Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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minuto después el bosnio retomó el auricular y dijo que había un niño.

      –Hm –dijo Clay.

      Pero cada vez que Miroslav Valsorim hablaba, Clay lo escuchaba dos veces: la primera en el auricular y la segunda, muy tenue, como esfuminada o borrosa, al fondo de la sala. El panzón, mientras tanto, lo miraba impertérrito. Clay le preguntó a Miroslav Valsorim por qué le estaba haciendo eso y el bosnio le dijo que nadie le estaba haciendo nada.

      El panzón se metió por una puerta y Clay caminó tras él: asomó la cabeza y vio que detrás del muro del fondo había una anciana dormida en un sofá y un muchachito que miraba un televisor apagado. Regresó y encontró al panzón hablando por teléfono.

      –No, no se ha ido. Acá está, se lo paso –escuchó.

      Cogió el auricular y murmuró cualquier cosa.

      –Serénate –le dijo Miroslav Valsorim–. Algo raro está sucediendo pero no soy yo, no es mi culpa.

      Clay escuchó eso en el aparato y segundos después lo escuchó al fondo de la habitación y supo que era verdad, aunque prefirió no pensar cómo podía ser verdad. Sintió pena. Le preguntó a Miroslav Valsorim si había leído el manuscrito que le envió y si lo reconocía. El bosnio le respondió que no había recibido nada. Hablaron vaguedades y la conversación se fue evaporando.

      Minutos después, Clay se despidió y Miroslav Valsorim le dijo:

      –Ya, está bien, otro día hablamos, no importa, no te mortifiques, estas cosas pasan.

      Colgaron. Clay permaneció un momento mirando la sala. Recordó la forma de la librería en 1962. La distribución de los anaqueles, el corredor, el escritorio junto a la caja registradora, que estaba donde hace un rato escuchó el timbre y la voz duplicada de su amigo bosnio. «¿Amigo?», se preguntó. De inmediato le pareció natural llamarlo así. Recordó el olor de las polillas, el vaivén de la puerta, la quietud de páginas entre páginas, el planisferio, la tranquila soledad del camino a la trastienda. Le preguntó al panzón si en esa casa penaban.

      –No –dijo el panzón–. En esta casa damos pena, que es otra cosa.

      Al día siguiente Clay regresó a Santiago y dos noches después tomó su vuelo a Maine, vía Nueva York.

      A partir de noviembre los manuscritos comenzaron a llegar nuevamente, a un ritmo febril, con más frecuencia que antes. En total fueron ciento treintaicinco novelas. La amistad telefónica entre Clay y Miroslav Valsorim, lejos de mermar por el incidente del viaje, creció con el tiempo. Clay nunca más hizo el intento de verlo en persona y solo rara vez le comentaba algo acerca de los manuscritos. De vez en cuando, hablaban de lo que había pasado cuando quisieron verse en Valparaíso. Jocosamente, se referían al incidente como «nuestro pequeño desencuentro». En cierta forma, la relación entre ellos duró más allá de lo humano, o más allá de lo terrestre, o de lo terrenal, es decir, se coló en el terreno de lo ultraterreno, si me permites el calambur, porque el último manuscrito llegó a esta casa en mayo de 1983, dos años después de la muerte de Clay.

      Cuando llamaron a John Atanasio a declarar en su juicio, le pedí a Clay que me acompañara a la audiencia. Iban dos días consecutivos de nevada, de modo que el viaje a New Hampshire duró tres horas en lugar de una. En la frontera interestatal vimos un camión vuelto de lado en una zanja en la orilla del camino y a un grupo de bomberos y policías que discutían cómo sacar a un alce muerto de la carretera. Clay bajó la ventanilla.

      –Primero lo tienen que cortar en pedacitos –dijo.

      Los policías lo miraron.

      –Yo tengo hachas, si necesitan –dijo Clay.

      Un bombero dijo:

      –Nosotros también.

      Seguimos nuestro camino.

      En la audiencia, John Atanasio aceptó todas sus culpas pero también dijo no tener idea del paradero de su hijo Chuck ni el de su hermana Lucy. Extrañamente, parecía preocuparle el hecho de que los miembros del jurado vieran las películas incautadas por el fbi, dado que, según dijo, estaban sin editar y no representaban el verdadero nivel de su obra como cineasta. Después habló largamente sobre la historia de la pornografía y en algún momento dijo que la pornografía moderna se había inventado en Argentina. No dijo en qué basaba su afirmación, que a mí se me quedó dando vueltas en la cabeza por años.

      A veces, en la escuela, no solo al principio sino también en los años siguientes, George se apartaba de todo y miraba por la ventana largo rato y a mí obviamente me daban ganas de llorar. Miraba, primero, como si afuera no hubiera nada y él tuviera que esperar que el mundo exterior se fuera dibujando detrás del vidrio. Después lo calcaba desde adentro con el índice, trazando en la ventana las siluetas de las cosas que iban apareciendo afuera. Las ramas esqueléticas del invierno, la dentadura de colmillos de hielo en el borde de los tejados; el patio y el jardín, blancos como un salar.

      Otras veces trataba de dibujar pájaros en pleno vuelo.

      Algunas tardes llevaba a la clase una cámara y tomaba fotos de ángulos del mobiliario o de huellas extraviadas en esa estepa inhóspita en la que se transformaba el campo de fútbol durante el invierno. Rastros que se perdían entre las cabañas de la escuela o cruzaban la calle. A veces no había huellas y él salía a caminar por la nieve y se iba lejos, hasta desaparecer. Al rato entraba por la puerta de atrás y tomaba la foto de sus huellas en la nieve, que era como la foto de él mismo después de irse. No siempre usaba la misma cámara. Cada vez que se entretenía tomando fotos, usaba una distinta. Le pregunté de dónde sacaba tantas y me dijo que su papá tenía una colección. Le pedí que un día me mostrara las fotos que tomaba.

      –Las cámaras de mi papá no tienen rollo –dijo.

      Dijo que su padre coleccionaba cosas. Le pregunté qué cosas. Dijo que coleccionaba cajas con huecos que dibujaban sombras. Pin-holes. Proyectores. Cámaras que imprimían sobre vidrios: daguerrotipos, calotipos. Las más viejas no funcionaban. Las nuevas sí funcionaban pero no tenían rollo. Su padre no compraba rollos. Dijo que esa no era su única colección. También coleccionaba tijeras. Tijeras de toda forma y tamaño, algunas viejísimas. Las tenía cerradas y pegadas con cinta adhesiva, para que nadie se cortara un dedo de casualidad. Cerradas parecían cuchillos, dijo. Todo el sótano estaba lleno de tijeras. Cuando su padre bajaba la escalera sonaban las tijeras. Y relojes de pared, todas las paredes del primer piso estaban cubiertas de relojes. Ninguno funcionaba. No le gustaba que funcionaran. Todos marcaban horas precisas, dijo.

      –Las siete en punto, las ocho en punto, las tres en punto, a eso me refiero.

      También coleccionaba planos de edificios. Pero edificios que por arriba eran chiquitos y por abajo eran enormes. Edificios pequeños con subterráneos inmensos. Unos eran círculos con doce brazos, como relojes, pero eso era por debajo de la tierra, porque arriba de la tierra eran como una casita cualquiera, como su casa, por ejemplo. Algunos de esos planos los recibía por correo, otros los compraba, otros los hacía. Se pasaba horas dibujando planos y leyendo. Tenía muchísimos libros. La colección que más le gustaba era esa, la de libros. Libros de poesía. Esa colección estaba en el ático del garaje, en anaqueles cerrados con puertas de vidrio, puertas corredizas. Los libros de poesía siempre estaban bajo llave. Su padre no quería que nadie los tocara.

      –Como si fueran tijeras.

      El padre decía que la poesía no era cosa de niños. Se encerraba

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