La flor del desierto. Margaret Way
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–Supongo que también podríamos esperar hasta mañana –suspiró Bob–. Rizo aún podría aparecer. Si Bunnerong nos manda algún mensaje, te lo haré saber.
Rizo, al que llamaban así porque tenía un único mechón de pelo rizado en la cabeza pelada, era un verdadero profesional. Lo más seguro era que hubiera aterrizado junto a una laguna para pasar la noche. Pero, aun así, Grant sintió la responsabilidad de hacer una rápida búsqueda con el helicóptero antes de que anocheciera.
Se le había contagiado el pesimismo de Bob, pensó con ironía. Volvió a cruzar la casa a paso rápido y en cuanto llegó a la terraza les contó sus planes a las dos mujeres.
–¿Por qué no me dejas ir contigo? –sugirió Francesca al instante, dispuesta a ayudar en lo que pudiera–. Ya sabes lo que se dice: cuatro ojos ven más que dos.
Rebecca estuvo de acuerdo.
–Yo ayudé una vez a Brod en una búsqueda de rescate. ¿Os acordáis?
–Eso fue en una avioneta –contestó Grant, un poco molesto–. Pero Francesca no está acostumbrada a los helicópteros, a su forma de volar, al calor y al ruido. Podría marearse fácilmente.
Francesca se levantó.
–Yo nunca me mareo, Grant. Por favor, llévame. Quiero ayudar, si puedo.
La mirada de Grant sugería que podía ser un estorbo. Pero, al final, aceptó de mala gana.
–De acuerdo, señorita. Vámonos.
Unos minutos después, el helicóptero se puso en marcha y se elevó en vertical, alejándose luego hacia el desierto.
Al igual que Grant, Francesca iba sujeta a su asiento con el cinturón de seguridad y llevaba puestos unos auriculares que hacían soportable el ruido ensordecedor de la hélice. Para ella era una experiencia emocionante mirar desde el aire el asombroso despliegue de colores de las formaciones rocosas del inmenso desierto. Se mantuvo tranquila incluso cuando, al atravesar unas turbulencias térmicas, el pequeño aparato comenzó a sacudirse con un traqueteo mareante.
–¿Todo bien? –Grant le habló a través del casco, preocupado.
–Sí, sí, jefe –ella parodió un saludo militar con la mano.
¿De veras creía que iba a hacerse añicos como si fuera una vieja dama? ¿Que iba a desmayarse? Ella también tenía sangre de pioneros en sus venas. Por parte de madre descendía de Ewan Kinross, un legendario ganadero. El hecho de que hubiera sido educada en la tranquila campiña inglesa y en un colegio de élite no significaba que no hubiera heredado de sus antepasados la capacidad para afrontar una vida mucho más peligrosa. Además, era cierto lo que le había dicho: tenía un estómago de hierro y estaba entusiasmada. Deseaba comprender esa forma de vida. Quería saberlo todo sobre Grant Cameron.
Buscaron hasta que no tuvieron más remedio que volverse. Cuando aterrizaron, Brod los estaba esperando en la penumbra malva que unos instantes después se convertiría en una oscuridad negra como el betún.
–¿No ha habido suerte? –preguntó, al tiempo que Grant saltaba a la hierba y se volvía para coger a Francesca por la cintura y depositarla suavemente, como si fuera una pluma, en el suelo.
–Si Rizo no aparece por Bunnerong a primera hora del día, tendremos que hacer otra búsqueda. ¿Ha llamado Bob?
–No hay noticias. Nada –Brod negó con la cabeza–. Te quedarás esta noche –no era una pregunta, sino una afirmación tajante–. Aquí estarás mejor que en cualquier otra parte y estamos más cerca de Bunnerong, por si hay que hacer otra búsqueda. Supongo que tu hombre estará ahora mismo calentándose el té y maldiciendo porque no le funciona la radio.
–No me sorprendería –respondió Grant –. Quien de verdad me ha sorprendido ha sido Francesca.
–¿Y eso?
Brod se volvió hacia su prima sonriendo.
–Creó que pensó que me iba a dar un ataque de pánico cuando atravesamos unas turbulencias –explicó ella con sencillez, dando a Grant en el brazo en señal de reproche.
–No te habría culpado por ello –contestó él con una sonrisa burlona mientras se protegía de los golpes que ella le daba en broma–. Siempre he dicho que eres mucho más que una cara bonita.
Una cara preciosa.
–Es muy difícil poner a Fran en un aprieto –dijo Brod con afecto–. Nosotros ya sabemos que este trocito de porcelana inglesa tiene mucho carácter.
De vuelta en la casa, Rebecca asignó a Grant una habitación de invitados que daba a la parte trasera. El arroyo que corría en zigzag rodeando el jardín relucía como una cinta plateada a la luz de la luna. Brod entró al cabo de unos minutos con una pila de ropa de su armario, limpia y con olor a jabón.
–Ten, esto te servirá –le dijo, colocando cuidadosamente encima de la cama una camisa de algodón a rayas azules y blancas, unos pantalones beis de algodón y ropa interior que parecía recién desempaquetada. Ambos medían casi lo mismo, algo más de un metro ochenta, y tenían el físico poderoso de los hombres muy activos.
–Qué bien. Muchas gracias –contestó Grant, volviendo de sus reflexiones para sonreír al mejor amigo de su hermano.
Rafe y Brod eran unos años mayores que él y Grant siempre había tratado de alcanzarlos, de ponerse a su altura, de emular sus hazañas en el colegio y en los deportes. Después de todo, no lo había hecho tan mal.
–De nada. Estoy deseando darme una buena ducha caliente. Y supongo que tú también. Ha sido un día agotador –se detuvo un momento en la puerta–. Por cierto, creo que no te he dado las gracias por tu excelente trabajo –dijo, con evidente satisfacción–. No solo eres un magnífico piloto, sino que además eres un auténtico ganadero. Y esa combinación te hace realmente bueno.
–Gracias –Grant sonrió–. Estoy para ofrecer el mejor servicio. Y no te saldrá barato, ya lo verás. ¿A qué hora nos levantamos mañana, suponiendo que Rizo envíe un mensaje diciendo que está bien?
Brod frunció el ceño y contestó con más vaguedad de la que solía.
–No tan temprano como hoy, eso seguro. Los hombres ya saben lo que tienen que hacer. Tendrán mucho trabajo. Esperaremos a ver como se presenta la mañana. Seguramente Rizo esté a salvo, pero me gustaría aguardar hasta que estemos seguros.
–Te lo agradezco, Brod –Grant aceptó el apoyo de su amigo–. Podemos descartar una búsqueda por tierra en una zona tan extensa. De modo que utilizaré el helicóptero.
–No sería raro que hubiera tenido problemas con la radio –Brod, que tenía mucha experiencia, intentó infundir seguridad a Grant. De pronto, su cara se iluminó–. ¿Qué te parece si hacemos una barbacoa? Me apetece cenar al aire libre esta noche, y así podré lucirme: hago una carne estupenda cuando me lo propongo. Podemos añadir unas patatas asadas y las chicas pueden hacer una ensalada. ¿Qué más puede desear un hombre?
Grant esbozó una amplia sonrisa.
–¡Estupendo!