Un amor inimitable. Anne Weale

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Un amor inimitable - Anne Weale Jazmín

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style="font-size:15px;">      –¿Qué diablos está haciendo en esta casa?

      –Lucía está aquí porque yo la he invitado –dijo su madre–. Yo sabía que la iban a dejar en libertad esta mañana. Envié a Jackson a buscarla. Como sabes, nunca estuve de acuerdo con la decisión del tribunal, pero ahora todo ha terminado. Ella necesita ayuda para salir adelante, y yo necesito ayuda para mis planes de viajar.

      –Madre, has perdido la razón.

      Antes de que la señora Calderwood pudiera responder, sonó un teléfono que había encima de una mesa al lado de su sillón.

      –Perdone –dijo Rosemary a Lucía–. ¿Sí? Mary, ¡cuánto me alegro de oírte! ¿Puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo –se levantó de su asiento y dijo a los otros–: Voy a atender esta llamada en el estudio. Sírvase más café, Lucía –salió de la habitación.

      Con los modales de un hombre criado en una familia adinerada, Grey Calderwood se había levantado cuando su madre se había ido del salón. Todavía de pie, miró con resentimiento a Lucía.

      –No hace un año de su sentencia. ¿Qué está haciendo fuera de prisión?

      –Me han concedido la libertad por buena conducta –ella se inclinó hacia adelante para tomar la cafetera–. ¿Quiere otra taza de café, señor Calderwood?

      Él agitó la cabeza.

      –¿Ha estado en contacto con usted mi madre mientras estaba en prisión?

      –No, jamás. Esta mañana, antes de que me soltaran, la directora me dijo que había alguien que deseaba ayudarme a reconstruir mi vida. Estaba esperándome un coche fuera. He conocido a la señora Calderwood cuando llegué aquí.

      –Mi madre es un poco quijotesca. A veces deja que ese sentimiento le nuble el sentido común –dijo él fríamente–. La directora habría hecho mejor en ponerla en contacto con varias organizaciones que ayudan a presos que son puestos en libertad. Nuestro chófer la llevará adonde quiera ir. Puede usar el teléfono móvil de Jackson para llamar a algún despacho de Asuntos Sociales. Ellos la pondrán en contacto con quienes puedan ayudarla.

      Lucía tuvo que hacer un gran esfuerzo para que su mano no temblase mientras volvía a llenar su taza. Antes de su arresto y de que la metieran en la cárcel, había sido una persona segura de sí misma, y una persona sociable, características innatas y que ahora tendría que volver a aprender. Se sentía bien con alguien amistoso, como la señora Calderwood, pero con su hijo, una persona hostil, se encontraba incómoda. Con solo mirarla la ponía nerviosa.

      –Me gustaría aceptar el puesto que me ha ofrecido su madre –le dijo.

      –Eso es imposible. Si mi madre necesita a alguien con quien viajar, es fundamental que sea una persona con referencias impecables y que sea totalmente de confianza. No alguien que acaba de estar en la cárcel por un serio delito –su voz tenía el mismo tono de frialdad que ella recordaba de la sala del tribunal.

      –Pero no es el tipo de delito que me convierta en una persona a quien no se pueda confiar el cuidado de niños o personas mayores.

      –Eso depende. En mi opinión, no es una compañía adecuada para mi madre.

      –¿No le parece que eso tiene que decidirlo ella?

      Él apretó los labios. Sus ojos grises oscuros la miraron como hojas de acero afiladas.

      –Tal vez una ayuda pueda convencerla de que entre en razón –él fue hacia la silla donde había dejado su abrigo y tomó una chequera de un bolsillo interior. Sacó una ostentosa pluma.

      Ella lo observó rellenar el cheque, preguntándose cuánto dinero consideraría necesario darle para que desapareciera. A pesar de que aquel hombre no le había gustado desde el mismo momento en que lo había visto en el banquillo de los testigos, mirándola con tanto desprecio como si se hubiera tratado de una traficante de drogas, o una violadora de niños, una parte de su mente se veía obligada a admirar el movimiento de sus dedos fuertes y largos.

      –Tome… Esto le ayudará a cubrir sus gastos hasta que consiga un trabajo –extendió el cheque.

      Lucía lo tomó, curiosa por saber cuánto estaba dispuesto a pagarle. Sus padres nunca habían estado en una buena situación económica incluso cuando los dos trabajaban, su padre como reportero en un periódico de una ciudad de provincias, y su madre como bibliotecaria pública. Nunca había podido gastar alegremente lo que había ganado. Jamás habría podido rellenar un cheque con tres ceros tan despreocupadamente como si estuviera dando una moneda a los pobres.

      La cifra que había escrito la dejó perpleja. Sobre todo porque el elemento amabilidad brillaba por su ausencia. Claramente no quería ayudarla.

      –Pero quítese de la cabeza la idea de que pueda haber más dinero en otras oportunidades. Es un único pago, que no volverá a repetirse. La condición es que desaparezca de nuestras vidas para siempre… En semejantes circunstancias es muy generoso de mi parte ofrecerle ayuda. Si vuelve a aparecer, se arrepentirá. Puedo meterla en un gran aprieto, y lo haré. Créame.

      –¡Oh, lo creo! Ya lo ha hecho –dijo ella, doblando el cheque en dos y luego en cuatro.

      –Fue usted misma quien se metió en problemas, aunque no lo quiera admitir. Prefiere creerse la historia preparada por su abogado.

      No tenía sentido discutir con él. Era el tipo de hombre que había sido un privilegiado desde el momento de nacer, y que era incapaz de comprender las acciones que habían conducido a su arresto.

      La señora Calderwood volvió a reunirse con ellos.

      –Siento haberla tenido que dejar.

      –La señorita Graham ha cambiado de parecer en cuanto al trabajo que le has ofrecido –dijo Grey–. Se ha dado cuenta de que no encajaría con ella.

      Su madre no era tonta.

      –¿Ha sido Grey quien le ha hecho cambiar de parecer o ha sido una decisión propia? –preguntó su madre, decepcionada.

      Instintivamente, Lucía había guardado el cheque en su mano antes de que lo viera la señora Calderwood. A sabiendas de que Grey podría ser un peligroso enemigo, pero impulsada a desafiarlo, Lucía dijo:

      –El señor Calderwood querría que fuera decisión mía, pero no lo es. Si de verdad piensa que yo soy la persona indicada, será un placer para mí trabajar para usted.

      –¡Estupendo! –dijo Rosemary Calderwood, ignorando el enfado silencioso, pero evidente, de su hijo–. Seguramente está deseosa de darse un baño y cambiarse de ropa. Hay alguna ropa de mi hija aquí que puede servirle hasta que tengamos tiempo de ir de compras.

      La mujer de pelo cano entró nuevamente al salón y dijo:

      –Pensé que podían querer más café.

      –Esta es la señora Bradley, mi ama de llaves –dijo Rosemary–. La señorita Graham se quedará con nosotros. ¿Podrías mostrarle el cuarto de baño y dónde puede cambiarse antes del almuerzo?

      –Un momento –dijo Grey bruscamente–. Madre, no suelo interferir habitualmente en lo que dispones, pero esta vez debo hacerlo. No puedo permitir

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