Un amor inimitable. Anne Weale
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Lucía se había dirigido a la señora Calderwood, pero ahora se dirigió a su hijo:
–Pero yo no lo llevo, señor Calderwood. Deben de haber pensado que no era necesario. No me han dado ninguna instrucción que tenga que seguir.
–Posiblemente, no. Pero creo que descubrirá que no se encuentra totalmente en libertad –dijo él–. Las condiciones de su puesta en libertad probablemente no le permitan salir del país. Si no puede viajar, a mi madre le será de poca ayuda.
Aquel era un aspecto de la situación que Lucía no había tenido en cuenta. Y tuvo la angustiosa sensación de que él debía de estar en lo cierto.
–Ese tema lo he tratado con la señorita Harris cuando hablamos sobre Lucía –dijo la señora Calderwood–. Afortunadamente, tengo una amiga en los tribunales, o mejor dicho en el Ministerio del Interior, quien me ha echado una mano. Puesto que he sido miembro de un jurado popular durante veinte años, se decidió que era la persona apropiada para supervisar la vida de Lucía hasta que tenga la libertad de ir adonde le plazca. Mientras esté conmigo, no tiene restricciones de movimiento.
Aquel anuncio puso más furioso a Grey.
Lucía se preguntó si él también tendría amigos en altos cargos que tuvieran influencias. Le daba la impresión de que era un hombre que, una vez que hubiera puesto su mira en algo, no se daría por vencido fácilmente.
La comida terminó con una compota con crema.
–Recordaré este almuerzo toda mi vida –dijo Lucía, olvidándose del hombre al otro lado de la mesa–. Ha sido una comida estupenda en cualquier caso, pero para mí… –hizo un gesto expresivo.
–Bien, me alegro de que la haya disfrutado. Como es un día bastante cálido, tomaremos el café en la terraza, ¿le parece? Luego la llevaré a dar un paseo por el jardín. Como los niños se han marchado de casa, mi principal ocupación ha sido el jardín –le dijo Rosemary–. Pero ahora empiezo a darme cuenta de que no me puedo arrodillar y agacharme como antes, así que me estoy dedicando cada vez más a pintar.
–Después del café, debo marcharme. No tendría que haber hecho el gandul –dijo Grey.
Aquella expresión a Lucía le sonó rara en él.
Grey la miró. Seguramente estaría pensando que se alegraba de haberlo hecho, puesto que de otro modo no habría sabido nada acerca de los planes de su madre.
–Trabajas demasiado –dijo su madre–. No te vuelvas como tu padre… Que era adicto al trabajo. Hay más cosas en la vida que hacer negocios…
Lucía no sabía en qué se ganaba la vida Grey Calderwood, pero debía de ser algo muy rentable para que pudiera permitirse pagar tanto dinero en cuadros. En el momento del juicio, la prensa lo había descrito como «un empresario de alto vuelo, muy entendido en arte». Y siempre decían su edad, treinta y seis años, después de su nombre.
Como casi toda la gente millonaria de su edad había hecho dinero en el negocio de las telecomunicaciones, pero él no parecía la réplica británica de Bill Gates, lo más probable era que hubiera heredado los hábitos de trabajo de su padre.
La opulencia de la casa familiar y el hecho de que la señora Calderwood hubiera sido ama de casa toda su vida indicaban que el señor Calderwood había sido un hombre con buena posición económica.
Grey no hizo ningún comentario sobre el reproche que le había hecho su madre. Tal vez se lo hubiera hecho muchas veces, y ya no se lo tomase en serio. Parecía un hombre que siempre hacía lo que creía conveniente, sin tener en cuenta los consejos de los demás. Daba la impresión de ser un hombre con gran empuje. Pero Lucía no sabía qué fuerza lo arrastraría. Seguramente sería el dinero o el poder, o ambas cosas. Aquellas parecían ser las motivaciones más comunes entre el sexo masculino. Ella prefería la gente creativa, los pintores, los músicos, los poetas. Grey seguramente veía los cuadros como una inversión más que como alimento para el espíritu.
La terraza de escaleras de piedra estaba en el lado sur de la casa. Tenía muebles de caña. Lucía bebió el café. Le habría gustado echarse hacia atrás y dormir un rato.
Había sido un día agotador y apenas había dormido la noche anterior. Le costaba mantener los ojos abiertos…
Mientras conducía hacia Londres, Grey maldijo el no haber previsto y abortado los planes de su madre para ayudar a aquella chica.
Su papel de llevar a los fraudulentos a los tribunales le había preocupado a su madre. Él amaba a su madre y a sus hermanas, pero eran todas iguales, unas incorregibles y sentimentales bienhechoras que podían encontrar excusas para todo, excepto para la crueldad con los animales y los niños, y los crímenes contra la humanidad. Y aun en esos casos, buscaban razones por las que hubieran actuado de ese modo los inculpados.
Grey no pertenecía a aquel grupo de gente que sentía lástima por aquellas víctimas de la sociedad, como decían ellas. No se consideraba un hombre duro, pero era realista. En el momento del juicio no había sentido remordimientos por mandar a los culpables a la cárcel.
Ahora que había conocido a Lucía, se sentía incómodo al pensar por cuántas cosas habría tenido que pasar la chica. La recordaba en la bañera. Cuánto se había excitado al ver sus pechos, algo que había aumentado su malestar hacia ella. Al principio, cuando estaba sumergida, sus pechos habían flotado como dos pálidas islas con una cresta rosada. Luego, cuando se había incorporado apresuradamente, antes de que se hubiera cubierto con la esponja, se habían transformado en dos exquisitas turgencias que habían despertado en su sexo una inmediata respuesta.
El hecho de que su cuerpo lo hubiera excitado lo había hecho reaccionar con más dureza de la que había tenido intención de emplear. ¿Aquella belleza la habría convertido en blanco de mujeres inmorales y frustradas sexualmente que poblaban las cárceles y de aquellas que detentaban posiciones de poder en ellas?
El hecho de que Lucía fuera además, lo que su madre y sus amigas llamaban «una dama», la habría convertido aún más en blanco de presidiarias y guardias de prisiones resentidas socialmente hacia aquellos que habían sido más privilegiados que ellas.
Tuvo desagradables visiones de Lucía encerrada en una celda con duras delincuentes de las que no habría tenido escapatoria. La imagen lo enfureció y conmovió tanto, que minutos más tarde se dio cuenta de que involuntariamente había apretado el acelerador y había sobrepasado la velocidad permitida en la carretera.
La redujo e intentó pensar en algo diferente de aquella muchacha que se había quedado dormida en los últimos minutos que la había visto.
–Está agotada, la pobrecilla. Dejémosla y vayamos a dar un paseo –le había susurrado su madre.
Más tarde, cuando se había despedido de él, Rosemary le había dicho:
–No estás enfadado conmigo por dejarte sin argumentos, cuando te reproché tu autoritarismo