
El diagnóstico de la experiencia que el niño realiza es como una adivinanza que creamos juntos sin querer resolverla. No se trata de requisar lo que el niño tiene (un déficit, un síndrome, una estructura psicopatológica, un trastorno), sino aquello que insiste en la escena y persiste en la repetición de un sufrimiento, donde cobra existencia el clamor de un sujeto. Es esencial construir la adivinanza, el relato, la dramática, sin procurar resolverla; si lo hiciéramos, una vez más clausuraríamos el sentido e, inmediatamente, la adivinanza adivinada perdería toda consistencia afectiva y transferencial. Dicho de otro modo, el “entredós” quedaría anulado por la fuerza del signo diagnosticado.
El jugar no solo tiene la función de representar, sino de inscribir y realizar la red, el puente que, al ser transitado, sostiene el andamiaje simbólico, entretejiendo lo real al producir lo imaginario en la trama ficcional. Este funcionamiento del acto de jugar coloca de relieve el placer ligado al deseo siempre insatisfecho; es la causa que anuda el cuerpo carnal a la imagen corporal. Enigma significante originario de la dimensión que denominamos desconocida e inconsciente. El acto de jugar es una experiencia pasional y singular que no se tiene, no es del orden de la tenencia, sino del habitar. Se habita la existencia de una potencia plástica en juego. (3)
En la infancia, los niños aprehenden la pasión por el símbolo, el placer del deseo de jugar. No se trata nunca de una mera sensación, sino de la esencia primaria infantil que motoriza la función y el funcionamiento estructurante del placer, no por el lado de la presencia sensitiva, sino por la cómplice dialéctica en suspenso entre una escena que aparece y desaparece, sobre la base de una presencia multiplicada por la ausencia, donde los niños constituyen su quehacer. El vértigo de jugar implica saltar y, en el umbral, caer, pero no para conocer más, sino para desaparecer en la singularidad actuante del desconocimiento.
La dimensión desconocida nunca puede deducirse; se fuga al querer atraparla, fluye evaporándose hasta volver a aparecer; está donde no está; existe como trampolín para saltar, cambiar. El salto recrea, abre el lugar del espacio, genera el agujero, un túnel (gusano) para pasar al otro lado; acto de jugar, de colocar en escena el sinsentido de lo des-conocido.
Al introducirse en la nueva experiencia, emerge el deseo de jugar a buscar sin saber qué se está buscando en el juego. No es un placer ligado a lo genital, sino al acto de realizar el desconocimiento y, al hacerlo, volver a producirlo. El cuerpo es dominado por el afán y el fervor de jugar otra escena hace que las cosas cambien, transformadas en otras. Por ejemplo, una mesa o una linterna son efectivamente eso, pero, al mismo tiempo, lo otro y lo que será; coinciden cuánticamente las diferentes dimensiones del tiempo y el espacio. La plasticidad cuántica genera la