Intifada. Rodrigo Karmy Bolton

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Intifada - Rodrigo Karmy Bolton

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que deja la investidura clásica de la «acción» (que asume el otrora télos aristotélico como su premisa volcando, por ello, hacia una dialéctica sacrificial instigada por la instauración y la conservación, el medio y el fin) para coronarse en la forma del uso que destituye tal dialéctica25. La redefinición de la acción como uso implica otros modos de hacer en sentidos muy precisos. Reuniones de diferentes comités, asambleas, articulación de orgánicas diversas a las formas preestablecidas, escritura de panfletos, grafitis y elaboración de estrategias de resistencia frente al poder de turno y aquello que el egiptólogo Furio Jesi denominaba la «propaganda genuina», esto es, la evocación epifánica de imágenes desde las cuales brotarán frases, eslóganes, canciones; en suma, el pensamiento que acontece en toda revuelta. Nadie reivindicará su autoría, pero circularán como fantasmas en medio de la multitud. Por esta razón, la inoperosidad intifadista no puede concebirse como un «no hacer nada», una «improductividad» sin más, sino más bien como otra forma de vida activa que, a decir de Coccia, no remite ni a un paradigma «práctico» ni a uno «poiético», pues introduce un singular comercio con los medios en el que pone en juego el uso en el que todas las cosas, los cuerpos y las palabras adquieren una dimensión imaginal y absolutamente común, tornándose de todos y de nadie a la vez. Las cosas se desprenden de toda propiedad, los cuerpos ya no calculan sus movimientos en relación a la mirilla de un amo que vigila, los discursos dejan de ser creaciones atribuidas a un sujeto supuesto saber; las cosas se tornan mundo, no territorio; los cuerpos danzan más allá de toda sujeción establecida, y las palabras terminan volviéndose enteramente comunes.

      El carácter inoperoso de la intifada impugna dos modos de entender la política. Por un lado, el carácter «planificado» y, por otro, el carácter «espontáneo». Si el primero visibiliza a la razón por sobre la voluntad, el segundo exhibe a la voluntad por sobre la razón. Sin embargo, ambos remiten al mismo paradigma sacrificial sobre el cual se funda la moderna y universalista noción de revolución –o contrarevolución, que es casi igual–. Más allá de dicha dicotomía, la intifada nos abre el terreno de una vida activa en la que no se juega ni una planificación ni tampoco un simple espontaneísmo26.

      ¿Cómo habría que entender esta singular vida activa, cómo comprender su estatuto si no es bajo la enigmática noción de los medios puros? Como dijimos, la intifada no es nada más que un sinfín de quehaceres que tienen lugar bajo la forma del uso que van a contrapelo de las formas de la propiedad impuestas por el capital. No hay simple «improductividad», como ocurre en la frecuente imagen que se tiene de la «huelga general», sino actividad inactiva que se traduce afirmativamente en la capacidad (o no) del uso común. Es aquí donde alcanzamos a esbozar el problema de la libertad que, a diferencia de la concepción habitual legada por la economía política moderna, ella solo podrá advertirse donde toda forma de propiedad experimente su disolución. Lanzar piedras, rayar paredes, acampar en una plaza, organizar un mitin o apropiarse de las calles a través de disfraces, expresiones artísticas, asaltar una comisaría, golpear a la policía, entre otros movimientos, constituyen modos de esa vida activa. Se pueden o no «hacer» cosas durante la intifada, y he aquí la fórmula de la cuestión, asumiendo, claro está, que el término «hacer» se define por la puesta en juego del uso (ni por la producción ni por la acción).

      De hecho, su estallido palestino de 1987 articuló formas específicas de disciplina y de formación de organizaciones políticas que implicó el desenvolvimiento de una vida activa que transformó enteramente la imagen de los palestinos de los Territorios Ocupados y, a su vez, la imagen que los demás actores (Israel, EE.UU.) tenían sobre ellos27. Los palestinos de los Territorios Ocupados adquirían una visibilidad inédita de la que habían sido despojados después de los Acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel (1978), cuya fuerza irrigará la celebración del Consejo Nacional Palestino celebrado en Argelia, cuyo trabajo habría sido un «resultado directo de la intifada»28. Desde la constitución de diversos comités en plenos Territorios Ocupados, organización de una política de boicot contra el dominio político y económico israelí, hasta la celebración de dicho Consejo en Argelia, en el que se redactará un documento a partir del cual la voz palestina de dichos territorios volverá a irrumpir en la escena internacional, la intifada no consistirá en una inactividad pura y simple, sino más bien en un levantamiento popular cuyo «hacer» no estará circunscrito a los ritmos del capital (la imagen del mundo). En este sentido será inoperosa. No porque «no haga nada» y consista en un simple «cruzarse de brazos», sino porque, tal como señalábamos, su gesto consistirá en afirmar un uso libre y absolutamente común. En la intifada volvemos al uso libre, en el capital nos volcamos a la apropiación, en la intifada tiene lugar un mundo imaginal que –cual vampiro, según nos ofrece la imagen de Marx– el capital pretenderá clausurar en la imagen del mundo.

      La intifada no nace ni muere, más bien está siempre a punto de estallar. Es eterna en este sentido muy preciso: como potencia de una irrupción aún no acontecida, convive con nosotros pero en silencio. Necesitamos de una cierta violencia para desatar su furia, «sacudir» los castillos erigidos y «agitar» las desesperanzas para desprender sus hábitos, sus formas estereotipadas y, sobre todo, sus laberintos que aún no han podido encontrar salida. Su eternidad contrasta con la contingencia de su irrupción. Pero en medio de su estallido, la eternidad será indistinguible de su contingencia. No conoce del principio ni del final, sino que, como el fuego, emerge y desaparece a la vez.

      No se somete a algún télos histórico preciso, sino que, como una vida que inútilmente se consume en la llama que, según los místicos, arde desapareciendo y desaparece surgiendo29. Como tal, la intifada funciona como excedente, reducto aneconómico que resta a la filosofía de la historia y su dinámica sacrificial.

      Según vimos, no hay cálculo que la soporte, predicción que la gobierne, causa que la determine. Irrumpe con una violencia inusitada, con una carne palpitante, su intervención no deja intacto lo que toca, sino que lo desplaza levemente, fragmentándolo, incluso, al punto de llevarlo a su contingencia constitutiva30. Su paso muestra que nada ni nadie habrá tras las máscaras del poder, puesto que la intifada revela a este último nada más que en la insustancialidad de lo que Benjamin Arditi llama una «pérdida afirmativa» en la que descubrimos que nadie ni nada se escondía tras la máscara31.

      Arca de Noé

      Sihaboddin Yahya Sohrawardi, filósofo «oriental» del siglo XII, relata por boca del «sabio» que conduce a un hombre hacia la iniciación espiritual: «Todos nosotros venimos del país del “no donde”»32. Provenir de un lugar sin lugar no define a una cartografía geopolítica, sino a una verdadera topología imaginal. Antes de todo espacio-tiempo, en sus intersticios, en el sin lugar que da lugar. El «país del no donde» define a la in-fancia de la humanidad; marca de la antigua figura platónica de la khorá que, como receptor absoluto, puede definirse como «(…) el medio en el que demoran las formas posibles»33. Ni formas preconstituidas ni una completa falta de formas, sino «formas posibles» que habitan en el médium que las demora, amasija y, eventualmente, las hace devenir. Isla perdida, sitio exento de cartografía, fragmento que habita por fuera de los mapas, el «país del no donde» traza una topología de lo imaginal desde la cual la intifada es capaz de incendiar la totalidad del planeta.

      La cartografía siempre fue la ciencia nomística por excelencia. Articuladora de fronteras, rutas y horizontes para viajeros, mercenarios y empresas coloniales, la cartografía fue el ojo imperial que impuso su señalética, sus puntos de referencia y sus territorios. Más allá arden los bárbaros. Más acá reposa, dulce, la civilización. La cartografía es por eso la tecnología del amurallamiento, la violencia imperial desbocada hacia la «lucha por los grandes espacios» y la sucesiva y universal territorialización del planeta34. Pero toda cartografía lleva consigo puntos ciegos. No puede jamás captar el leve pulso por el que respira una intifada, no es capaz de escuchar la voz singular de la potencia porque su propio desocultar el mundo en la forma de un globo –precisamente queriendo convertir al mundo en globo– le oculta al «país del no donde», El Dorado o la isla del tesoro que los imperios no pudieron leer sino de manera cartográfica, ubicados en un continuum espacial y temporalmente identificable.

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