La flor del desierto. Margaret Way
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Aunque la casa de Opal era grande, no tenía intención de entrometerse en la intimidad de su hermano y de Ally. Querrían la casa para ellos, aunque se empeñaran en decir que Opal pertenecía también a Grant. Tal vez le perteneciera una parte de la explotación, con la que había financiado su línea aérea, pero la casa tenía que ser para los recién casados. Lo había decidido. Además, Ally tenía un montón de planes para arreglarla, y bien sabía Grant que la casa lo necesitaba.
¿Cómo sería estar casado?, reflexionó mientras pasaba por las antiguas cocinas y las viviendas de los trabajadores de Kimbara. Estas llevaban mucho tiempo en desuso, pero se las mantenía en perfecto estado por su valor histórico. Estaban rodeadas de setos y árboles que filtraban la luz, y unidas a la mansión por el largo sendero emparrado que tomó Grant.
¿Cómo sería volver a casa cada noche y hallar a una mujer a la que podría estrechar contra su pecho y llevar a su cama? Una mujer que compartiría sus esperanzas y sueños, sus más profundos e íntimos anhelos. Una mujer a la que pertenecería tanto como ella a él.
La primera vez que vio a Francesca de Lyle, cuando todavía era un muchacho, sintió una punzada inmediata, una profunda afinidad. Años después, seguía fantaseando con ella. ¿Por qué, entonces, estaba tan convencido de que una relación íntima con Francesca sería peligrosa para ambos? Tal vez no estaba preparado para una relación intensa, después de todo. Demonios, estaba demasiado ocupado para comprometerse. Solo debía pensar en el trabajo. En ampliar el negocio. Esas eran sus preocupaciones.
Una sección de Cameron Airways ya se encargaba de hacer portes y de llevar el correo, pero recientemente Grant había ido a Brisbane, la capital del estado, situada a más de mil kilómetros de distancia, para negociar con Drew Forsythe, de la empresa Trans Continental Resources, la creación de una flota de helicópteros dedicada a la búsqueda de minerales, petróleo y gas natural.
Había coincidido con el poderoso Forsythe y su bella esposa, Eve, en varias ocasiones, pero esa fue la primera vez que hablaron de negocios. Y era a Francesca a quien tenía que agradecérselo.
Ella simpatizó enseguida con los Forsythe cuando se sentaron juntos en un banquete benéfico y, como nunca dejaba pasar una buena oportunidad para las relaciones públicas, había sacado a relucir la idea durante una agradable velada.
Se la planteó a Forsythe con un brillo en sus bonitos ojos azules.
–¿No te parece una buena idea? Grant conoce el interior del país como la palma de su mano y está absolutamente familiarizado con el entorno, ¿no es cierto, Grant?
Se volvió hacia él, tan elegante con su vestido de satén sin tirantes. Su encantadora y clara voz de acento inglés estaba llena de entusiasmo y energía. ¡Ah, el halo deslumbrante de los buenos modales y la vida privilegiada!
Y, además, era inteligente. Si el trato llegaba a cerrarse, y Grant estaba trabajando en ello, estaría en deuda con ella. Un maravilloso fin de semana romántico, fantaseó, en una de esas preciosas islas de la Gran Barrera de Arrecifes, con sus pequeños y lujosos bungalows junto a la playa. Aunque Francesca debía tener cuidado con el sol ardiente de Queensland, su piel tenía la textura perfecta de la porcelana que a veces aparecía en los cuadros de Ticiano. Qué extraño que quisiera encajar en el mundo de Grant, en los confines de aquel inmenso desierto. Era casi como querer cultivar un rosal exquisito en la orilla de un cauce seco. A pesar de la intensa y vehemente atracción que Grant sentía hacia ella, formaban una pareja imposible. Y era mejor que no lo olvidara.
Pero lo olvidó en menos de dos minutos, cuando Francesca salió a la terraza y se apoyó en la balaustrada blanca de hierro forjado en la que una enredadera repleta de lilas esparcía por el aire cálido y dorado su deliciosa fragancia.
–¡Grant! –lo llamó, contenta, agitando la mano–. ¡Qué alegría verte! He oído llegar el helicóptero.
De cada rasgo de su cuerpo se desprendía una alegre dulzura. Dulzura y excitación.
–Ven aquí –le ordenó Grant suavemente cuando llegó junto a ella, y la abrazó.
A pesar de todas las advertencias que se había hecho a sí mismo, de todas sus precauciones, cada átomo de su ser se concentró en besarla. Hasta musitó su nombre sin darse cuenta cuando acercó su boca a la de ella, con la emoción zarandeándolo como el poderoso torbellino de una hélice. ¿Por qué demonios lo había hecho? Porque era un hombre, y un hombre extremadamente sensual.
Cuando la soltó, ella estaba sin aliento y trataba de no temblar. Un rubor intenso coloreaba la fina piel de sus mejillas y sus ojos brillaban. Su bonito pelo rojizo se había soltado del prendedor y se desparramaba sobre sus hombros y en torno a su cara.
–¡Vaya saludo! –su voz era apenas un suave estremecimiento.
–No deberías mirarme de esa forma –la advirtió él, sintiendo aún oleadas de placer que sacudían su cuerpo.
–¿De qué forma?
Ella lanzó una risa temblorosa, subyugada por el enorme poder de atracción de Grant, y retrocedió por la amplia terraza cuando él echó a andar de nuevo hacia la casa.
–Ya sabes, Francesca –la regañó él, medio en broma–. Dios mío, mirarte es un alivio para mis ojos cansados.
La recorrió con la vista, de la cabeza a los pies. Los ojos castaños de Grant, que podían volverse grises o verdes según su estado de ánimo, parecían de un verde claro bajo el ala del sombrero negro. Observó su cara, su cuello de cisne, su cuerpo flexible con su cintura de junco, sus miembros ligeros…
Le era imposible apartar la mirada de ella, tan atrapado estaba por su belleza femenina, por su encanto irresistible. Llevaba ropa de montar. Y ¡qué ropa! Aquella joven aristócrata inglesa, perteneciente a una gran casa, era una de las mujeres más sencillas que había conocido nunca.
La blusa blanca de seda rozaba sus delicados pechos y llevaba unos ceñidos pantalones de montar del mismo color. Unas botas marrones, muy bruñidas y caras, adornaban sus pequeños pies. No le sobraba ni un solo kilo. Sus piernas eran finas, elegantes, bien torneadas. Grant se sintió hipnotizado al verla moverse por la terraza, casi bailando. Tan ligero era su paso que, en la febril imaginación de Grant, ella parecía flotar sobre el entarimado.
–¿Un día duro? –le preguntó ella cuando Grant subió el corto tramo de escaleras de la terraza.
Estaba nerviosa. Le faltaba su habitual aplomo, su autocontrol.
Él se apoyó en la baranda y sonrió, mirándola sin pestañear con esos ojos de gato que ella encontraba tan salvajes y atrayentes.
–Se me ha olvidado en cuanto te he visto –dijo despacio. Y era verdad–. ¿Qué has hecho hoy?
–Ven y te lo contaré –le indicó unos cómodos sillones blancos de mimbre–. Supongo que te apetecerá una cerveza fría, ¿no? A Brod siempre le apetece.
Él asintió, quitándose el sombrero y lanzándolo con infalible puntería a la cabeza de una talla de madera.
–Rebecca vendrá enseguida –Francesca se sentó. Rebecca era la señora de Kimbara, la esposa de Brod–. Nos hemos pasado casi todo el día organizando una carrera campestre. Se nos ha ocurrido que podía sustituir al partido de polo de siempre. A Rebecca le preocupa que Brod juegue al polo. Es muy temerario.