Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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de copa. No que hubiera enterradores ni pistoleros, entiéndeme, sino que los señores de saco y corbata y los guachimanes –¿esa palabra, existe?–, los cuidadores o vigilantes del aeropuerto de Portland, y los viejecitos y las viejecitas que esperaban ante el mostrador boleto en mano, me pareció en ese momento, debían sin duda compartir parcialmente un mismo Weltanschauung con los personajes de una película de Sergio Leone o Damiano Damiani o Demofilo Fidani o el malogrado Manolo Mela, etc., menciono ejemplos al azar. La impresión se deshizo rápidamente, por otro lado, cuando brotó de una puerta el policía gordo, quien de ningún modo podía figurar en un spaghetti western, y que, según nos explicó, en ese momento volvía de Washington d. c., donde había estado de visita un fin de semana y algo más. Esperamos a que partiera el avión de Clay y llevé al gordo de regreso a Brunswick. En el camino le pregunté qué amigos tenía en Washington d. c.

      –Ningún amigo –dijo.

      –¿Y qué hacía allá?

      –Matando el tiempo –dijo.

      Me contó que finalmente Lucy Atanasio había conseguido un empleo decente en Maryland y se había mudado a Baltimore.

      –¿Y Larry? –pregunté.

      –En el manicomio.

      –¿En Maryland?

      –No, donde siempre.

      Esa noche la pasé componiendo máquinas obsoletas en el laboratorio de Clay. No aquí en el estudio del jardín, sino en su laboratorio, arriba, en el segundo piso, al final del corredor, junto al dormitorio en el que nunca llegamos a dormir, y al que nunca entré (aunque en algunas ocasiones, como esa, al caminar por el pasillo, colocaba una oreja sobre la puerta, como si la puerta fuera una radio y yo estuviera en un refugio esperando un bombardeo, de cuclillas y concentrada en la voz de una radio a transistores). En verdad, yo no componía las máquinas: había un cajón de madera con decenas de piezas sueltas y a mí, cada cierto tiempo, sobre todo cuando Clay se iba de viaje, me entraba la idea de que todas las piezas correspondían a una misma máquina y trataba de reconstruirla. ¿Nunca te ha pasado? ¿Ver una serie de objetos y pensar que no son objetos sino partes de un objeto, y no poder dormir hasta descubrir qué objeto es? A mí me pasaba mucho. Ahora no tanto. Esa vez, cuando todas las piezas tomaron su lugar, el objeto fue un enano de anteojos con cuatro manos de uñas largas y desiguales, conectado a una batería que le hacía agitar las extremidades de manera espeluznante hasta que los dedos empezaban a caerse.

      De madrugada bajé a desayunar y después cogí el fólder número diecisiete en el archivo de las novelas incesantes y me fui al jardín. En la segunda rotonda de piedra pasé unos diez minutos. Pensé en Chuck y Lucy y después en Larry, encerrado en el manicomio. Me reacomodé en la tercera rotonda y respiré el aire del cementerio y luego de un rato abrí el fólder y empecé a leer. Las primeras cinco páginas eran la descripción del cuerpo de un hombre visto por fuera y por dentro. El narrador enumeraba órganos, venas, arterias, nervios y músculos y luego describía el penoso intento del hombre por ponerse de pie, penoso porque ponerse de pie le resultaba imposible, y en ese momento el hombre se preguntaba por qué y al rato se daba cuenta de que alguien le había robado el esqueleto.

      «Buen comienzo», pensé.

      Acto seguido se me impuso la idea de ir al manicomio a ver a Larry Atanasio, cosa que hice ese mismo día, después del almuerzo.

      Yo no lo había visto jamás pero solía imaginarlo solo y sintiéndose solo (porque nadie está más solo que una persona en una celda en un manicomio), aupado sobre una cama, con los pies grandes y las manos velludas, semicalvo y en bata, hablando con Dios y mirando la pared de una habitación muy pequeña en un edificio tan grande que la presencia de Larry dentro de él resultaría nimia y accidental, un edificio de ladrillos rojos en lo alto de una colina, dentro de un conjunto más grande de construcciones de ladrillos rojos y tejados negros en la verde colina, edificios de ladrillos rojos y tejados negros y ventanas ajenas en el verdor de la colina, ladrillos relucientes y tejados oscuros, con dos chimeneas en cada tejado y una buhardilla en cada edificio, con tres gabletes en cada pendiente de los siete tejados rojos, gabletes azules en buhardillas incoloras, y chimeneas grandes y entre ellas un poste de bronce con una gris veleta coronada por la figura de un gallo color gallo que esa tarde miraría (es un decir) al suroeste. En efecto, así era el manicomio, según comprobé al llegar. Mi atención se distrajo en un árbol grueso y no muy alto, casi un arbusto, con una copa redonda que parecía un afro. Pregunté qué árbol era ese. Una enfermera me dijo que parecía un manzano pero que era difícil saberlo porque nunca daba frutos. Me pidió que la siguiera hasta el edificio gemelo, cuya puerta se abrió sobre mí como unas fauces de lobo o de tigre dientes de sable, dejando paso a una puerta más pequeña, que también se abrió sobre mí y después se prolongó en un túnel largo y estrecho, como el hocico o acaso el esófago de un mapache o de una zarigüeya o de un osito lavador paraguayo, y tras unos minutos en los que me gobernó la sensación asombrosa de estar caminando por pasadizos en forma de X, la enfermera, cuyo nombre, me parece recordar, era Mary Waxton (yo siempre leo los gafetes, por si acaso), me dejó ante la puerta de la habitación de Larry Atanasio.

      En el cuartito, aupados sobre un catre, estaban los pies desmesurados, las manos peludas, la cabeza casi calva y los ojos abiertos de Larry Atanasio, fijos en la pared del fondo (intuí).

      –Hola, Luane –dijo. Él llamaba Luane a Lucy.

      Le expliqué que no me llamaba Luane, que yo era la esposa de Clayton Richards.

      –La esposa de Clay murió hace años –dijo.

      Pensé en decir que yo era la otra, pero me sonó mal y le dije mi nombre. Miraba la pared con tal concentración que sentí que lo estaba interrumpiendo y que debía esperar a que cambiara de postura antes de volver a abrir la boca. Al cabo de unos minutos me pidió que tomara asiento. Busqué una silla, que no encontré, y me senté en el borde de la cama. En el piso había un cenicero limpio, la tela de un paraguas sin arboladura y un par de zapatos demasiado chicos para ser suyos. Vi una repisa vacía. La habitación no tenía ventanas. Larry preguntó qué año era con el tono de quien pregunta la hora. Le dije que era el 23 de junio de 1976 y que eran las cuatro de la tarde.

      –No pasa el tiempo –se quejó–. Cada vez que pregunto es 1976.

      Quiso saber por qué estaba ahí. Le dije que Clay andaba de viaje y que, como Lucy estaba en Maryland, yo había pensado que a él no le vendría mal una visita, aunque fuera de una desconocida. Me preguntó quién era Lucy. Le recordé que Lucy era su hija.

      –Ah, Luane –dijo–. ¿Y qué tiene que ver Clay?

      –Clay viene a verte todos los jueves. Esta semana está en México. Por eso he venido yo.

      –¿Qué pasa en México? –dijo–. ¿Hay guerra?

      Le dije que Clay había viajado a Guadalajara a hablar sobre unos fósiles falsificados por un científico alemán en la pampa argentina.

      –No cambian –dijo Larry.

      –¿Los alemanes? –tanteé.

      –Los malditos mexicanos –dijo–. Siempre buscando guerra.

      Hablaba de espaldas a mí, mirando la pared. Yo le miraba la nuca y lo miraba mirar la pared. Estuvo un rato en silencio. Luego preguntó qué sabía Clay sobre fósiles falsificados. Le hablé del libro sobre Karl Hermann Konrad Burmeister. Me preguntó desde cuándo a Clay le interesaban esas cosas y por qué no estaba escribiendo un libro sobre pájaros. De inmediato me dijo que Clay no iba a verlo los jueves y que, de hecho,

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