Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero
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Aunque, pensándolo bien, el hecho de que los padres la colmaran de regalos, niñeras y profesores para cubrir culpas, ausencias y trabajo en exceso también era una forma de abandono. El hecho de que la controlaran todo el tiempo, hasta con un chofer que cumplía el rol de detective, era producto de la falta de confianza. Y la falta de confianza era, a su vez, producto del poco tiempo que compartían con su hija.
Lula nació y se crió en una burbuja: barrio cerrado en la Zona Norte del Gran Buenos Aires, colegio privado, vida al aire libre en un entorno de calles seguras, bici, rollers, hockey, natación, gimnasia artística, Inglés, clases de pintura y canto, pero siempre entre muros. Entre alambrados y cercos electrificados. Entre custodios. Entre barreras que se levantaban amablemente para ella, pero se cerraban ante cualquier desconocido.
Así creció Lula, permitiendo el acceso a todo aquello que le resultara familiar y clausurándolo frente a todo lo extraño. Replicó el modo de vida que llevaba su familia.
Pero entonces se produjo el terremoto.
Cuando Lourdes cumplió doce años, los padres decidieron mudarse a Palermo por cuestiones de trabajo. Conservaron la casa de Zona Norte como refugio de fin de semana, aunque comenzaron a ir cada vez menos, porque quedaba a cincuenta kilómetros.
Cada uno por su lado, el padre y la madre se iban de la casa a las siete de la mañana y volvían a las nueve o diez de la noche. La jornada laboral o los compromisos sociales se convirtieron en su prioridad.
A Lula la gran ciudad la abrumaba. No la entendía. Sentía miedo. Sentía terror de algo tan simple como cruzar una calle. El ruido le molestaba, lo mismo que el malhumor, los gritos, los modales groseros. Pasó de vivir en contacto con el sol, el aire, la lluvia y los bellos jardines a estar encerrada. Iba de casa al colegio y del colegio a casa. A danza, a canto, a tela, a Francés y nada más. Siempre acompañada por una empleada y por el celular con los audios de la madre; ni siquiera tenía tiempo para escribirle, prefería lo más rápido, los mensajitos de voz. Con eso la controlaba. La teledirigía. La manejaba como si el teléfono fuera un joystick de la consola de juegos.
La mudanza, para peor, le quitó todas las amigas. Las promesas de seguir vinculadas con las chicas del barrio cerrado –pronunciadas entre lágrimas– no se cumplieron. La conexión se perdió con la alteración de rutinas y la pérdida de la charla cotidiana y de esa cercanía que facilitaba cruzarse de una casa a la otra sin necesidad de caminar más de cincuenta o cien metros.
En Buenos Aires, Lourdes tenía una única amiga. Se llamaba Corina. Cori. Era su compañera de banco desde el primer día en el colegio secundario, un privado religioso donde los cursos seguían divididos. Varones por un lado, mujeres por otro.
La vida de Lula transcurrió aburrida, temerosa y oscura hasta que una tarde Cori le propuso un juego.
Capítulo 4
Ocurrió cuando las dos tenían 15 años. Más preci-samente, al final de la temporada de cumpleaños de 15, que las había dejado agotadas y asqueadas de ver cómo se repetían aquellos rituales espantosos.
Con variantes, todos los cumpleaños parecían una copia del anterior, pero recargados, con más artistas, mejor comida, mayor despliegue de música, luces y efectos especiales, mesas dulces desbordantes y cotillón de calidad creciente. Porque las chicas del colegio privado Gregorian, y sus familias, competían por ver quién daba la fiesta más memorable.
“¡Puaj!”, decían Lula y Corina mientras criticaban a los presentes, sin reparar en que ellas no desentonaban dentro del conjunto. No se vestían con harapos. Tenían vestidos, calzado y accesorios tanto o más caros que los de sus compañeras.
Sus personalidades eran complementarias y eso resultaba bueno para sobrevivir a la adolescencia. Cada una, sola, sentía que valía poco. En cambio, cuando se apoyaban como si la otra fuese una muleta, las dos explotaban. Se transformaban. Por momentos parecían chicas avasallantes.
Usaban ese poder para defenderse, para marcar territorio, para decir “hasta acá llegaste”, cuando alguna compañera se pasaba de la raya buscando pelea.
Lo que más anhelaban era pasar inadvertidas. Que nadie se fijara en ellas. Por eso su deporte favorito durante aquel año fue sentarse en un rincón en las celebraciones de 15 y criticar.
Coincidieron en que no querían fiestas para ellas. Se morían de miedo y vergüenza ante la idea de enfrentar, como protagonistas, la entrada triunfal en el salón, el baile, los discursos, el hecho de que las revolearan por el aire durante el carnaval carioca. Aborrecían ser el centro de atención.
El asunto fue que la temporada de cumples estaba terminando y las amigas tenían, como recuerdo, una cantidad de máscaras y antifaces sofisticados, con brillos dorados, plumas y piedras. Era el cotillón que se repartía entre las tandas de baile y ellas, por alguna razón, lo habían guardado. Los antifaces les permitían jugar a ser otras. Se los ponían para bailar, cantar, sacarse fotos, filmarse.
En determinado momento, Lourdes –amparada por la protección que le daba la máscara– comenzó a cantar de una manera inusitada, proyectando su voz, alcanzando graves y agudos que nunca, en las clases, había conseguido.
Cori quedó maravillada con la íntima, secreta y deslumbrante actuación que estaba entregando Lula. La emoción no la petrificó. Agarró el teléfono y empezó a grabar.
Cuando Lourdes terminó, Cori se le tiró encima, casi llorando. La aplaudió, la abrazó, la besó y le dijo:
—Tenemos que subir esto a Internet.
—¡Pará! ¡Mis viejos me matan si me ven cantando en YouTube! –reaccionó Lourdes.
—No tienen por qué enterarse –se justificó Cori y le mostró la filmación–. Fijate, nadie te reconoce.
—¡Yo me reconozco! Y ellos, con lo paranoicos que son, también se van a dar cuenta. Alguien les va a avisar. No quiero.
—Pero…
—¡Pero no, Cori, entendelo! Mis viejos me rompen con que no suba información personal, ni fotos que muestren dónde estoy, a dónde voy, dónde queda mi casa, cuál es mi colegio, nada. No me dejan hacer nada.
—Ese es el problema, amiga.
—Bueno, ya sabés cómo son las cosas. Además, ¿por qué subiría un video?
—Porque cantaste como los dioses, Lula.
—¿En serio? ¿Para tanto?
—¿No te diste cuenta? Estás a la altura de Ariana Grande. ¿Sos sorda?
—A ver…
Recién entonces, Lourdes accedió a ver y escuchar el video y quedó impactada. Igual, trató de justificarse:
—En el celular cualquier cosa suena bien. Zafa. Habría que ver en un buen equipo.
Corina hizo las conexiones y en cuestión de segundos la voz de Lula salió por unos parlantes de excelente calidad que tenía en su cuarto. Estaban en la casa de Cori.
—¡Uau!