Vivir abajo. Gustavo Faverón

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Vivir abajo - Gustavo Faverón Candaya Narrativa

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de una visión, Visitante profundo, Muerte por el tacto y La noche. Preguntó de dónde habían salido. Le pregunté si le habían llegado por correo desde el más allá. No le hizo gracia el comentario. Le di los libros a George y le conté que Jaime Saenz era boliviano, como su mamá. Cuando dijo que nunca había leído nada de Jaime Saenz, noté un resplandor en sus ojos y me desfiló por la mente una serie de adjetivos derivados de la palabra luna. Hilda dijo que Jaime Saenz era un loco, lo que me sobresaltó un tanto porque lo dijo en el instante preciso en que pasaba por mi mente el adjetivo lunático. George preguntó si podía llevarse los libros y miró a Clay, quien dijo que los libros no eran suyos. Yo le dije a George que por supuesto, que se los llevara. Los acompañamos al porche. George subió al carro de Hilda. El Citroën turquesa horadó la nieve como una polilla de hojalata. La noche, negra y redonda, parecía la cabeza de un cuervo y sobre la curva del camino brillaba la luna como su ojo tuerto. ¿Por qué estaba la luna en ese lugar?, pensé. ¿Por qué estaba en todas partes?, pensé. ¿Por qué estaba en cualquier parte?, pensé. Pero, ¿sabes qué pensé de verdad? Pensé que la luna que una veía en las ciudades no era la misma luna que una veía en lugares como este, en estos sitios que parecen llanos pero son precipicios. Nunca te dejes engañar por estos sitios. Después pensé que el problema no era la luna, sino la noche. La noche hacía que la luna pareciera diferente, la noche que estaba en todas partes, quebrada en trozos por todas partes, cada trozo con su propia luna, la noche bárbara, la noche natural, la noche esquizoide con los párpados abiertos. Miré hacia arriba y después entre los árboles y al cabo de un rato escuché que, a algunas millas de distancia, George abría un libro y empezaba a leerlo, en un punto arbitrario de la carretera. «Extrañamente la noche en la ciudad, la noche doméstica, la noche oscura: la noche que se cierne sobre el mundo: la noche que se duerme y que se sueña, y que se muere; la noche que se mira, no tiene que ver con la noche». Eso escuché. Lo juro. Pensé que la voz de George no parecía la voz de George y después pensé que debía ser su voz del futuro. (¿Pero cómo sería la voz de George en el futuro? ¿Cuál sería el futuro de ese muchacho desolado, de ese muchacho tan triste que incluso su entusiasmo e incluso sus pequeñas alegrías parecían formas de la desolación?). También pensé que era una noche bonita y que todo había salido bien y todo estaba bien y nada malo podía pasar. Seguí observando el cielo, la migración del cielo, ese arrojarse el cielo desde sus propias ventanas. De pronto ya no vi la luna. La busqué en todos lados. Más tarde reapareció pero en un sitio que me pareció injustificable. Yo igual me sentía en paz. O al menos tenía esa impresión. (¿Es lo mismo sentirse en paz que estar en paz? No es lo mismo. Solo es lo mismo cuando estás bien de la cabeza. O cuando estás mal de la cabeza. Recuerda eso). Cuando entré a la casa, Clay me preguntó qué me había pasado en la cara. No supe de qué hablaba. Me llevó al baño y me miré en el espejo pero no me vi: vi una cosa que flotaba detrás de mí como un pájaro infinito. Mientras Clay me pasaba un algodón por las heridas le pregunté si no había notado algo raro en el cielo esa noche y si le había gustado el pastel. Me preguntó qué pastel. Me pidió que me calmara, me dio unas pastillas, me ayudó a desvestirme en el estudio.

      JUEVES

      Una tarde, al final de la primavera de 1975, un niño se desmayó en mi clase de español. George me ayudó a llevarlo al hospital y esperó conmigo en la sala de emergencia hasta que llegaron los padres. Para ese tiempo, él iba a mi casa con frecuencia, algunas veces con Hilda, pero casi siempre solo. Tenía trece años y seguía llevando la cuenta de los libros de poesía que leía a espaldas de su padre, violando su enloquecida prohibición. Cada cierto tiempo me decía el número y yo no me lo podía creer.

      Esa vez dijo que ya iban quinientos cincuenta y cinco. También dijo que los mejores poetas de la lengua inglesa eran Edgar Lee Masters, Edgar Allan Poe y Edgar Albert Guest y que los mejores poetas en castellano eran el español Antonio Machado, el peruano César Vallejo y el mexicano Manuel Maples Arce. Ese último nombre me hizo mirarlo con resquemor. Le pregunté si había leído a Gilberto Owen y sacó su libreta y anotó el nombre mientras aclaraba que, cuando decía que esos eran los mejores, no quería decir que fueran sus favoritos, porque sus favoritos eran, en inglés, Robert Frost, Allen Ginsberg y Sylvia Plath, y, en español, Oliverio Girondo, Emilio Adolfo Westphalen y Jaime Saenz, cuyos libros había devorado en dos días tras llevárselos de la biblioteca de Clay. Dijo que los poemas de Girondo le parecían escritos en un pasado remoto, anterior al papel o por lo menos anterior a la imprenta o por lo menos anterior a la máquina de escribir, que los de Westphalen le parecían escritos en un presente perpetuo y sin embargo posterior al porvenir y los de Saenz, escritos a media tarde en el patio de un manicomio, excepto por La noche, que le parecía definitivamente escrito en el futuro.

      –Pero un futuro que se acerca a pasos agigantados –dijo.

      Para entonces, sin embargo, yo ya sabía (porque él de pronto se había vuelto locuaz, como ocurre con los chicos tímidos cuando llegan a cierta edad, y no paraba de hablar del tema) que su verdadera pasión no era la poesía, sino el cine. Te hablo de una época en la que no se podían comprar películas así nomás, no había formatos caseros, excepto las Súper 8, pero no había películas normales en Súper 8, no había películas por cable ni servicios domésticos, excepto uno que no llegaba a Maine. Ni siquiera había cineclubes en nuestra zona y el único cine del pueblo pasaba la misma película durante semanas y a veces meses y otras veces años (o al menos esa era mi impresión). Pero George, en sus incursiones en busca de lo prohibido (los libros de poesía), se había dado de bruces con un mundo más enigmático y más atractivo para él. Hasta entonces, veía las películas de la biblioteca pública de Brunswick, que tenía un catalejo más bien modesto de cintas que solo se podían ver en proyecciones programadas. Muchas veces Hilda, Clay y yo tuvimos que llenar un formulario, organizar una sesión, anunciarla y llevar espectadores solo para que George viera lo que quería. Pero luego descubrió el catálogo de películas del college (perdón, hace un rato dije catalejo queriendo decir catálogo), que era una cueva de las maravillas, singular e idiosincrásica, crecida a la diabla con las películas que los profesores hacían comprar para sus clases. Quien lo hacía con más frecuencia era un profesor del Departamento de Alemán, un jovencito judío de Nueva York llamado Steve Steinberg, flaquito de pelo prematuramente entrecano y anteojos de alambre (que tenía un novio semisecreto escondido en un departamento en Queens), hombre amable y jovial cuyos cursos, sin embargo, no eran ni amables ni joviales, porque se especializaba en cine de vanguardia y películas del Holocausto. George comenzó a fagocitar ese archivo en 1974, y gracias a esa forma suya, maniática, medio maniática, o más bien monomaniática de sumergirse en las cosas que lo atraían, para 1975 ya se había transformado en un incipiente connoisseur de las películas más raras que te puedas imaginar. (Aunque no tú. A ti, ahora que lo pienso, no te parecerán raras, porque tú sabes mucho de cine, tú eres profesor de cine). A mí me parecían raras y a decir verdad, en aquel tiempo, me parecían raras de oídas porque la mayoría no las había visto nunca: solo las conocía porque George, apenas veía una, corría a contarme su descubrimiento. Yo recién las vi a fines de los setenta, a principios de los ochenta, porque George me hizo verlas, cuando ya se podían comprar en videocasetes. Pero no me adelanto: en 1975 era George el que las veía y venía y me contaba; pero incluso en la emoción con que me hablaba de ellas había un resabio de melancolía, como si sus pasajeras felicidades fueran producto de una pena que nunca se podía sacar de encima o sacar de adentro: yo sabía que eso tenía que ver con su padre, pero no sabía de qué manera y nunca imaginé en qué monstruosa dimensión.

      Como Hilda trabajaba en el college, él podía usar la biblioteca y sacar libros pero no podía reservar una sala ni un proyector. Para eso se valía de Clay o del mismo Steve Steinberg, fascinado con su minúsculo discípulo. La metamorfosis de George comenzó con películas de Eisenstein, Pudovkin y Kuleshov, que vio y no comprendió. De inmediato vio películas de Etting y Vorkapich y pensó que no comprendía, lo cual –se imaginó– era un paso adelante. Entonces vio una película de Maya Derin y Alexander Hammid y pensó que no sabía qué pensar pero que algo tenía que pensar y se mordió los dedos. Luego vio películas de Man Ray y pensó que eran

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