Intifada. Rodrigo Karmy Bolton
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Si esta última puede ser vista como el «descuido» de la política (que a su vez, la reflexión no ha dejado de «descuidar») es porque la consideramos una de las formas privilegiadas por las que pueden vislumbrarse las posibilidades de una política acéfala o, si se quiere, del comunismo no entendido como régimen o partido, sino como una política de los cualquiera en la que irrumpe el mundo en común. Por ello, el fenómeno de las intifadas, ligado por una herencia sin tradición a las revueltas de otros tiempos, dejaron al discurso filosófico y a su régimen de saber-poder totalmente a la intemperie.
¿Qué es una intifada? Ante todo, una forma de la inoperosidad que, cristalizando una política acéfala, astilla como resto de las formas de la operosidad. Desecho, fisura, poca cosa en comparación con los grandes discursos poscoloniales que asolaron al mundo árabe durante el siglo XX, y que hoy permanecen en ruinas, la intifada o revuelta resulta ser la antimateria de las formas de operosidad vigentes: excedente de toda revolución, sobrante de toda representación, deviene inactual consigo misma en el instante en que, recientemente, ha lanzado su popular y radical consigna: ashab yurid isqat an nizam («el pueblo quiere la caída del régimen»).
No apela al futuro como lo hace la revolución, ni tampoco a un pasado estetizado como la reacción; no pretende aproximarse al futuro por etapas como el progresismo, pero tampoco mantener el actual orden de las cosas como la excesiva prudencia conservadora. La intifada juega con la historia, la burla cada vez que golpea sus puertas, abisma a la filosofía de la historia mostrando su vacío, el infundamento de su poder, la injusticia que le constituye donde deja entrever la acefalía de una política en la que nada ni nadie está para conducirnos –no hay ya pastores– aferrando para sí lo más inútil y, sin embargo, lo único que verdaderamente importa: el presente.
Un hombre maneja un automóvil por una carretera. No es cualquier carretera, pero tampoco sabemos con precisión qué carretera es. Podría ser alguna de las carreteras segregadas de Palestina o de alguna favela brasileña. Perdida, la carretera no tiene nombre, tan solo aparece como un continuum que pasa por detrás del conductor. Este último, en silencio y vestido de camisa gris –protagonizado por el propio director, Elia Suleiman–, comienza a comer un fruto mientras su mirada se enfoca fija en el ciego horizonte del trayecto que la cámara oculta al espectador. No hay palabra, tan solo el ininterrumpido sonido del automóvil centrado en un trayecto hacia algún lugar, donde el conductor come su fruto mientras devora el paisaje difuminado por la velocidad.
No hay paisaje –no hay médium–, tan solo un sonido vacío por el que corre el automóvil. Cuatro mascadas del fruto y el conductor apenas ve el cuesco que resta en su mano para lanzarlo súbitamente por la ventana. La escena cambia. La cámara deja de enfocar al grisáceo conductor y pasa a mostrar el trayecto del cuesco que, invisible, golpea la chatarra de un tanque apostado al borde de la carretera que estalla en mil pedazos. La explosión inunda la pantalla y, sin embargo, el automóvil mantiene su curso mientras su conductor no se inmuta por lo acontecido. En la escena siguiente, cuando la cámara retoma la imagen del automóvil, el conductor ni siquiera mira hacia atrás; como si aquello jamás hubiera ocurrido. El tanque estalla, mientras el automóvil se aleja. En tan solo 58 segundos el director Elia Suleiman ha puesto en escena una verdadera intervención divina, tal y como titula la segunda de las tres películas de la saga a la que nos referimos2.
El estallido del tanque se produce por el impacto de un cuesco. Fuera de la continuidad en que solo prima el vacío y constante sonido de un motor sobre la carretera, el cuesco hace lo impensable. Fuera del continuum tienen lugar los sueños, la imagen de un posible que acontece sin querer: el personaje caracterizado por Suleiman que maneja el automóvil no tiene «intención» de hacer estallar el tanque. Fuera del continuum se desatan las luchas casi imperceptibles, más allá de cualquier centro que pudiera ordenar el espacio-tiempo. Lejos de algún conflicto que pudiera dirigir las batallas, Suleiman nos ofrece el estallido de un tanque impactado por la contingencia de un cuesco. Golpea el vacío de su chatarra y de pronto la explosión inunda la totalidad de la pantalla. El espectador recién mide la diferencia entre la anodina escena del automóvil y el estallido del tanque. Contempla el abismo entre cuesco y tanque, dos fuerzas que desatan su duelo por fuera del continuum histórico (es acaso lo que expresa la carretera vacía), un tiempo marcado por la excepción, poblado con la fuerza soberana del tanque y la fuerza contingente del cuesco. Sin intención, sin alguna teleología que dirija las acciones, exento de voluntad («sin querer»), el personaje caracterizado por Suleiman, quien no habla en ninguna de sus películas, ha puesto a la orden del día la intensidad de lo posible. Quizás el estallido del tanque jamás haya ocurrido, pero eso, en el registro imaginal en el que nos movemos, no importa.
El tanque está vacío. Carece de soldados en su interior, de alguna bandera que pudiera flamear. Como si alguna vez hubiera sido abandonado en la carretera. Como si su tiempo hubiera terminado, el cuesco impacta en el tanque y antes del estallido suena hueco. Advertimos que el tanque está en desuso, vacío y su fuerza bélica parece desactivada, su soberanía siniestrada. La infinita carretera escenificada por Suleiman alegoriza la implosión de la filosofía de la historia. Sus héroes, tragedias y discursos parecen haber quedado en otra época, cuando esta parecía llena, inundada de sentido y dirigida por un sujeto que, mirando al horizonte, podía llevar a la humanidad a su redención. De esa filosofía tan solo ha quedado una carretera vacía. Ni héroes, tragedias, ni discursos. Tan solo la sequedad del asfalto en su infinita linealidad.
Al final de la escena permanecen los restos del tanque estallado a medio quemar. Ruinas de una guerra, metales chamuscados al borde de una carretera deshabitada. No hay diálogo, tan solo sonidos que condensan la desarticulación de toda filosofía de la historia, lo impensado ha tenido lugar en el instante del fin, a la hora en que la filosofía de la historia cierra su negocio. Las ruinas abandonan su tragedia, agolpadas en la vía del museo universal, la escena de Suleiman ha desprendido el aura del que dichas piezas podrían aún gozar, destituyendo las máscaras con las que terminaron sus días. Sin cálculo alguno ni razón planificadora, solo el desborde de imágenes, Suleiman nos invita a pensar una política menor vertebrada por la contingencia más radical, donde sueño y realidad, deseo y mundo se anudan en una misma vibración. Se trata de un sueño que trae consigo un impensado impregnado de materialidad, como si fuera la posibilidad inmanente a las propias formas del mundo, como si fuera un posible que solo emerge cuando las cosas quedan en desuso. Todo llega de súbito, la intervención divina no será más que la intensidad de una insurrección siempre por venir. Pero no se trata de alguna insurrección inflamada de épica, sino de un gesto torpe casi anodino e incluso anónimo en el que, sin embargo, las armas del soberano son ridiculizadas, desprendidas del aura con las que puede aterrorizar al presente.
Un cuesco no está solo. Yace intersectado con un sueño. Ni siquiera un juego, acaso un gesto, en el que toda la maquinaria bélica se exhibe como simple chatarra. El progreso sigue sin mirar atrás. Aunque, sin pretender ni intentar detenerse como sucede con el ángel de la historia que Walter Benjamin rescata del cuadro de Paul Klee, el conductor apila ruina sobre ruina tras de sí3. El personaje expone la versión cómica –estúpida, absurda– del drama benjaminiano que acompasa la escena en la pequeñez de un cuesco: sin un querer, ni un poder, el cuesco deviene el detalle que cambia las coordenadas de la propia escena.
Suleiman nos ofrece un sueño. De aquellos que asolaron a todos los profetas y visionarios de los pueblos, y que envuelven al espectador en una atmósfera, en un paisaje, en un médium donde realidad y ficción se difuminan4. Se trata de lo que, alguna vez, el pensador Sihabbodin Yahya Sohrawardi (s. XII), renunciando en parte al aristotelismo aviceniano prevalente, denominó «mundo imaginal»5 para definir la imaginación desde un lugar sin lugar que el fenomenólogo Henry Corbin rescató en el siglo XX, designando con ello un «intermundo» en el que lo sensible y lo inteligible devienen indistinguibles