Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero

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Motoquero 1 - Donde todo comienza - José Montero Zona Límiite

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él y le entregó una tarjeta arrugada y roñosa con su nombre, su celular, el dibujito de una moto y la leyenda “Servicios de mensajería. Rapidez y confianza”–. Perdoname, es la última que me queda –se excusó.

      —Gracias, Tomás, pero ya tengo gente que trabaja para mí –dijo Lourdes devolviéndole la tarjeta.

      —No te digo por laburo. Es por si necesitás un testigo. Te acompaño a la comisaría y cuento lo que vi.

      —No creo que haga la denuncia.

      —La vas a necesitar para el trámite de los documentos, las tarjetas, el celu si no aparece…

      —Veré.

      —Vos tenela. Conservala. Si me necesitás, me llamás.

      Finalmente, Lourdes metió la tarjeta en un bolsillo, como en un descuido, y Toto se convenció de que nunca iba a llamarlo.

      Cuando la vio subir la explanada de un edificio de lujo, imaginó que, en cuanto tomara el ascensor, ella rompería la tarjeta y la arrojaría dentro de un cesto de papeles.

      La tarjeta roñosa no entraría en el departamento de esa belleza.

      Capítulo 6

      Contra su pronóstico, Lourdes lo llamó esa misma tarde.

      Acababa de levantarse. Todavía dormido, tuvo un momento de lucidez. No podía cumplir lo dicho por la mañana. Él se había prometido que nunca volvería a pisar una comisaría.

      —Mirá, Lourdes, perdoname. Yo te ofrecí salir de testigo, pero en la agencia donde trabajo… –empezó mientras su cabeza buscaba una excusa creíble.

      —Olvidate. La denuncia ya fue. Tengo gente que se encarga de los trámites.

      —Qué suerte.

      —Lo que necesito es alguien que se anime a recuperar mi teléfono.

      —¿Cómo?

      —El chorro, al ver que mi celu había sido bloqueado, llamó al número que puse en pantalla. Me hizo un verso. Dijo que lo había encontrado en la calle.

      —Típica.

      —Que me lo quería devolver. Que habitualmente no aceptaría dinero por algo así.

      —Pero…

      —Siempre hay un pero, obvio.

      —¿Está sin trabajo, tiene un hijo enfermo, necesita operar a la madre?

      —¡Muy bien, Tomás, acertaste en la primera!

      —¿Cuánto te pidió?

      —Diez mil pesos.

      —Ni ahí. Negociá, bajale el precio –sugirió Toto–. Dejame que hablo yo.

      —Ya está, Tomás, diez mil pesos están bien. Si pierdo todo lo que tengo en el celu, me va a salir más caro.

      —¿En serio?

      —Sí, ya está decidido. La plata no es problema.

      —Veo. ¿Y me vas a confiar diez mil pesos a mí? No me conocés.

      —Tu tarjeta dice “rapidez y confianza”.

      —Es lo que prometemos todos los motoqueros. De ahí a que cumplamos…

      —Tendré que correr el riesgo. ¿Dos mil pesos para vos te parecen bien?

      —Es demasiado.

      —No sabés adónde hay que ir a buscar el celu. Es en Lomas de Zamora. Lo busqué en Internet. Está marcado como zona peligrosa.

      —Si me roban la moto, dos mil pesos va a ser poco.

      —Esperemos que no pase. ¿Lo vas a hacer?

      —No sé –dijo Toto y se hizo un silencio en la comunicación.

      —Por favor, para mí es muy importante –deslizó Lourdes.

      —¿Por qué yo?

      —No entiendo.

      —¿Por qué me lo pedís a mí? Me dijiste que tenés gente para todo. Gente que te hace los trámites, gente que te lleva y trae cosas.

      —Es muy personal. Prefiero que la gente que trabaja conmigo no se entere. Si hace falta algo más…

      —¿Qué te creés que soy? ¿Un mercenario?

      —Perdón, no quise ofenderte.

      —Dos lucas está bien. Tengo que laburar un día y medio para ganar eso. Si puedo hacerlo en un par de horitas, a mí me cierra.

      —Gracias.

      —¿A dónde nos vemos para que me des la guita del rescate?

      Capítulo 7

      Raúl, el padre de Toto, finalmente la pegó. Si el éxito se midiera en términos económicos, tuvo mucho éxito.

      Entre tantos cursos, había hecho uno de psicólogo social. Le dio un título dudoso que él, de cualquier manera, supo explotar.

      Consiguió como clientes, en primera instancia, dos escuelas secundarias de la peor reputación. Esos colegios privados donde caen los repetidores o los chicos con severos problemas de conducta. Lo contrataron como especialista en orientación vocacional y Raúl, luego de hacerles a los alumnos una cantidad de cuestionarios y pruebas, entregaba informes donde les recomendaba estudiar las carreras que estaban de moda.

      Una cosa llevó a la otra y de pronto se encontró trabajando para un puñado de universidades. El negocio estaba en aconsejar a los jóvenes inscribirse en carreras nuevas que les interesaba promocionar a estas instituciones.

      Al poco tiempo, Raúl inauguró su propia consultora y pasó a otros ámbitos aún más lucrativos. Se convirtió en gurú en temas de liderazgo, neuromarketing y administración o gestión del tiempo. Daba conferencias a los gerentes de las principales empresas del país. Lo que nadie sabía era que los jefes de capacitación de estas firmas le pagaban generosos honorarios a cambio de que él les reintegrara un porcentaje que oscilaba entre el 20 y el 30 por ciento de la facturación. Un acto de corrupción entre particulares que pagaban los consumidores cuando compraban los productos de dichas compañías.

      Tomás se sentía asqueado cada vez que escuchaba a Raúl hablando de estas cuestiones. El padre no tenía mejor idea que negociar los acuerdos desde su casa, delante del hijo.

      Al principio no entendía mucho pero,

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