Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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Dos almas tímidas) y pensó que la vida podía continuar, a nuestro propio riesgo y con ojo avizor. Vio películas de Hans Richter y pensó que no las había visto. Vio películas de Jean Cocteau y German Dulac y Viking Eggeling y pensó que las de Cocteau eran insuperables, las de Dulac las superaban y las de Eggeling representaban o bien un paso atrás o bien un salto al vacío. Vio películas de Dudley Murphy y decidió que el cine no era para él y cayó en una profunda depresión. Cuando se le pasó, vio películas de John Grierson y pensó que eran películas de Alberto Cavalcanti. Entonces volvió a ver las películas de Alberto Cavalcanti y pensó que no se parecían a nada que hubiera visto jamás. Vio películas de Walter Ruttmann y pensó que Walter Ruttmann era él. Vio dieciocho películas de Dziga Vertov y después descubrió que Dziga Vertov solo había filmado diecisiete. Vio películas de Oskar Fischinger y pensó en dejarlo todo y huir de Maine con la colección de tijeras de su padre. Pero de inmediato vio películas de los impresionistas franceses –Abel Gance, Jean Epstein, Marcel L’Herbier– y pensó en mí y me preguntó qué hacía yo viviendo en un lugar como ese y me llevó a la biblioteca y me mostró una película de Marcel L’Herbier (Lo inhumano) y le di la razón. Vio películas de los letristas, de Isidore Isou, por ejemplo, y pensó que el cine era una extensión de la poesía, o quizás viceversa. Vio un cortometraje de Guy Debord y pensó que el cine debía cesar por completo pero a la semana siguiente vio películas de Dimitri Kirsanoff y dejó de pensar y quiso hacer él mismo sus propias películas y pasó semanas maquinando cómo, tramando historias, presintiendo desenlaces, evocando personajes, reduciéndolos a objetos y formas. Al final siempre pensaba en formas. Decía que cada emoción, en una película, debía cobrar una forma más o menos definida, o una forma abstrusa, pero que al fin y al cabo fuera comprensible con los ojos: el odio, la incomodidad, la depresión, la soledad: tenían formas. Él quería descubrirlas.

      –¿Cuándo comienzas tu carrera de cineasta? –le pregunté esa tarde en el hospital.

      Dijo que primero se había puesto de malhumor pensando en la plata que le faltaba para comprar una Súper 8 y que después había pensado en las cámaras de su padre, que no tenían rollos pero funcionaban, y que por último había tenido una revelación, cuando se dio cuenta de que, entre esas cámaras, había algunas que eran como las que usaron los vanguardistas en los años veinte y en los años treinta, y que ahora estaba elucubrando cómo conseguir rollos tan antiguos. Sin hacer una pausa me habló de Dimitri Kirsanoff. Dijo que, después de su inmersión en la vanguardia, se dio cuenta de que el cine de verdad había comenzado en 1926, con un mediometraje de 37 minutos hecho en París por ese genio estonio, así dijo, ese genio estonio-ruso llamado Dimitri Kirsanoff, un impresionista, me explicó, que al principio no era cineasta sino un músico que tocaba el cello en teatros donde se proyectaban películas ajenas, hasta que comenzó a hacer las suyas, y la primera que hizo fue la primera película en la historia del cine, dijo George, al menos la primera que valía la pena llamar así. Su título era Ménilmontant.

      Estaba por contarme el argumento cuando llegaron los padres del otro niño y me fui un rato con ellos a explicarles lo que había pasado (me dijeron que su hijo tenía leves bajas de presión de vez en cuando, que no era grave. Me agradecieron y me fui). Cuando salí, George me esperaba sentado sobre el capó de la Volvo, mirando el hospital, con una libreta sobre las piernas. A lo lejos me pareció que estaba dibujando la fachada del edificio pero cuando estuve cerca me di cuenta de que tomaba notas.

      –¿Para qué? –le pregunté.

      –El hospital tiene solo dos pisos, pero tiene tres sótanos –dijo.

      –¿Y qué hay con eso?

      –Le puede interesar a mi papá.

      Su padre estaba en Bolivia desde hacía meses. George le escribía cartas a diario. A mí, ya te imaginas, escucharle eso hizo que se me vinieran las lágrimas a los ojos. Tuve que fingir que una basurilla se me había metido a ambos. Para disimular me subí al carro y le pregunté si quería que pasáramos a recoger a Hilda: podíamos cenar juntos en mi casa. Me dijo que Hilda estaba en cama y que mejor lo dejara con ella, para cuidarla. Hicimos el viaje en silencio. Contamos dos ardillas atropelladas y un mapache atropellado y una gaviota atropellada y llegamos.

      Cuando detuve la camioneta para que bajara, dijo que el estonio Kirsanoff nació en 1899 y a principios de los años veinte se estableció en Francia, casado con una actriz rusa que salía en películas de Jean Renoir. (Lo último lo dijo con un gesto en el que convivieron el desprecio y la incertidumbre. A George, Jean Renoir le parecía un mequetrefe).

      –Kirsanoff nunca volvió a su tierra –dijo.

      (George tenía una teoría –no recuerdo si ya entonces o después– según la cual los mejores cineastas del mundo eran migrantes, gente que hacía sus películas en un país extraño. Decía que eso funcionaba como regla general pero que si el país de llegada era Estados Unidos todo podía terminar en desastre. También creía que los cineastas americanos debían huir a otro lugar. A veces lo decía en general sobre todos los americanos, fueran cineastas o no. Otras veces decía que todos los cineastas eran suicidas y que filmar una película era como hacerse un tajo en las venas, en la muñeca, tajos transversales, que cicatrizaban rápido, hasta que un día un cineasta hacía una película que era como un tajo longitudinal, uno que le cortaba una vena entera, a lo largo, y que esa era su obra maestra, y por lo tanto su muerte, y todo lo que hacía después lo hacía su fantasma. ¿Puedes imaginar a un chico de esa edad diciendo esas cosas?).

      Puso un pie afuera de la Volvo y me señaló el ático del garaje.

      –Ahí están los libros de poesía –sonrió sin alegría–. Y las cámaras.

      Cada vez que yo veía esa casa pensaba en faros parpadeantes y ambulancias (aunque tal vez eso también comenzó después). El garaje era mucho más viejo que el resto del edificio y la única ventana circular tenía una reja sobrepuesta. Un árbol retorcido se inclinaba sobre el tejado y en la hendidura de un alón roto, sobre las puertas levadizas, había caído, desde alguna rama, un nido de ardillas. La imagen del nido desbaratado me produjo ansiedad.

      Le dije que quizás Clay y yo podíamos ver un modo de conseguir rollos para esas cámaras antiguas, que tal vez Steve Steinberg supiera cómo.

      –No perdemos nada con preguntar –dije.

      Metió medio cuerpo por la ventana y me dio un beso. Lo vi disolverse en el caminito entre el garaje y la puerta falsa. Llevaba la libreta en una mano y a la espalda una mochila que era de su padre. George empezó a usarla en esa época y parecía más grande que él, lo que quiere decir que debía ser muy grande, porque George, a los trece años, era mucho más alto que yo. Ya no parecía un niño desolado, sino un adulto desolado.

      A principios del verano siguiente, Clay viajó a dar una charla en Guadalajara (sobre los caballos fósiles de la pampa argentina descritos por Karl Hermann Konrad Burmeister en el catálogo de una exposición de 1876, fósiles que, sospechaba Clay, podían ser una falsificación involuntaria). El aeropuerto de Portland me hizo pensar en un set cinematográfico, más específicamente, en el escenario de un western italiano. Eso me llevó a preguntarme, de manera más o menos arbitraria, si estábamos más cerca de Italia que del Lejano Oeste. (Respuesta: no. Portland, Maine, está a cuatro mil dieciséis millas de Roma y a dos mil seiscientas millas de, por ejemplo, San Diego, California. Sin embargo, Maine está más cerca de México d. f. que de San Diego, cosa que merece una reflexión). La sensación de encontrarme de pronto en un pueblito de película de vaqueros, por cierto, no era menos arbitraria que mi pregunta, y resultaba a todas luces incomprensible, dado que el aeropuerto de Portland no guarda, ni guardaba en esos años, ninguna similitud con un pueblo del Lejano Oeste, ni con un pueblo del Lejano Oeste en una película, digamos, de Sergio Leone, es decir, en un spaghetti western. Pero

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