Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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de Carpentier, que atraviesan cañaverales donde los cubanos jugarían béisbol, y después siguió hablando de béisbol un rato más y después se despidió.

      Yo terminé esas nueve semanas conflictuada por el hecho de que la voz (mi voz (en los sueños)) nunca defendió mi hipótesis de que se tratara de una autora mujer y también porque la voz parecía abrigar una fobia antiamericana que yo no compartía. Le conté a Clay mi desventura y él pareció obviarme pero al rato, cuando le resumí lo que la voz había dicho en el noveno sueño, se alegró y dijo que él tenía una zampoña y se perdió por el arco que une (o divide) las dos salas. Subió y bajó la escalera y regresó del laboratorio con la zampoña y un charango con cuerpo de armadillo que tocamos el resto de la noche, a pesar de que ninguno sabía qué hacer con ellos. Cuando Clay cantó Turn on Your Love Light (a las tres o cuatro de la mañana del noveno jueves, en el jardín de las rotondas de piedra, donde cada uno se puso a bailar a un ritmo diferente, una especie de ronda de a dos en la que participaron las ánimas del cementerio), miré a Clay y le encontré un vago parecido con Jerry García.

      Para entonces ya no teníamos solo nueve novelas, sino muchas más, porque siguieron llegando, pero el ciclo de conferencias de la voz se cerró en esa fecha.

      Clay aceptó una invitación para dar una charla en Santiago y a mediados del año siguiente viajó a Chile, decidido a buscar a Miroslav Valsorim. En la Universidad Católica dio una conferencia sobre el lugar que ocupaban las aves en la cultura mapuche en comparación con el lugar que ocupaban en la cultura guaraní. Como solía ocurrir cuando Clay hablaba ante académicos latinoamericanos, los biólogos y los ornitólogos pensaron que eran paparruchas y que sonaban sospechosamente antropológicas, mientras que los científicos sociales pensaron que era un palabreo bobalicón y que la relación entre los mapuches y las aves se podía explicar contemplando una cazuela mapuche de pollo con locro. Nada de eso dejaron traslucir en el ágape que vino después (en el que, sin embargo, le recomendaron a Clay una cazuela mapuche), ni en las salidas y los paseos de las siguientes cuatro noches. Durante las mañanas y hasta entradas las tardes, Clay acudió a la Biblioteca Nacional de Santiago. Se zambulló en archipiélagos de manuscritos y legajos a la deriva y consiguió rescatar más de un documento crucial para su libro sobre Karl Hermann Konrad Burmeister.

      En su última noche en Santiago, llamó a Miroslav Valsorim para decirle que al día siguiente estaría allá y confirmar por enésima vez la dirección. Al día siguiente, apenas si se detuvo en el hotel de Valparaíso para dejar el equipaje. Ni siquiera subió a su habitación: en la recepción pidió que le consiguieran transporte y un portero lo embarcó en un taxi que lo dejó en la esquina de la calle Simón Bolívar y la avenida Brasil. El taxista le dijo que desde ahí tendría que seguir a pie porque la empresa de agua había roto la pista.

      –Culpa de Allende –dijo.

      Clay caminó a lo largo de la calle Simón Bolívar. Recordó los arbolitos. Recuperó el aroma del otoño (aunque era primavera). Anticipó la aparición de la casa verde olivo en el número 298. La casa, sin embargo, era color ladrillo y en ella no había ninguna librería. Interrogó a un barrendero, a un vendedor de golosinas y a una señora que salió del edificio contiguo a pasear un chihuahua. Los tres le dijeron que no, que ahí no había una librería y que no había ninguna librería en esa calle, pero que no perdía nada caminándola toda y preguntando más allá, que tal vez le habían dado mal el número y que de todas maneras la calle era corta.

      Clay recorrió la Simón Bolívar, desde la avenida Brasil hasta la avenida Colón, donde la calle se curvaba y se convertía en la avenida Hontaneda. Primero caminó desde la cuadra 2 hasta la 6, luego desde la 6 hasta la 1, luego de la 1 a la 6 y por último de la 6 a la 2 y nuevamente se detuvo ante el número 298, que era una esquina. Se quedó observando la fachada. Estaba seguro de que era la misma casa en la que hacía diez años funcionaba la librería. Se recordó entrando con su esposa y sus hijos, hablando con la mujer bosnia (¿Vida Maneva?) y comprando un libro de Mansilla.

      En eso pasó una señora muy vieja en bata y pantuflas, a la que Clay le preguntó desde cuándo vivía en ese vecindario.

      –Uy, desde antes –dijo la señora.

      Le preguntó si recordaba una librería llamada Armas Antárticas. La señora le dijo que por supuesto, que la propietaria era una yugoslava pero que eso fue hace mucho tiempo y que hacía muchos años ahí ya no había ninguna librería. Clay se sintió burlado. Tomó un taxi de regreso al hotel y llamó al número de siempre y le contestó Miroslav Valsorim, quien, después de escuchar sus quejas, le dijo que qué raro, porque él estaba ahí, en su librería, y que lo esperaba con alegría y ansiedad. Clay le preguntó si era algún tipo de broma enferma. Miroslav Valsorim pareció, más que ofenderse, apenarse, y le dijo que tratara de nuevo, lo que a Clay le resultó irritante, aunque Clay jamás se irritaba, pero luego pensó: «Tal vez es un pobre loco que sigue viviendo en esa casa aunque ya no haya librería, tal vez su librería quebró hace años y él sigue sentado allá adentro». Se dio cuenta de que en ningún momento había tocado a la puerta. Dijo que iba a volver, que lo esperara.

      –Qué más hago que no sea esperar –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay tomó otro taxi que lo dejó una vez más a dos cuadras, en la esquina de la Brasil. Caminó hasta el número 298 y llamó a la puerta. Le abrió un panzón en bividí a quien le preguntó si conocía una librería llamada Armas Antárticas («No», dijo el panzón), si conocía a un hombre llamado Miroslav Valsorim («¿Mirosqué?», dijo el panzón), y si había algún bosnio que viviera en esa casa o en los alrededores («No sé qué es bosnio», dijo el panzón). Después dijo que en esa casa solo vivían él y su hijo de quince años y su suegra de setentaidós porque su esposa había muerto dando a luz. Clay pensó en irse pero luego le pidió al panzón que le prestara el teléfono.

      Marcó el número y le pareció escuchar un timbre que sonaba a lo lejos, aunque de inmediato tuvo la sensación de que no sonaba lejos sino muy bajito pero casi ahí mismo, en esa sala de sillones enmicados y mesitas de triplay, solo que un poquito más allá, al otro extremo de la sala.

      Al rato contestó Miroslav Valsorim y le dijo que qué pasaba, que lo seguía esperando. Clay le dijo que en ese preciso instante estaba en el número 298 de la calle Simón Bolívar, entre Brasil y Colón.

      –No puede ser –dijo Miroslav Valsorim–: ahí estoy yo.

      A Clay le pareció escuchar la misma frase repetida a pocos metros.

      Le pidió que describiera el edificio.

      –De dos pisos, en plena esquina, con un balconcito arriba de la puerta principal –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay le pidió que le dijera cómo era la casa de en frente.

      –Hay tres –dijo Miroslav Valsorim.

      –La que está en la esquina opuesta –dijo Clay, asomando por la ventana hacia la calle.

      –Es gris, tiene dos arbustos mochados a los lados del parqueo y un caminito de piedras –dijo Miroslav Valsorim.

      –¿Cómo es el quiosco de la esquina? –preguntó Clay.

      –No hay –dijo el bosnio–. Solo hay un quiosco a mitad de la calle.

      Clay preguntó cómo se llamaba el restaurante que estaba cuatro puertas más abajo.

      –Pizzería La Favorita –dijo el otro.

      Clay preguntó si había alguien caminando por la vereda al otro lado de la pista.

      –Déjeme

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