Un amor inimitable. Anne Weale

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Un amor inimitable - Anne Weale Jazmín

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el fin de no salpicar la grava en el parque que lo rodeaba, el chófer hizo un semicírculo con el coche, y lo detuvo a unos metros de la puerta de entrada de la casa.

      Unos minutos antes, Lucía lo había visto hacer una llamada en el teléfono móvil. Evidentemente había informado a alguien de su llegada a la casa. En el momento en que el chófer le abrió la puerta del coche, se abrió la puerta principal de la casa y una mujer hizo su aparición.

      Al salir del coche, Lucía pensó que la mujer debía de tener cerca de cincuenta años. Llevaba una camisa blanca y una falda vaquera azul clara con un cinturón de piel. Tenía la melena peinada hacia atrás y, como único maquillaje, carmín en los labios.

      –Señorita Graham, bienvenida. Mi nombre es Rosemary –extendió su mano y apretó la de Lucía–. Estoy segura de que le apetece un café. Entre y relájese, y le explicaré la situación. Debe de tener curiosidad por saber por qué está aquí.

      Después de soltar la mano de Lucía la llevó levemente por el codo para hacerla pasar a la casa, como si fuera una grata invitada.

      En el momento en que entraron en el espacioso vestíbulo en el que se apreciaba una escalera, Lucía notó inmediatamente que las paredes estaban cubiertas de numerosos cuadros.

      Las paredes del salón donde estaba servido el café estaban igualmente adornadas con cuadros. Había un ventanal que daba a una terraza y a un jardín muy cuidado.

      Rosemary le hizo un gesto para que se sentara en un sillón; ella se sentó en otro y tomó la cafetera de porcelana.

      –La señorita Harris y yo hemos ido al mismo colegio –dijo, refiriéndose a la directora de la prisión–. Aunque ella es mucho más joven que yo, nos hemos conocido y hemos conversado en varias reuniones de antiguas alumnas. Si no me conociera, es posible que no me hubiera permitido convencerla de que la trajera a usted aquí.

      Lucía no dijo nada. Comparado con el sitio de donde venía, aquella habitación de techos altos le parecía un lujo. Tenía la sensación de estar soñando, y de que en cualquier momento pudiera despertarse.

      Rosemary le dio una taza de café.

      –Por favor, sírvase leche y azúcar, si le apetece.

      Fue entonces cuando se dio cuenta de que Rosemary era mayor de lo que había pensado en un principio. Cuando la había recibido, había estado en sombras. En aquel momento, bajo la luz matinal del salón se le veían las pequeñas arrugas alrededor de la boca y de los ojos. Debía de tener por lo menos sesenta y cinco años.

      –No la mantendré en suspenso por más tiempo –dijo Rosemary, sonriendo–. Cuando terminé el colegio, quise ser pintora. Durante el primer año de Bellas Artes conocí a mi marido. Él quiso que me dedicara a ser esposa y madre. Para complacerlo, estaba locamente enamorada, abandoné mis ambiciones.

      Hizo una pausa, evidentemente recordando el tiempo en que había tomado aquella decisión.

      –Mi esposo murió hace dos años. Como a la mayoría de las viudas, me costó adaptarme a vivir sola. Tengo cuatro hijos muy queridos que me ayudan a seguir, pero ellos tienen sus propias vidas. Uno de ellos pensó que debería empezar a pintar otra vez. Así que lo he hecho. Ahora necesito a alguien que me acompañe en mis viajes al extranjero para exponer mis cuadros. No me gusta la idea de ir sola. Pensé que tal vez le gustase venir conmigo… como compañera de viaje y guía turística personal. ¿Qué le parece la idea?

      Desde su exclusivo punto de vista, a Lucía le parecía un regalo del cielo, pero también una locura desde el punto de vista de Rosemary.

      –¿Por qué yo? –preguntó Lucía.

      –Porque, según creo, no tiene dónde ir, y tiene la cualificación adecuada. Es una experta pintora, y al mismo tiempo es una persona afectiva y sensible, como lo ha demostrado cuidando a su padre tan abnegadamente.

      Lucía la miró asombrada y le preguntó:

      –¿Cómo es que confía en mí?

      –Querida mía, a usted la condenaron por fraude, no por asesinato. Desde mi punto de vista era innecesario que la enviaran a la cárcel. Hay situaciones que pueden conducirnos a actuar de un modo que no es el normal, según nuestra naturaleza. Usted se encontró en una de esas situaciones. Lo que hizo no estuvo bien… Pero no fue una cosa como para apartarla de la sociedad. Al menos a mí no me lo parece.

      Inmediatamente después de terminar de hablar apareció un hombre alto y moreno, vestido formalmente, de no ser porque llevaba el abrigo en el brazo, la corbata floja, y el cuello de la camisa desabrochado.

      Sonrió, como si supiera que iba a encontrarse con alguien que lo agradase. Luego cambió su expresión al notar la presencia de Lucía. Era evidente que no la reconocía.

      Ella lo reconoció inmediatamente. ¿Cómo podría haberlo olvidado? Aquel era el hombre que había tenido un importante papel en su juicio y su encarcelamiento. Sus miradas de desprecio desde la silla de los testigos mientras oía la declaración de culpabilidad la habían atormentado durante largas noches de insomnio en la cárcel.

      –¡Oh, hola, cariño! No esperaba verte hoy –dijo Rosemary un poco desconcertada. Se volvió a Lucía y agregó–: Este es mi hijo Grey –los presentó como si no se hubieran conocido–. Grey, esta es Lucía Graham.

      El nombre no pareció decirle nada. En cambio, en el juicio le había parecido un hombre con una memoria excelente, en cambio. Pero el día de su anterior encuentro no había sido tan importante para él como para ella. Después del juicio, se habría olvidado de ella.

      Lucía estaba diferente en aquel momento. Entonces tenía el pelo corto y con reflejos. Ahora lo tenía largo, y de su color castaño natural. Estaba más delgada. Pocos la habrían reconocido como la joven cuyo rostro había aparecido en las revistas de cotilleos y en los periódicos.

      Él fue hacia ella.

      Instintivamente, Lucía se puso de pie, preparándose para el momento en que la reconociera.

      –Encantado… –él extendió la mano.

      Ella se sintió obligada a sonreír, aunque no quisiera hacerlo.

      Después de soltar su mano, Grey Calderwood volvió su atención a su madre, y le dio un beso en la mejilla.

      –He tenido una semana dura. Me apetecía un día en el campo –dijo.

      Apareció una mujer de pelo cano con una sencilla blusa y una falda. Llevaba una taza y un plato.

      –Lo vi desde arriba, señor Grey –dijo.

      –Gracias, Braddy –Grey tomó la taza. Mientras la mujer se marchaba preguntó–: ¿Interrumpo algo? –luego se dirigió a Lucía y dijo–: Como no hay otro coche fuera, supongo que vive por aquí, señorita Graham, ¿no es verdad?

      –Espero que Lucía viva aquí –dijo Rosemary Calderwood–. Acabo de ofrecerle el trabajo de compañera de viaje.

      –¡Ah! ¿De verdad? –su hijo dejó la taza y se sentó cerca de ellas.

      Cruzó las piernas y miró a Lucía más detenidamente que antes. De pronto dijo:

      –Nos

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