Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora. Fiona Brand

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Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora - Fiona Brand Ómnibus Deseo

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provenientes del patio del recreo. Celia echó atrás la cabeza y parpadeó rápidamente. La luz del sol la cegaba y los ojos se le humedecían por momentos. Se enjugó las lágrimas como pudo y avanzó hacia su pequeño sedán verde. El asfalto desprendía mucho calor. Había una octavilla de publicidad sujeta al parabrisas.

      Celia se detuvo en seco y se llevó la mano a la garganta. ¿Sería otra advertencia del último enemigo de su padre?

      Llevaba una semana encontrándose esos papeles sujetos al parabrisas, y todos estaban relacionados con la muerte. Una funeraria, parterres en el cementerio, seguros de vida… La policía le había dicho que no era más que una coincidencia.

      Sacó el papel…

      Era un descuento para una floristería. Una ola de alivio la inundó por dentro. Se rio a carcajadas y arrugó el papel. Sacó las llaves del coche y apretó el botón de desbloqueo.

      Abrió la puerta del acompañante para dejar el bolso del ordenador y entonces se detuvo en seco.

      Había una rosa negra en el soporte para vasos.

      Presa del pánico, recordó la octavilla de la floristería. Sacó el papel del bolso y lo estiró sobre el asiento. Retrocedió de espaldas, tropezó. Dio contra alguien. Era un pecho fuerte, masculino. Reprimió un grito y se giró lo más rápido que pudo. Era Malcolm.

      Él la sujetó de la nuca.

      –¿Qué sucede?

      –Hay una rosa negra en mi coche. Es macabro. No sé cómo ha llegado ahí porque cerré el coche esta mañana. Sé que lo hice, porque tuve que desbloquearlo de nuevo para entrar con la llave automática.

      –Llamaremos a la policía ahora mismo.

      Celia sacudió la cabeza y le hizo apartar la mano.

      –El jefe de policía tomará nota y me dirá que estoy paranoica, que ha sido una broma de los estudiantes.

      El jefe de policía siempre hacía referencias veladas a su pasado inestable, a todo lo que su padre había tratado de esconder. Muy pocos lo sabían, pero el estigma no se borraba con el tiempo.

      Malcolm la agarró de los hombros y la hizo caminar hacia los guardaespaldas. Pasó por su lado y se dirigió hacia el sedán. Miró la rosa y luego se agachó para inspeccionar los bajos del coche.

      Celia tragó en seco. Dio un paso atrás.

      –Malcolm, vamos a llamar a la policía. Por favor, aléjate del coche.

      Él se volvió hacia ella, cubriéndola con su enorme sombra.

      –En eso estamos de acuerdo –la agarró del brazo. Las durezas de las yemas de sus dedos le arañaban la piel–. Vamos.

      –¿Has visto algo debajo del coche?

      –No, pero no he mirado debajo del capó. Voy a sacarte de aquí y mis hombres examinaran bien el coche para asegurarnos de que todo está en orden antes de que salgan los niños del colegio.

      Los rostros de alumnos y compañeros desfilaron ante los ojos de Celia de repente. ¿Estaba poniendo en peligro a todo el colegio?

      Malcolm la hizo alejarse más del vehículo.

      –¿Adónde vamos? –miró por encima del hombro hacia el edificio de ladrillo rojo–. Tengo que avisar.

      –Mis guardaespaldas se ocuparán de todo. Vamos hacia la limusina. Tiene refuerzo en las ventanas y está blindada. Podemos hablar allí y ver qué hacemos.

      Malcolm pudo respirar tranquilo una vez metió a Celia en la limusina blindada. Le dijo al chófer que se dirigiera a su casa.

      Dos de sus guardaespaldas se habían quedado junto al coche, esperando a la policía. Miró los mensajes que tenía en el teléfono por si había alguna novedad. En cuanto pudiera garantizar la seguridad de Celia, movilizaría a unos cuantos contactos para encontrar pruebas y encarcelar a ese mafioso llamado Martin de una vez y por todas. Ya había sido el chivo expiatorio de un narcotraficante para proteger a su madre. Por aquel entonces no sabía a quién acudir.

      Pero ya no era un adolescente sin dinero. Tenía los recursos y el poder necesarios para ayudar a Celia como nunca antes lo había hecho.

      Mientras avanzaban por Main Street, flanqueada por hileras de azaleas, sentía el peso de su mirada furiosa. Se guardó el teléfono y la miró por fin.

      –¿Qué pasa?

      –Se me acaba de ocurrir algo. ¿Me has metido esa flor en el coche para asustarme y conseguir que me vaya contigo? –le miró con ojos de sospecha.

      –No me puedo creer que pienses eso.

      –Ahora mismo no sé qué creer. Llevo casi veinte años sin verte. Hoy apareces de repente, me ofreces protección y pasa esto. La idea de que estén por aquí, en el colegio, cerca de mis alumnos… –Celia trató de tomar el aliento, se agarró las rodillas y se echó hacia delante–. Creo que voy a vomitar.

      Él le puso las manos entre los hombros, reprimiendo las ganas que tenía de atraerla hacia sí y tocarla de nuevo.

      –Me conoces. Ya sabes lo mucho que he deseado poder cuidar de ti. Tú eres la persona que mejor sabe lo mucho que he querido cuidar de ti. Sabes lo mucho que me dolía saber que mi padre no estaba ahí para proteger a mi madre. Bueno, ahora pregúntame de nuevo si te he metido la rosa en el coche.

      Celia se echó el pelo a un lado y le miró. Todavía no podía respirar bien.

      –Muy bien. Te creo. Y lo siento. Aunque una parte de mí desearía que lo hubieras hecho porque así no tendría que preocuparme.

      –Todo va a salir bien. Cualquier persona que venga a por ti tendrá que vérselas conmigo. La policía va a revisar tu coche y acordonarán el aparcamiento si hay algún problema.

      –Hace diez minutos dijiste que la policía no puede protegerme.

      Unos rizos castaños y suaves se deslizaron sobre su brazo, igual que en el pasado. Malcolm apartó la mano rápidamente. Ya no creía en el poder del amor, pero el poder del deseo se merecía todo su respeto.

      –Tenemos que decírselo a la policía de todos modos. ¿Dónde está tu padre? ¿Está en los juzgados?

      –Está en el médico, haciéndose su revisión anual. Ha tenido problemas de corazón. Dice que quiere retirarse después del caso Martin. No me puedo creer que esto esté pasando.

      Malcolm abrió el mini–bar y sacó una botella de agua.

      –Nadie podrá hacerte daño ahora. Este coche está blindado y tiene cristales anti–balas.

      –Los paparazzi pueden llegar a ser muy persistentes –Celia tomó la botella con sumo cuidado. No quería rozarle los dedos–. ¿Merece la pena vivir en una burbuja?

      –Estoy haciendo lo que quiero hacer.

      –Entonces me alegro por ti –Celia bebió un sorbo de agua.

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