Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero
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El día que cumplió los 18, fue a rendir el examen y lo aprobó sin contratiempos. Mientras esperaba en un salón a que lo llamaran por el apellido para entregarle el carnet, a su lado se sentó un flaco más grande, de veintipico de años, que parecía cansado y hablaba por lo bajo.
—Dale, loco, me tengo que ir a laburar –dijo masticando las palabras.
—Sí. Cómo tardan, ¿no? –comentó Tomás en forma espontánea; no era de hablar con extraños, pero en este caso le salió así.
—Un desastre. La segunda vez que vengo.
—¿A dar el examen?
—No, a renovar. Ayer me saltaron un par de multas y no tenía la plata. Y sin licencia no puedo andar. Te agarra la policía y te secuestra la moto.
—¿Muchas multas?
—Cuatro.
—Duelen, ¿no?
—Tres mil quinientos pesos.
—Uff.
—Esto no es nada. Hay chabones que tienen cuarenta multas. Cincuenta. ¿Qué querés? Todo el día en la calle, apurado, que cierra el banco, que el paquete tiene que llegar a Retiro antes de las cinco, que la imprenta atiende hasta las seis. Más vale que te mandás macanas.
—¿Laburás en mensajería? –quiso saber Tomás.
—Sí. ¿Vos?
—Delivery. Hasta ahora, en bicicleta. Salgo de acá y me compro un scooter.
—Para empezar está bien. Pero no lo tengas mucho tiempo. En seis meses cambialo.
—¿Por?
—Ya te vas a dar cuenta.
—No entiendo.
—Ahí me llamaron. Suerte, loco. Un gusto. Soy Ángel. Ya nos vamos a ver en la calle.
—Ojalá. Yo soy Tomás.
Se dieron las manos y Ángel desapareció, pero a Toto le quedó en el pecho una sensación de buena onda. ¿La camaradería sería una constante entre los motoqueros? Se respondió que probablemente sí, pero también habría mala gente.
Como en todos lados.
Capítulo 12
Por fin Tomás se compró la motito y descubrió que, teniendo un vehículo en regla, con la patente y el seguro al día, podía trabajar a otro nivel, para una cadena de restaurantes que ofreciera delivery de comidas más elaboradas y caras que la simple pizza y las empanadas. Las condiciones de contratación eran mejores. Y las propinas también.
Comenzó a hacer envíos para esta cadena en doble turno, de lunes a viernes, y dejó la heladería únicamente para los fines de semana por la noche. No hacía más que trabajar. Para él, esto resultaba bueno por dos motivos: no estaba nunca en su casa y podía seguir ahorrando en cantidades que nunca había sospechado.
Junto con el trabajo mejor remunerado, descubrió las presiones. Su jefe le exigía que entregara más servicios por hora. La central de pedidos estaba computarizada. Era un call center donde se recibían las órdenes para las distintas sucursales y se llevaba un registro de a qué hora salía la comida, quién la transportaba, a qué hora la entregaba en el domicilio y a qué hora volvía.
Gustavo, el encargado, lo llamó aparte para conversar en el patio cubierto de la sucursal, que servía como depósito. Allí, entre cajones de cerveza y gaseosa, le dijo:
—Tomás, sos mi peor motoquero. El que tiene el promedio más bajo. Así no va. Si no te acoplás a nuestra forma de laburar…
—Hago lo mejor posible, Gustavo. Pero hay leyes que respetar. Hay semáforos.
—¡¿Perdón?! ¿Vos parás en los semáforos?
—Y… sí.
—No, flaquito. No es así la cosa. Las normas de tránsito son para los giles. La moto de delivery no es un auto, ni un camión, ni un colectivo. Es algo aparte.
—Pero…
—¡Pero nada! El semáforo de avenida, okey, se respeta. No vas a cruzar porque te atropellan. Pero en las calles se pasa en verde, amarillo, rojo o violeta. El sentido del tránsito me importa tres pepinos. Andá a contramano. Y subite a la vereda cuando haga falta.
—Es peligroso.
—Veinte años tengo en este rubro y nunca tuve un accidentado grave.
—Bueno, no sé…
—Es corta la bocha, Tomás. Tengo fila de pibes esperando para laburar. O agarrás el ritmo de acá o te echo.
Habiendo probado el dulce de las mejores propinas, Toto hizo lo necesario para conservar el empleo, a su manera. Siempre respetaba los semáforos y, para recuperar tiempo, excedía el límite de velocidad, andaba por la vereda, invadía la bicisenda, cruzaba plazas por los senderos peatonales, se metía en contramano si el trayecto era corto. O sea, para no violar una norma, violaba muchas más.
Lo curioso fue que nunca, jamás, lo paró la policía, aunque cometiera infracciones delante del patrullero. La explicación era que muchas seccionales recibían comida gratis de la cadena. Tomás no quiso hacer preguntas. Ya tenía bastante con los negociados de Raúl. ¿En todos lados se manejaban al margen de las normas? Ahora él también lo estaba haciendo. Pero era “por necesidad”, se justificaba, sin hacerse cargo de la contradicción.
El objetivo superior, la necesidad que Tomás usaba como excusa, era irse a vivir solo. Estaba tan enfocado en eso, tan ciego que pronto juntó dinero suficiente para alquilar un departamento.
Capítulo 13
Para arrancar necesitaba el equivalente a tres meses y medio de alquiler: un mes adelantado, uno más como depósito para cubrir eventuales daños que causara a la propiedad (al finalizar el contrato, si estaba todo bien, este dinero se lo devolvían) y un mes y medio de comisión de la inmobiliaria (este era el rubro que más odiaba, porque le parecía un costo abusivo).
Aun así, teniendo todo ese paquete de plata, no era suficiente. Necesitaba además un garante que debía refrendar el contrato y hacerse cargo de pagar el alquiler si él, por cualquier motivo, no lo hacía.
Como garantía le solicitaban la escritura de una propiedad que no figurara como bien de familia. O sea, que pudiera ser embargada y rematada para cobrar la deuda, en un caso extremo. ¿A quién pedirle la garantía? Tomás se resistió. Averiguó otras alternativas, como contratar un seguro de alquiler (los