Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl

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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl Tiffany

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No era la clase de amiga que una mujer llevaba a casa para que conociera a su marido. Pero Olivia ya no tenía marido. Y prefería salir a comer con Gwen que volver a pensar en la posibilidad de una cita.

      Al final, Gwen se irguió en la silla y se secó las lágrimas de los ojos.

      –Deberías darle caña –dijo, señalando hacia la barra.

      –Sí, claro. Seguro que soy su tipo.

      –Creo que «su tipo» son las mujeres en general y tú estás dentro del grupo. Me parece que ese chico es una opción muy agradable para volver al mercado del sexo.

      –Pensaba que se trataba de volver al mercado de las citas.

      Gwen sacudió la cabeza.

      –Tienes todo un mundo nuevo ante ti, Olivia.

      –Mira, lo sé todo sobre ese mundo nuevo y no tengo ningún interés en convertirme en una asaltacunas, gracias.

      –Ya has sido una esposa trofeo. ¿Por qué no probar la otra cara de la moneda?

      Olivia se terminó una de las muestras de cerveza.

      –Yo no era una esposa trofeo. No tengo los atributos necesarios para ello –miró los senos de Gwen arqueando una ceja con un gesto elocuente.

      –Sí, pero Víctor tenía doce años más que tú, ¿verdad? Así que ahora te toca a ti ser la más joven.

      Aunque negó con la cabeza, Olivia desvió la mirada hacia Jamie.

      –¿Cuántos años tiene, de todas formas?

      –No estoy segura. ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Todavía está en su primera juventud.

      –¡Dios mío! Es solo un bebé.

      Pero, al parecer, ella era la única que lo pensaba. Entre risas ahogadas, una de las mujeres se acercó al billar y metió las dos monedas que hacían falta para una partida. Olivia la miró, confundida por su exagerada alegría, hasta que la mujer, ¿se llamaba Marie?, se irguió y miró hacia la mesa con el ceño fruncido.

      –¡Jamie! –gritó–. La mesa de billar está llena.

      Jamie rodeó la barra, secándose las manos en un trapo de cocina.

      –Se ha tragado las monedas, pero no ha salido ninguna bola –le explicó Marie.

      –Bueno, será mejor que le eche un vistazo.

      Se echó el trapo al hombro y se agachó y Olivia comprendió por fin de qué iba todo aquello. La falda escocesa se le levantó un poco, mostrando algunos centímetros de su musculoso muslo y, aunque a Olivia le pareció una treta de lo más infantil, ella miró como todas las demás.

      Se preguntó cómo sería el tacto de aquellos muslos. Seguro que eran duros. Fuertes. Y seguro que sería una delicia saborearlos.

      Jamie le dio un puñetazo al mecanismo de las monedas y tiró varias veces de él. Sus músculos se tensionaban y se relajaban con cada movimiento.

      ¡Dios santo!

      –¡Ah! Aquí está el problema –dijo Jamie–. Has metido una moneda de cinco centavos.

      –¡Ay, qué tonta!

      Jamie le tendió la moneda y comenzó a levantarse, pero recorrió la habitación con la mirada hasta cruzarla con la de Olivia. Arqueó las cejas al tiempo que bajaba la mirada hacia sus rodillas desnudas.

      –Nos ha pillado –susurró Gwen, mientras las dos volvían la cabeza hacia la mesa.

      –Marie no debería haber hecho eso –replicó Olivia–. Y nosotras no deberíamos haber mirado.

      Gwen apretó los labios para sofocar una carcajada.

      –¡Estoy hablando en serio! –insistió Olivia, pero la voz de Jamie, sonando justo tras ella, la interrumpió.

      –Es increíble. Cada vez sois más perezosas. Hace cuatro meses ya utilizasteis este truco. ¿Qué tal un poco de originalidad para la próxima vez?

      –¡Ay, Jamie! –exclamó la mitad de la mesa con obvia decepción.

      –Y procurad no romperme el billar.

      Era adorable. Como un cachorro. Pero Olivia mantenía los ojos fijos en la mesa.

      –¿Ya estás lista, Gwen?

      –¿Para irme? Pero si son solo las ocho.

      ¿Las ocho? Aquellas dos horas se le habían pasado volando. Se había divertido de verdad. Pero todavía tenía que ir a la compra, poner una lavadora y prepararse para meterse en la cama a las diez y media. Se levantaba todas las mañanas a las seis y media. Sin excepción.

      –Sé que soy patética, pero tengo que irme. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa? No me gusta la idea de que vuelvas andando.

      –Ya encontraré a alguien que me lleve, no te preocupes. Nos veremos mañana en la universidad, ¿de acuerdo?

      Olivia agarró el bolso y se levantó para no correr el riesgo de dejarse atrapar otra vez por la conversación. Y, por una vez, la posibilidad de que la atrapara era real. Aquellas mujeres eran simpáticas, amables y divertidas. Ninguna de ellas había sacado el tema del divorcio. No había sido objeto de miradas malintencionadas. Nadie le había preguntado con sarcasmo que dónde estaba viviendo. Parecía caerles bien de verdad.

      De hecho, todas expresaron su decepción ante su marcha. Algunas se levantaron para abrazarla antes de que se dirigiera hacia la puerta.

      –Entonces, ¿cuál será el libro del mes que viene? –preguntó Olivia, haciéndolas reír a carcajadas.

      –¡El Kama-Sutra! –gritó una de ellas.

      Y Olivia cedió a la tentación de enseñarles el dedo índice. Respondió con una risita a sus carcajadas de indignación y se dirigió hacia la puerta. Por supuesto, allí estaba Jamie Donovan, con la mano en el picaporte.

      –Te lo recomiendo con entusiasmo –dijo mientras mantenía la puerta abierta, dejando entrar una ráfaga de aire frío–. El Kama-Sutra, quiero decir.

      –Estaba de broma –le aclaró Olivia.

      –Yo no.

      Olivia se vio envuelta en una extraña mezcla de alegría y pura vergüenza, pero no quería limitarse a sonrojarse y pasar de largo. Así que optó por aceptar su desafío y recorrerle de los pies a la cabeza con la mirada. Estaba adorable, sosteniéndole la puerta con el brazo estirado.

      –Mucho hablar, pero… –dijo mientras pasaba por delante de él con una confiada sonrisa, intentando ignorar cómo temblaban las notas del libro, sacudidas por el viento.

      –Buenas noches, Olivia –gritó Jamie tras ella–. Te veré el mes que viene.

      Y era muy posible que lo hiciera, se dijo Olivia.

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