Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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el siguiente le pregunté cuándo era la última vez que había visto a Clay.

      –Meses después de tu muerte –dijo.

      Le expliqué que yo era la segunda esposa de Clay.

      –Igual da –dijo–. Por esa época lo vi, después ya no. Ya nada más lo veo cuando me acuerdo de la guerra.

      Se agachó. Puso un pie en el piso. Tenía las uñas largas y un chichón en el empeine.

      –¿Cuándo te acuerdas de la guerra en Yugoslavia? –pregunté.

      –Sí –dijo–. Clay estuvo en mi patrulla en Yugoslavia. Ahí nos conocimos. Yo era sargento, él era soldado, tenía veinticuatro años. Eso fue en 1944. Yo era el jefe de la patrulla, sargento mayor, él era soldado raso y el jefe del pelotón era el teniente Atticus Johnson. Atticus Johnson murió cuando lo iban a castrar los nazis –dijo.

      –¿Un hombre se muere cuando lo castran? –pregunté.

      –Depende –dijo.

      Me quedé pensando en eso. Larry bajó el otro pie.

      –Pero Atticus Johnson no murió cuando lo castraron, sino cuando lo iban a castrar –dijo Larry, con tono enigmático–. Lo que implica otra clase de tragedia –estiró el cuello en dirección a la pared, pareció mirarla con detenimiento, aunque tal vez tenía los ojos cerrados: difícil decirlo.

      Después me dio la impresión de que miraba la pared como si fuera un espejo y desde ese momento empecé a cuidar mis gestos, con la sospecha de que Larry me veía.

      –¿Cómo es eso? –pregunté.

      –¿Cómo es qué?

      –¿Cómo es que se murió cuando lo iban a castrar?

      –La única forma de responder a tu pregunta sería contarte qué hacíamos nosotros en Yugoslavia en 1944, cuando todos saben que Estados Unidos nunca invadió Yugoslavia.

      –Yo se lo he preguntado a Clay un montón de veces pero siempre encuentra una manera de no responder –dije.

      –Pregúntale de nuevo ahora que estás muerta –dijo Larry. Rozó la pared con la nariz–. Siempre es más difícil no contarles a los muertos las cosas que quieren saber.

      Le expliqué que yo era la segunda esposa de Clay.

      –Igualdad –dijo. O algo semejante.

      Absurdamente, pensé en pedir la cuenta e irme. Volteé a buscar a un mozo pero vi a Larry que miraba la pared. Le pedí que me contara la historia de Atticus Johnson.

      –Ah, eso es realmente hilarante –dijo, pero no se rio.

      O tal vez sonrió pero cómo saberlo.

      Después me contó la historia. Habló de una misión secreta para rescatar las reliquias de una santa. Dijo que el pelotón estaba bajo el mando del teniente Atticus Johnson y se rio y levantó un pie y después levantó una mano y dejó de sonreír. Dijo que ya habían rescatado la reliquia de la santa y habían pasado dos veces por un pueblo habitado por niños armenios y fosas comunes y cuando estaban de regreso a la costa montenegrina durmieron una noche en otro pueblo no menos fantasmal. Clay está de guardia entremetido en el bosque y al volver ve luz en una de las casas, la casa donde se queda el teniente Atticus Johnson, la casa de una mujer que tiene tres hijas y donde (pero esto Clay no lo sabe) unos alemanes ebrios y embozados por la noche han aparecido hace unos minutos y han maniatado a la mujer y a las niñas y al teniente.

      Cuando está cerca, Clay ve la puerta entreabierta.

      Lo esconde la penumbra de la ruina superior.

      Empuña su ametralladora, que es una Johnson M1941.

      Se acerca a la ventana y mira adentro. Ve a los tres alemanes que ríen a vozarrones y se dan palmadas en la espalda y se contorsionan de manera histérica.

      Asoma un poco más y está seguro de que los alemanes se encuentran solos (no alcanza a ver a Atticus Johnson, que está tendido en el suelo, demasiado cerca de la ventana, fuera de la mirada de Clay. La mujer y las niñas están maniatadas en el piso, contra el muro al lado de la puerta, igualmente invisibles para Clay).

      Duda entre disparar o buscar al resto del pelotón. Un alemán se acerca a la ventana, produce un gorgorito flemático y escupe a través de un hueco en el vidrio roto.

      Clay piensa en los niños armenios y en una calle de Boston y recuerda la cara de una mujer en una librería en la que nunca ha estado y enristra la ametralladora y dispara por la ventana, con los ojos cerrados, veinte o treinta segundos.

      Después pone un pie bajo el marco de la puerta y sigue disparando en cualquier dirección y aprieta el gatillo hasta que no quedan balas.

      El resto del pelotón corre hacia la casita. Freedman toma a Clay del cuello. Larry Atanasio lo jala por la correa del casco y lo tumba al piso. Inocencio Márquez se arrodilla en su pecho y le dice

      –Tranquilo, ya pasó.

      Larry enciende una linterna, entra en la casa y ve ocho cadáveres: un alemán ensartado en el marco de la ventana con los ojos colgándole de las cuencas, otro en medio de la habitación con el cráneo abierto, una mujer con la boca destrozada, tres niñas deshechas, un tercer alemán tumbado de bruces con una raya diagonal de agujeros desde la cadera hasta la nuca, encima del teniente Atticus Johnson, que yace bocarriba y tiene tres hoyos en la cara, uno en el lugar de cada ojo y otro donde antes estaba la nariz.

      Cuando Inocencio Márquez arrima el cuerpo del alemán, Larry y Clay ven que Atticus Johnson está sin pantalones, con los calzoncillos en las rodillas, y que lo han castrado.

      No está muerto, pero muere segundos después. Con su último aliento dice:

      –Los hijos de puta querían castrarme –sonríe–. Llegaron tarde, hijos de Inocencio Márquez, Larry y Clay no entienden nada. Se acercan mucho y aproximan el tubo de luz de una linterna al bajo vientre del cadáver de Atticus Johnson y ven que la entrepierna no sangra y que la herida de la castración es tan vieja que ni siquiera parece tener cicatriz: apenas una equis de piel blancuzca y tirante, una herida que alguien le hizo no ahora ni hace poco sino hace muchos, muchos años.

      –¿Quién lo castró? –se pregunta Larry o se pregunta Clay, que voltea a mirar los otros cuerpos arrinconados.

      Pasa largo rato viendo a la mujer destruida y a las niñas en añicos.

      Se pregunta si será capaz de vivir con ese peso en la consciencia.

      Inocencio Márquez y Larry le dicen que no debe pensar lo peor y que tal vez la mujer y los niños ya estaban muertos antes de que él entrara, que tal vez los alemanes ya habían matado también al teniente Atticus Johnson para cuando Clay empezó a disparar.

      Todos saben que no es posible, pero eso dicen.

      Clay se pregunta qué hacer y se pregunta cómo vivirá a partir de ese día.

      Mira los cuerpos y piensa en el futuro. Tiene veinticuatro años. Tiene un bachillerato en biología. Quiere ser ornitólogo. Quiere tener una novia. Quiere viajar

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