Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero
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Cuando la madre se enojaba con él, y se enojaba a menudo, lo llamaba por el apellido con un agregado espantoso. “Señorito Rueda”, le decía.
¿De dónde lo había sacado? ¿De Roxana? ¿De esa amiga extraña que tenía? En su momento Toto no lo supo, no pudo verlo, no lo comprendió, pero la madre se había metido, a través de Roxana, en una religión misteriosa.
La mamá nunca dejaba que Toto invitara amigos a su casa. Ni siquiera le festejaba los cumpleaños con los chicos de su edad. Solo una torta con la familia. En cambio, sí lo llevaba a todos los cumpleaños de los compañeros y aceptaba las invitaciones a ir a jugar a las casas de otros chicos, porque eso le daba tiempo para ir a los encuentros de la religión.
Lo único que la mamá hacía con Toto de buen grado, con cierta alegría, era llevarlo a la plaza. Al Parque de los Patricios. Vivían cerca, sobre la calle Sánchez de Loria, en una zona de viejas fábricas y galpones que no era muy linda pero que Tomás reconocía como su barrio. Su hogar.
Ella tenía algún tipo de obsesión con las bicicletas. Decía que representaban la libertad. El equilibrio. La posibilidad de ir y venir sin dar explicaciones. Por más que la situación económica de la familia era precaria, se ocupó de ahorrar para comprarle a Tomás, cuando tenía cuatro años, una bicicleta con rueditas. Fue la madre quien le enseñó a Toto a andar en bicicleta. El papá estaba siempre ocupado con sus sueños. Sus ideas fabulosas que no conducían a nada. Sus cursos. Sus proyectos.
Le costó aprender, porque la bici era un poco grande. Tuvo que pasar el tiempo y él tuvo que crecer para llegar bien a los pedales y accionarlos con fuerza. Hubo varios intentos fallidos de dejar las rueditas hasta que la madre dijo “basta” cuando Toto tenía cinco años, a punto de cumplir seis. Le puso un plazo. Tenía que aprender a andar solo en ese fin de semana, porque ella no tenía todo el tiempo del mundo, la espera se había acabado.
La mamá lo soltó y Toto se mantuvo firme sobre las dos ruedas. Entonces ella le dijo:
—Dale, vos podés. Hacete valer. Aunque te caigas, sé fuerte.
Tomás no le prestó atención. Apenas registró lo siguiente que le dijo la madre:
—Andá hasta donde está el monumento. Yo te espero acá. No mires atrás.
Toto obedeció. Pedaleó hasta la estatua del soldado de Patricios y recién en ese lugar apoyó un pie en el suelo, porque todavía no sabía doblar. Giró como pudo, ayudándose con las piernas, y regresó de un tirón al punto de partida.
La mamá ya no estaba.
En un primer momento, Tomás no se preocupó. Siguió sonriendo. Estaba feliz. Quería compartirlo, mostrarle a la mamá que lo había logrado.
Pensó que ella había ido hasta el puesto de garrapiñadas para comprarle un paquete y dárselo como premio. Sin embargo, no la vio en esa dirección.
Capaz que había cruzado a un kiosco de golosinas sobre la avenida, se dijo Tomás. Y esperó largamente, hasta que comenzaron a prenderse las luces del parque.
En ese lapso, la madre volvió a la casa, armó un bolso, juntó plata que había ahorrado y guardado en distintos escondites y garabateó en un papel: “Perdoná, hijo, no aguanto más, mi vida está en otra parte”. Salió a la calle y se encontró en la esquina con su amiga Roxana. Juntas tomaron un colectivo hasta Retiro y ahí abordaron un micro de larga distancia. ¿Hacia dónde? Nunca se supo.
A Tomás lo encontró una vecina. Le preguntó por qué lloraba, si estaba solo, dónde se había metido su madre.
La vecina lo condujo a la casa de la calle Sánchez de Loria. En la puerta había un patrullero.
Era sábado y Raúl, el papá, estaba vestido como siempre, con camisa, saco y corbata, aunque las prendas no combinaban bien y lucían viejas, gastadas. Hablaba con los policías usando su mejor apariencia profesional, mientras en la mano sostenía el papel con la nota garabateada.
Entonces, al ver llegar a su hijo junto a la vecina, se produjo algo inédito. Algo que Toto no vio nunca más. El papá perdió toda compostura y lloró.
Capítulo 2
Raúl, el padre, comenzó a estar más tiempo en casa. Se concentró en su trabajo como oficinista, aunque lo detestaba, y se olvidó por un tiempo de sus cursos de oratoria y liderazgo, control mental, técnicas de persuasión y ventas, lenguaje corporal y una larga lista de etcéteras. Estudios que le salían carísimos en institutos de dudosa reputación.
Toto aceptó la idea de que la madre no iba a volver. No hizo preguntas ni se sintió culpable. Se convenció de que el problema había sido Raúl.
Así empezó a llamarlo. Raúl. Nada de pa, papi o papá. Raúl. Como si fuera un desconocido. Aunque ahora lo llevaba al colegio y volvía a casa puntualmente a las cinco de la tarde, y estaba con él todos los feriados y los fines de semana, había una distancia. Un frío. Una falta de conexión. Toto lo llamaba Raúl, y Raúl en devolución lo llamaba Toto, nada de Tomás, nada de hijo.
Muy pronto Raúl volvió a sus estudios, pero en forma autodidacta, leyendo libros y escuchando grabaciones con mensajes motivacionales. Se calzaba los auriculares y se olvidaba del mundo. Se concentraba en aquello que, creía, lo iba a salvar. Entonces era como si no estuviese. Toto, por su lado, comenzó a manejarse con autonomía. Iba al parque solo.
La primera vez que llevó la bicicleta, e intentó volver a andar por sus medios, sufrió un mareo inexplicable. Cayó al piso y se golpeó la cabeza. Raúl lo llevó al médico y le hicieron estudios, pero no le encontraron nada. Sin embargo, Toto siguió mareándose cada vez que agarraba la bici. Era como si, de manera inconsciente, volviera al momento del abandono y entonces perdía estabilidad.
A pura insistencia, se curó solo. En forma dolorosa. Andando y cayendo, andando y cayendo, hasta que los mareos se le fueron. O se sanaba o se rompía el alma contra el asfalto.
Los años fueron pasando y Tomás no volvió a sentir mareos hasta que, a los 15, comenzó a salir con Cintia. La relación no podía llamarse noviazgo, era algo informal, pero él se la tomó en serio y, cuando ella lo dejó, volvieron las descomposturas, las pérdidas de conocimiento, las caídas. Toto no tardó en comprender que el malestar se disparaba ante cada situación de pérdida.
En consecuencia, nunca más dejó que lo abandonaran.
Cuando comenzaba una relación con una chica, estaba alerta. Ante el menor cortocircuito, era él quien abandonaba, antes de ser abandonado. Por eso ahora, con 21 años y tirado en un túnel a quince metros bajo tierra, mientras Catriel se llevaba secuestrada a Lourdes, comprendió que los mareos, en este caso, eran por el miedo espantoso a perderla para siempre.
Capítulo 3
Lourdes,