Un amor inimitable. Anne Weale

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Un amor inimitable - Anne Weale Jazmín

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dejado que su marido anulase sus ambiciones. Parecía improbable que pudiera resistirse a su hijo si este la presionaba.

      Pero parecía que la fuerza de Rosemary se había intensificado con los años en lugar de debilitarse.

      –Te agradezco tu preocupación por mi bienestar, querido mío, pero por favor, no uses ese tono dictatorial conmigo. A partir de ahora, haré lo que mejor me parezca –hizo un gesto con la mano para indicar a la señora Bradley y a Lucía que se podían marchar, y luego dijo a su hijo–: Espero que te quedes a almorzar, querido. Hoy cocino yo. Prepararé chuletas de cordero.

      Hacía mucho tiempo que Lucía no se daba un placentero baño con agua caliente y sales perfumadas. Y nunca lo había hecho en un cuarto de baño tan lujoso.

      Al ver un secador de pelo en un estante le había preguntado al ama de llaves si tendría tiempo de lavarse el pelo, y esta le había contestado que sí, que el almuerzo se serviría a la una, lo que le dejaba una hora para bañarse y arreglarse.

      La bañera era suficientemente grande como para albergar a un hombre alto, y ella se deleitó en sumergirse en ella. Cuando lo hizo oyó que alguien golpeaba la puerta sin llave. Y Grey Calderwood apareció ante ella.

      Capítulo 2

      DURANTE algunos segundos, Lucía se quedó tan anonadada que no pudo reaccionar. Luego, cuando él se acercó a la bañera con un par de pasos largos, ella se incorporó rápidamente. Tomó la esponja en un esfuerzo por cubrirse los pechos.

      –¿Cómo se atreve a irrumpir aquí? –le preguntó, indignada.

      –¿Cómo se ha atrevido a aceptar mi cheque y romper el trato conmigo? –contestó él, mirando su cuerpo desnudo.

      Había habido momentos en la prisión, en que había odiado y se había sentido muy vulnerable a la falta de intimidad y a la posibilidad de desagradables acercamientos. Aquello era diferente, pero igualmente perturbador. Ella sabía que no había posibilidad de que él le quitase la esponja o la tocase. No obstante se sentía furiosa por ser sorprendida en una situación tan íntima.

      –Encontrará el cheque en el comodín. No he tenido intención de cobrarlo. Tómelo y salga de aquí –le dijo Lucía.

      –No antes de dejar algunas cosas claras con usted. Mi madre no quiere escuchar razones. Pero no se ponga demasiado contenta. Si traspasa la línea un solo centímetro, haré que se arrepienta de haber nacido. La última vez le salió barata. Esta vez no lo hará. Yo me aseguraré de ello.

      Le habría respondido con alguna expresión que había oído decir a las mujeres en la cárcel. Pero aunque había pasado meses entre ellas, no se había acostumbrado a usar aquel vocabulario para desahogar su hostilidad.

      De todos modos, el jurar contra Grey Calderwood solo demostraría lo que él decía: que ella no era la persona apropiada para estar con una mujer como su madre.

      Lucía se tragó su resentimiento y dijo:

      –Estoy muy agradecida a su madre por echarme una mano. No defraudaré su confianza.

      –Cuídese de no hacerlo.

      Cuando Lucía bajó, Grey y Rosemary estaban conversando en el salón como si no hubiera pasado nada.

      Ella se había puesto una blusa blanca y un par de pantalones marrones.

      En el momento en que entró, Grey se levantó. Era un reflejo automático aprendido desde pequeño, ella lo sabía. No tenía nada que ver con el momento presente. Él no sentía ningún caballeroso respeto por ella.

      –¿Qué quiere beber, Lucía? –preguntó la señora Calderwood–. Grey está bebiendo un gin tonic, y yo siempre bebo un Campari con soda, excepto si estoy sola. No bebo nunca sola.

      –¿Podría tomar una bebida sin alcohol? –después de años de abstinencia, Lucía no quería arriesgarse a que al primer trago de alcohol se le fuera a la cabeza.

      –Por supuesto. ¿Quiere zumo de naranja o de melocotón?

      –Zumo de naranja, por favor.

      Grey se movió hacia un mueble antiguo que contenía vasos y botellas en el estante de arriba, y debajo albergaba un pequeño frigorífico. Le llevó un vaso con cubitos y zumo de frutas. No se lo dio, sino que lo dejó en una mesa, que su madre había dicho que compartiría con ella.

      –Gracias –dijo Lucía.

      Y se preguntó si él pensaría que el más mínimo contacto con ella lo contaminaría.

      –¿Cómo eran las comidas en la cárcel? –preguntó Rosemary Calderwood–. Como la comida del internado, supongo, muchos guisos y verduras pasadas de cocción.

      Lucía asintió.

      –Patatas fritas con todo, y pocas ensaladas. Pero ya se sabe que la cárcel no es como hacer un crucero.

      –No, pero deberían alimentar adecuadamente a la gente. Tiene aspecto de pesar algunos kilos menos de su peso habitual. Arreglaremos eso pronto. Tanto Braddy como yo somos excelentes cocineras, y tenemos una pequeña huerta así que nuestras verduras no crecen bajo plástico ni se pasan días siendo transportadas a los mercados. Yo soy una fanática de lo sano. Mis hijos me toman el pelo por ello, pero yo soy de la idea de que somos lo que comemos.

      Notando el antagonismo entre su hijo y su protegida, Rosemary mantuvo una conversación fluida con la habilidad de una excelente anfitriona. Cada poco tiempo forzaba a su hijo a participar de la conversación con alguna pregunta o algún comentario. Lucía se alegró de contestar a lo que le preguntaba. De no haber sido por la presencia de Grey, se habría sentido en el paraíso.

      La elegante habitación, con sus cuadros, sus antigüedades, sus alfombras orientales y jarrones con flores frescas del jardín era un bálsamo para sus sentidos.

      Fueron al comedor, donde habían puesto una larga mesa de madera lustrosa para tres personas.

      Grey le ofreció una silla a su madre. Lucía se sentó también. Enseguida la señora Bradley entró con el primer plato, que consistía en berenjenas con una salsa de hierbas y queso.

      –¿Quiere tomar un poco de vino? –preguntó Grey, después de servir un líquido dorado en el vaso de su madre.

      Lucía decidió que beber un vaso estaría bien.

      –Sí, por favor.

      Grey rodeó la mesa y se quedó de pie, cerca de su silla, haciéndola sentir extrañamente consciente de su cercanía, de su masculinidad. ¿Sería solo porque ella estaba acostumbrada exclusivamente a un ambiente de mujeres? El médico de la cárcel y el capellán habían sido los únicos hombres que había visto durante su tiempo de reclusión.

      Las berenjenas estaban deliciosas comparadas con la comida de la cárcel. Luego llegaron las chuletas, que estaban exquisitas.

      Mientras comían, Grey le preguntó de pronto:

      –¿Lleva DIP?

      Antes de que Lucía pudiera contestar, su madre preguntó:

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