Las promesas de Dios. R. C. Sproul
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Sabemos que ciertas cosas son susceptibles de cambiar con la cultura. Por ejemplo, cuando damos nuestros diezmos, no le damos siclos a Dios. El principio de que debemos ser administradores de nuestra propiedad y apoyar la obra del reino de Dios permanece intacto, pero la forma particular de la moneda que usamos cambia de una cultura a otra y de una generación a otra.
Además, ciertas cosas están determinadas culturalmente. La Biblia llama a los cristianos en todos los lugares y en todas las generaciones a vestirse con modestia. Pero lo que es modesto en una cultura puede considerarse provocativo y obsceno en otra. Si nosotros en Occidente nos vistiéramos con poca ropa como algunas de las tribus primitivas del mundo, sería escandaloso. De modo que hay diferencias en la forma en que las personas se visten en distintas generaciones y culturas. Eso es algo que cambia; es fluido. Por esta razón, no exigimos que las personas usen túnicas y sandalias en la cultura occidental del siglo XXI simplemente porque eso es lo que usaba Jesús. El vestido es una cuestión de costumbre. El principio tiene que ver con lo que trasciende las costumbres locales y aplica a todos los cristianos en cualquier lugar y en todo momento.
A veces es muy sencillo entender la diferencia entre un principio y una costumbre. Tomemos el ejemplo del mandato de Jesús a Sus discípulos de salir pero sin llevar calzado con ellos (Mateo 10:10). ¿Significa eso que tenemos un mandato universal de Cristo para hacer evangelismo siempre con nuestros pies descalzos? Por supuesto que no. La forma en que las personas cuidaban sus pies en el primer siglo difiere de la forma en que lo hacemos en nuestras culturas contemporáneas. Pero no todas las cuestiones son tan simples. Consideremos el tema de la estructura de autoridad en el hogar o en el matrimonio. ¿Es la idea del liderazgo masculino en la casa una cuestión de costumbre o una cuestión de principio? Esa pregunta es debatida tenazmente en nuestros días.
Pensemos en un tema relacionado: el requisito de Pablo de que las mujeres cubran sus cabezas en la adoración (1 Corintios 11:4-6). Casi nadie hace eso en nuestros días, en gran medida porque se considera que es un mandato cultural. Si buscas diez comentarios sobre 1 Corintios, obtendrás diez opiniones diferentes sobre lo que Pablo esperaba, pero casi todos señalarán que cuando Pablo escribió 1 Corintios, la ciudad de Corinto era conocida por su inmoralidad y sexualidad, y era posible identificar a una prostituta porque andaba con su cabeza descubierta. Por tanto, se dice que a Pablo le preocupaba el decoro de la comunidad cristiana; es decir, no quería que las mujeres cristianas de Corinto parecieran prostitutas, por lo que les dijo que se cubrieran la cabeza.
Esa es la explicación que leemos en muchos comentarios. Pero tengo un problema con eso: Pablo nunca dijo en 1 Corintios que la razón por la que quería que las mujeres se cubrieran la cabeza era para que no parecieran prostitutas. Si el apóstol dio una advertencia que nos desconcierta, creo que es una labor legítima para el intérprete bíblico examinar la “situación de la vida” en la que se escribió el texto.
Creo que nos ayuda a entender la Biblia si leemos sobre cómo era la cultura de la época y nos preguntamos: “¿Cómo entendieron las personas en el primer siglo este texto o esta advertencia?”. Ese es un método legítimo de interpretación bíblica. Sin embargo, dado que el apóstol dio una razón para su mandato, no es legítimo descartar su razón y reemplazarla con un razonamiento especulativo que extraemos de nuestro estudio de la cultura de esa época.
En 1 Corintios, Pablo no solo dijo que las mujeres debían cubrir sus cabezas, sino que también dio una razón. La razón es que cubrir la cabeza es una señal de la subordinación de la esposa al esposo en la familia (11:6-10). Además, cuando Pablo dio esta orden, no apeló a la cultura local en Corinto; apeló a la Creación (v. 8-9).
Por tanto, debemos ser muy cuidadosos antes de descartar un mandato de Dios argumentando que se trata de una costumbre local que no es vinculante para nosotros. Si podemos equivocarnos al diferenciar entre costumbre y principio, hay un principio bíblico para enseñarnos cómo decidir—el principio de que “todo lo que no proviene de fe es pecado” (Romanos 14:23). En otras palabras, la carga de la prueba cuando observamos un mandato en las Escrituras recae siempre sobre aquellos que dirían que es una costumbre en lugar de aquellos que dirían que es un principio. Si la Biblia me dice que haga algo que parece ser una costumbre, y soy muy escrupuloso y trato una costumbre como si fuera un principio, todo lo que estoy haciendo es ser demasiado escrupuloso. Pero si tomo un principio que Dios ha establecido para Su pueblo y lo descarto como si se tratara simplemente de una costumbre, soy culpable de subvertir la propia ley de Dios. Y si encontramos algo que está arraigado en la Creación, eso es lo último que deberíamos tratar como una costumbre, porque si hay algo que trasciende las consideraciones locales, son los principios establecidos en la Creación, porque tales principios se mantienen vigentes mientras la Creación perdure.
EL PACTO DE OBRAS
Como mencioné antes, el nombre más controversial del pacto de Dios con Adán es “el pacto de obras”. En la teología reformada histórica en particular, se hace una distinción entre lo que se llama el pacto de obras y el pacto de gracia. La Confesión de Fe de Westminster, un documento reformado del siglo XVII, señala: “La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto”. Luego agrega: “El primer pacto hecho con el hombre fue un pacto de obras, en el cual se le prometió la vida a Adán, y en él a su posteridad, bajo la condición de obediencia perfecta y personal” (7.1-2).1
Aquí es donde entra la confusión. En la primera sección, los redactores de la Confesión de Westminster expresaron la idea de que no tenemos un programa de derechos a partir de la Creación. Cuando Dios nos hizo del polvo, Él no tenía obligación de darnos prosperidad, buena salud o vida eterna. La criatura no puede decirle al Creador: “Debes hacer esto y lo otro por mí”. Cualquier beneficio que recibamos del Creador no proviene de una necesidad divina o algún tipo de ley externa que se impone a Dios por naturaleza. Al contrario, cualquier beneficio que obtenemos como criaturas proviene de la disposición personal de Dios.
En el primer capítulo, discutí cómo los eruditos que tradujeron las Escrituras hebreas al griego se decidieron por la palabra griega diathēkē para traducir la palabra hebrea para “pacto”, berîyth. Mencioné que finalmente se escogió diathēkē porque tenía el elemento de la disposición soberana. Eso es muy importante, porque en la cultura moderna hemos sido condicionados a pensar en términos de programas de derechos. Pensamos que si no recibimos ciertas cosas, hay algún error en la justicia. Pensamos que el Estado nos debe una educación universitaria. Nos debe un cierto nivel salarial. Nos debe esto, nos debe aquello. ¿De dónde sacamos esa idea? ¿Quién dijo que cualquier gobierno alguna vez le debía a su gente algo más que simplemente gobernar?
Al final, creo que así somos como criaturas. Desafortunadamente, dejamos que esa tendencia influya en nuestro pensamiento con respecto a cómo Dios se relaciona con nosotros. Dios no nos debe nada. Cualquier bendición que Él nos da proviene de Él voluntariamente, por Su gracia. Y ese principio está firmemente enunciado en la Confesión de Westminster: “La distancia entre Dios y la criatura es tan grande, que aunque las criaturas racionales le deben obediencia como a su Creador, sin embargo, nunca tendrían disfrute alguno de Dios como bienaventuranza y galardón, a no ser por una condescendencia voluntaria de parte de Dios, la cual le ha agradado expresar por medio del pacto”.
Esta verdad está entretejida en la naturaleza misma de las cosas porque “Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Samos 100:3b). Somos nosotros Sus deudores. Estamos en deuda