La flor del desierto. Margaret Way

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La flor del desierto - Margaret Way Jazmín

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es que también te preocupas por mí… –la miró fijamente.

      –Me preocupo por todos –respondió ella con ligereza, antes de quedarse en suspenso contemplándolo.

      Se sorprendió como nunca antes de cuánto se parecían Grant y su hermano Rafe físicamente. La misma corpulencia, el mismo aspecto rubicundo; aunque Grant era más castaño y Rafe tenía un aire más refinado. No había otra forma de expresarlo. Grant mostraba más temperamento, tenía una energía irrefrenable y una determinación que no encajaban con todo el mundo. En pocas palabras, Grant Cameron podía resultar difícil. Además, tenía la costumbre de expresar sus ideas sin miramientos. Estaba lleno de vigor y poseía esa masculinidad propia de los hombres del desierto. En ciertos aspectos, parecía incluso una criatura de otro mundo. Una criatura de inmensos e ilimitados espacios abiertos. La imagen de un espléndido león le cuadraba a la perfección. Francesca sabía que sus sentimientos hacia Grant Cameron se le estaban escapando de las manos.

      Él frunció sus cejas rubias y la traspasó con la mirada. Sus musculosos brazos morenos reposaban sobre la redonda mesa de cristal. Llevaba puesto el uniforme de su empresa, de color caqui, con el logotipo azul y amarillo en el bolsillo de la pechera. Estaba guapísimo. La brisa de la tarde agitaba las ondas de su espesa cabellera rubia.

      –Bueno, ¿cuál es el veredicto, señorita? –se acercó a ella para tomarla de la mano.

      Ella se echó a reír y se ruborizó al mismo tiempo.

      –¿Te estaba juzgando? Perdona. Solo pensaba en cuánto os parecéis Rafe y tú. Cada vez más a medida que…

      –¿Maduro? –la cortó él con rapidez. Su tono ligero y distendido adquirió un matiz ligeramente mordaz.

      –No, Grant –le reprochó ella con suavidad.

      Francesca sabía que los dos hermanos se querían mucho, pero que Grant, por ser un par de años más joven, a veces debía de haberse sentido molesto bajo la autoridad de Rafe. Desde muy joven, tras la muerte de sus padres, Rafe se había visto obligado a hacer el papel de padre. Grant todavía tendía a molestarse, aunque solo fuera por su deseo de probarse a sí mismo que era el hombre que su padre siempre dijo que llegaría a ser. Lo impulsaba una ambición desmedida, una energía irreductible.

      –Iba a decir a medida que te haces mayor –continuó ella con dulzura, observando su musculoso cuerpo de atleta.

      –Claro que sí –asintió él con una sonrisa irónica y encantadora–. Algunas veces, Francesca, soy un diablo perverso.

      –Sí, lo sé –dijo ella.

      –Quiero a Rafe tanto como pueda quererse a un hermano.

      –Ya lo sé –contestó, comprensiva–, y sé lo que quieres decir, así es que no te molestes en explicármelo.

      Las mejores relaciones estaban llenas de pequeños conflictos. Como las de madre e hija. Francesca volvió la cabeza al oír pasos en el vestíbulo.

      –Esa debe de ser Rebecca.

      Un instante después apareció Rebecca sonriendo, como una brisa de verano. Tocó cariñosamente a Francesca en el hombro antes de dirigirse a Grant, que se estaba poniendo de pie.

      –No te levantes, Grant –dijo, dándose cuenta de que estaba cansado–. ¿Has acabado por hoy?

      –Afortunadamente, sí –sonrió con ironía.

      –Entonces seguro que te apetece una cerveza fría, ¿verdad?

      Él se echó a reír y volvió a sentarse.

      –Me encantaría, Rebecca. Ha sido un día largo, duro y polvoriento. Estoy muerto de sed.

      Grant se sorprendió otra vez de cuánto había cambiado Rebecca desde que llegó a Kimbara por primera vez, siendo una enigmática joven, para escribir la biografía de Fee Kinross. Fee, la madre de Francesca, había tenido una carrera brillante en los escenarios londinenses. La biografía estaba a punto de salir.

      Rebecca era amable y acogedora, y la felicidad y la satisfacción resplandecían en sus extraordinarios ojos grises. «Este matrimonio funcionará», pensó Grant complacido. Brod y Ally habían pasado un infierno durante su infancia por culpa de un padre autoritario y brutal. Pero el carácter de Rafe era tan bueno que incluso Stewart Kinross le había dado su aprobación, aunque no viviera lo bastante para verlo casado con Ally, su única hija.

      Grant estaba seguro de que Kinross nunca lo habría aceptado a él. «Demasiado insolente», había dicho una vez de Grant. «Tiene la insoportable costumbre de expresar todas sus alocadas ideas».

      Unas ideas que, por descontado, se oponían a las del soberbio Kinross. Sin embargo, los Cameron y los Kinross siempre habían estado unidos. Casi como parientes. Y ya lo eran de verdad.

      Cuando Rebecca volvió con una cerveza fría para él y té helado para Francesca y para ella, hablaron de asuntos de familia, de los cotilleos locales, y de los planes de Fee y David Westbury, un primo del padre de Francesca que estaba de visita. Fee y él se habían vuelto inseparables, hasta el punto de que Francesca comentó que no se sorprendería si cualquier día recibía una llamada suya diciendo que acababan de pasar por la vicaría. Lo que supondría el tercer intento de Fee por sacar adelante un matrimonio.

      Todavía estaban hablando de Fee y del importante papel que iba a interpretar en una nueva película australiana cuando los interrumpió el timbre del teléfono. Rebecca fue a contestar y, al regresar, se había borrado la risa de sus luminosos ojos grises.

      –Es para ti, Grant, Bob Carlton –se refería a su ayudante–. Uno de la flota no ha llegado a la base, ni ha llamado. Bob parece un poco preocupado. Puedes hablar desde el despacho de Brod.

      –Gracias –Grant se levantó–. ¿Ha dicho de qué base se trata?

      –Oh, lo olvidaba. Se trata de Bunnerong.

      Esa base estaba aún más lejos que Kimbara. A más de un centenar de kilómetros al noroeste. Grant cruzó la casa de los Kinross, que conocía desde niño. Era espléndida en comparación con la de los Cameron, con su marchito estilo victoriano. Ally, por supuesto, lo cambiaría todo. El torbellino de Ally. Pero, por el momento, Grant debía pensar en lo que Bob tenía que decirle.

      Bob, de unos cincuenta y cinco años, era un gran tipo. Un gran organizador y un gran mecánico al que todos apreciaban. Grant confiaba en él, pero Bob era un pesimista de nacimiento. Creía firmemente en la «ley de Murphy», según la cual todo lo que pudiera ir mal, iría mal. Y, al mismo tiempo, estaba decidido a que nada malo les sucediera a «sus chicos».

      Por teléfono, le aseguró a Grant que se habían hecho todas las comprobaciones necesarias y que el helicóptero había pasado las cien horas reglamentarias de servicio. Debía haber aterrizado en la base de Bunnerong a eso de las cuatro, pero a las cinco menos cuarto, cuando Bunnerong contactó con Bob por radio, todavía no había llegado. Este, por su parte, tampoco había podido comunicar con el piloto a través de la frecuencia de radio de la empresa.

      –Yo no me preocuparía demasiado –Grant no le dio mucha importancia al asunto.

      –Ya me conoces, Grant. Yo sí –respondió Bob–. No es propio de Rizo. Siempre cumple el horario a rajatabla.

      –Cierto

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