La flor del desierto. Margaret Way

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La flor del desierto - Margaret Way Jazmín

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buena ducha era todo un lujo después de un día tan caluroso y movido. El bramido del ganado todavía atronaba sus oídos. Y al día siguiente, más de lo mismo; y al otro. Grant estaba pensando en dejar el trabajo en el campo. Quería concentrarse en expandir el negocio, en ampliar su abanico de servicios.

      Encontró champú en el armario de debajo del lavabo. Los Kinross sabían cómo tratar a sus invitados, pensó con admiración. Había una impresionante hilera de productos: jabones, gel de baño y ducha, crema corporal, polvos de talco, cepillos y pasta de dientes, secador, máquina de afeitar… Y montones de mullidas toallas de tamaño grande. ¡Magnífico!

      Salió de la ducha y se cubrió con una de aquellas toallas, sintiendo que el cansancio del día se esfumaba. Como siempre, necesitaba un buen corte de pelo. Pero no resultaba fácil encontrar un peluquero en el desierto. Se sacudió el pelo y decidió que sería mejor usar el secador si quería estar presentable.

      Era plenamente consciente del poder de seducción que Francesca ejercía sobre él, pero también de lo peligroso que era. Los Cameron y los Kinross siempre habían vivido como grandes señores del desierto, pero su mundo estaba más allá de la «civilización» y Francesca de Lyle lo sabía. Sin duda, la llamada del desierto la había atrapado también a ella. Después de todo, su madre era australiana y había nacido en aquella misma casa. Pero Francesca estaba de vacaciones. Tenía la visión de color de rosa de los días de fiesta. No podía darse cuenta del aislamiento cotidiano, de las terribles batallas que había que librar contra la sequía, las inundaciones y el calor, los accidentes, las muertes trágicas… Los hombres podían soportar la soledad, la lucha y la frustración, la carga aplastante del trabajo. Pero, en el fondo de su corazón, Grant sabía que una rosa inglesa como Francesca no soportaría todo aquello, por mucho que dijera que podía adaptarse. Sencillamente, no tenía experiencia en la vida del desierto, ni en los peligros que esta implicaba.

      Grant dejó el secador, pensando que no debía haberlo usado. Le había dado a su pelo un aspecto salvaje. Se puso los pantalones de Brod. Ningún problema con la talla. Le quedaban perfectos. Si estuviera seguro de que Rizo se encontraba a salvo, podría disfrutar realmente de aquella noche.

      Con Rafe fuera, de viaje de novios, a menudo se sentía solo en casa. Esperaba con impaciencia una carta o una llamada. Ally estaba entusiasmada con Nueva York. Le habían encantado las calles y el «estruendo» de la ciudad más electrizante del mundo.

      –¡Y te llevamos un montón de regalos maravillosos! –había añadido.

      Así era Ally. Y podía permitírselo.

      Los Cameron nunca habían sido tan ricos como los Kinross, aunque Opal era una explotación importante y Rafe se dejaba la piel en sus esfuerzos por ampliarla, por crear una cadena ganadera, al igual que él, Grant, se esforzaba por hacerse un nombre en el mundo de la aviación.

      Orgullosos como leones. En fin, Rafe y él conocían el sabor de la tragedia, al igual que Brod y Ally. Al menos, algunas cosas habían mejorado. Brod había encontrado el verdadero amor, algo mucho más raro de lo que la gente creía. Y lo mismo podía decirse de Rafe y Ally. Ellos eran dos caras de la misma moneda. Pero si él se permitía enamorarse de Francesca, sería un completo loco. Sin embargo, era muy fácil perderse, pensó. Y encontrar el camino de vuelta podía resultar muy, muy difícil.

      Al bajar las escaleras, se encontró a Francesca en el vestíbulo. Ella lo miró y sintió que la sangre afluía de golpe a sus mejillas. Estaba magnífico. Su cara, de rasgos duros, tenía un aspecto relajado. Le brillaban los ojos castaños y el pelo, recién lavado, se le rizaba en esas largas ondas naturales por las que algunas mujeres pagaban una fortuna en la peluquería. Francesca se asombró del deseo que sentía por él. El deseo dulce y elemental de una mujer que miraba al que sería su compañero perfecto.

      –¡Hola! –la voz grave y penetrante de Grant la turbó aún más.

      Tuvo que fingir un tono frívolo para que él no adivinara lo que estaba pensando.

      –Tienes un aspecto muy fresco.

      –Gracias a Brod –sonrió–. La ropa es suya.

      –Te sienta bien –dijo ella, con una suave mezcla de admiración y sorna.

      –Tú también estás muy guapa.

      Grant tenía una mirada divertida. Ella lucía una amplia falda de color azul marino, a juego con un top sin tirantes estampado con florecitas blancas y unas sandalias azules casi del mismo tono. Llevaba el pelo recogido en un moño trenzado que le sentaba muy bien. Grant se dio cuenta de que, al acercársele, su piel blanca se había teñido de un suave rubor.

      ¿Por qué al verla le daban ganas de ponerse a bailar? Desde hacía algún tiempo soñaba a menudo con hacerle el amor. Estaba convencido de que su sueño tenía que hacerse realidad y, al mismo tiempo, asombrado por no poder mantener la cordura. Pero, ¿qué tenía que ver la cordura con el deseo sexual? Sentía la necesidad de tener una aventura amorosa con Francesca. No podía elegir. Se fue directo a ella y, de pronto, ambos se encontraron bailando un tango improvisado y recordando cómo habían bailado sin parar en las bodas de Rafe y Brod.

      Había música en su interior, pensó Francesca. Música, ritmo, sensualidad. Ese hombre se estaba apoderando de ella por completo. La hacía florecer.

      –Ahora tengo la compañía perfecta –le musitó al oído, resistiendo a duras penas la tentación de meterse en la boca el lóbulo sonrosado.

      –Yo también.

      Francesca no pudo ocultar su turbación. No había decidido conscientemente enamorarse de Grant, pero se sentía tan atraída por él que no soportaba la idea de que se acabaran sus vacaciones en Kimbara.

      Rebecca, que había ido a buscarlos, aplaudió con entusiasmo al verlos bailar de esa manera.

      –¡Bravo! –exclamó–. No se me había ocurrido hasta ahora, pero esto es una buena pista de baile –reflexionó, mirando el amplio vestíbulo.

      –Y ¿para qué la quieres, si tenéis el viejo salón de baile? –preguntó Francesca sin aliento cuando, después de dar un último giro, dejaron de bailar.

      –Quiero decir para Brod y para mí –sonrió Rebecca–. Venid a tomar una copa. He puesto a enfriar una botella de Riesling. Se está muy bien afuera, en la terraza. El aire trae el olor de las flores y hay millones de estrellas.

      Rebecca tenía el pelo negro y lo llevaba suelto y peinado con la raya en medio, como le gustaba a su marido. La brisa que entraba por la puerta abierta agitaba el vuelo de su ligero vestido blanco.

      Encontraron a Brod cubierto con un delantal muy profesional. En la gran barbacoa de ladrillo se estaban asando las patatas. Había también rollitos de verduras preparados por Rebecca y una ensalada de nueces y champiñones que había hecho Francesca y a la que solo le faltaba el aliño.

      La conversación comenzó a fluir. Pusieron la carne a asar y Rebecca fue a la cocina a preparar una salsa al estragón. Mientras esperaban, Grant llevó a Francesca a la baranda para contemplar la luna, que se reflejaba en la suave superficie cristalina del arroyo.

      –Qué noche tan maravillosa –suspiró ella, alzando la vista hacia el cielo estrellado–. La Cruz del Sur está siempre sobre el tejado de la casa. Es muy fácil verla.

      Grant asintió.

      –Rafe

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