Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero

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de dónde venían el nuevo auto, el departamento en Barrio Norte, los celulares caros, las mejores computadoras, las consolas de juegos, el proyector y el equipo de sonido para ver películas como en el cine, la ropa moderna que empezó a usar el viejo, la plata para pagarle a la empleada doméstica, al masajista, al pedicuro, al personal trainer, al barbero (porque Raúl empezó a llevar una barba a la moda). En fin, comprendió que la gran vida que se estaba dando Raúl (y de la que Toto era también beneficiario) tenía su origen en dinero sucio.

      Fue testigo de cómo su padre pasó de salir con mujeres de su edad a frecuentar chicas que bien podrían aparecer en las revistas o en las páginas web de chimentos. Eran muy lindas. De toda esa camada de veinteañeras, Raúl se enganchó con Romina y la llevó a vivir al departamento de Barrio Norte.

      Para Toto, que por entonces tenía 17, fue un golpe duro. Pasó del abandono, de la orfandad de madre (a la que se había acostumbrado), a tener como “madrastra” a una mujer que –le resultaba evidente– solo perseguía el bienestar económico que Raúl podía brindarle. Y no comprendía cómo el viejo era incapaz de verlo. O capaz lo veía y no le importaba.

      Con Romina en casa, Tomás buscó evadirse. Se enfocó en el colegio (que pronto terminaría), en los amigos y en la calle. Ese año se enganchó en cuanta salida le propusieron. Fue a todos los bailes, a todas las juntadas, a todas las fiestas. El tema fue que, una vez que regresaron del viaje de egresados, los compañeros empezaron a desperdigarse. Cada uno tenía su historia. Cada uno tenía que ponerse las pilas para encarar el inminente salto a la universidad. Toto no. Toto había resuelto no inscribirse para cursar estudios superiores.

      Era, acaso, la forma de rebelarse contra Raúl, el gurú de la orientación vocacional que le decía que su futuro estaba en la ingeniería mecánica, profesión donde podría desarrollar su potencial y que le permitiría tener excelentes ingresos.

      Toto, por no discutir, por no echarle en cara que lo mismo le había dicho a decenas, quizás a cientos de chicos a cambio de una comisión, optó por una salida elegante. Dijo que iba a tomarse un año sabático para decidirse.

      En cuanto terminó el secundario, fue hasta el garage del edificio, desempolvó la bicicleta, la arregló, infló las ruedas y salió a la calle.

      No pensaba quedarse en casa con Romina.

      No pensaba irse de vacaciones con ella y con Raúl.

      No pensaba, de hecho, vivir con ellos mucho tiempo más.

      Toto se trazó un objetivo.

      Antes de cumplir los 19 años, se iría a vivir solo, a un departamento alquilado que pagaría de su bolsillo, con el dinero que ganaría trabajando. No quería seguir siendo parte de un esquema que cuestionaba.

      El tema era ¿dónde se iba a emplear si todavía no tenía el certificado del secundario? El papel estaría listo recién en marzo.

      Pensó que la bicicleta podía ser su herramienta durante los meses de verano. Para conseguir la inversión inicial vendió por Internet un teléfono que ya no usaba. Obtuvo suficiente para comprarse un casco, luces de seguridad, un canasto para enganchar en el manubrio y una caja de reparto que adosó atrás.

      Empezó en un delivery de pizza, por las noches. Aprendió muy rápido cómo sonreír y mostrarse canchero (sin pasarse de la raya) y a la vez amable (pero no servil) para obtener propinas. Una de las claves estaba en recordar los nombres de los clientes habituales. No era difícil. Venía anotado en la orden de entrega. La mayoría de la gente ama que la reconozcan y la llamen por su nombre de pila. Con algo tan sencillo como eso se establece un vínculo y los compradores desean agradecer al chico simpático que le lleva la grande de jamón y morrones, cuatro empanadas y dos porciones de fainá.

      Le daba bronca, en cierto punto, constatar la importancia de recordar nombres porque esa era una de las enseñanzas que le había escuchado decir a Raúl infinidad de veces, cuando preparaba sus clases de liderazgo y negocios. Salvando las distancias (no peleaba por millones, sino apenas por una propina), Tomás odiaba parecerse en eso al viejo.

      Cuando llegaron los días más calurosos de diciembre, Toto vio en la vidriera de una heladería un cartel que pedía delivery con moto. Aunque lo suyo era la tracción a sangre, se presentó igual. Una de dos: cayó bien o el encargado estaba desesperado. Esa misma tarde ya estaba repartiendo cajas de telgopor con cremas de chocolate, dulce de leche, frutilla e infinidad de otros sabores.

      Para las fiestas de fin de año, arrancaba en la heladería a las once de la mañana. A las ocho de la noche iba a la pizzería y, los fines de semana, terminaba de trabajar recién a las dos de la madrugada.

      El ritmo fue agotador, pero rindió sus frutos y sirvió para amortiguar la caída del trabajo durante enero, cuando mucha gente se va de vacaciones.

      Toto no sintió la merma porque varios de sus compañeros del delivery también se tomaron días de descanso. Él se quedó y absorbió el trabajo, y las propinas.

      Para marzo, en base al esfuerzo, al ahorro y a la determinación de no gastar plata (salvo para cambiar las dos cubiertas de la bicicleta, reparar la cadena de transmisión y el freno delantero, consecuencia del uso intensivo), contó los billetes que había guardado en una lata y se dio cuenta de que tenía suficiente para comprarse un scooter. Una motito.

      Su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

      Capítulo 8

      Pasaron meses jugando entre cuatro paredes. Corina filmaba y Lourdes cantaba versiones en inglés y en castellano de los temas que le gustaban, siempre transformada bajo el anonimato de los antifaces.

      Corina seguía sin subir los videos por prohibición expresa de Lula. Ya estaba cansada de pedirle, de rogarle, de exigirle que compartiera ese material en las redes. No había caso.

      Un viernes a la noche se quedaron en el cuarto de Lourdes y Corina la escuchó llorar durante horas porque Rodrigo, un chico de quinto año que le gustaba, no se daba por enterado de su existencia. De pronto, Lula se secó las lágrimas y dijo:

      —Que el tonto sepa lo que se pierde. No va a enterarse de que soy yo, pero da igual. No importa.

      —¿Perdón?

      —Empezá a subir los videos.

      —¿Estás segura?

      —Me venís rompiendo desde el año pasado ¿y ahora me preguntás si estoy segura? ¡Por supuesto que estoy segura! ¡Nunca estuve tan segura! –se plantó Lourdes.

      —¡Así se habla, amiga!

      Corina tomó los controles de la computadora. Ya estaba registrada en YouTube, conocía la plataforma. Creó otra cuenta, a cargo de Lourdes, pero le puso un nombre de fantasía: “La chica del antifaz”.

      —Yo digo que empecemos a subir todo el material en orden cronológico –propuso.

      —¿Todo? –dudó Lourdes–. Tenemos que seleccionar. Editar.

      —Lula, un video es mejor que el otro. Son todos impresionantes.

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