Intifada. Rodrigo Karmy Bolton

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Intifada - Rodrigo Karmy Bolton

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al globo como mundo revocando al nómos estatal-nacional y sus enclaves identitaristas. La topología resta a la cartografía como el mundo imaginal resta respecto de la imagen del mundo: la intifada es el instante de cognoscibilidad en el que una multitud experimenta el éxtasis de un sueño que, revelado por dioses, habla desde el pretérito.

      Fuera de lugar, la intifada no se cifra en orden a la representación, sino que se (des)compone enteramente de imaginación. En otros términos, imaginación no es una facultad sino un lugar. Otra vez: no se trata de la imagen del mundo consumada en la forma de la «sociedad del espectáculo» y sus dispositivos de separación, sino del mundo imaginal que deviene tal solo donde el no-lugar de un cuesco logra chocar con el metal vacío de un viejo tanque. No respeta territorios, muros ni fronteras, la intifada es la sangre de los desposeídos, el sudor de los que jamás tuvieron territorio, muro ni frontera.

      Tan paria como cosmopolita, lejos del nómos político-estatal, la intifada será capaz de desactivar toda política identitarista posibilitando encuentros, abriendo nuevos lazos y desarticulando la separación introducida a los cuerpos mientras estos yacen capturados por las dinámicas del poder. Será cosmopolita, pues, siendo localizada y singular, su acontecer trae un «más allá de sí misma» que no cabe en una frontera o identidad precisa, pues lleva consigo al entero paisaje del mundo. En ese sentido, su irrupción es un pequeño espejo por el que una multitud deviene inmediatamente mundial35.

      Sin reducirse ni a una región o fecha determinada, su irrupción se desenvuelve como la seña de la eternidad que atraviesa a los mortales, quebrando el continuum de la historia y posibilitando la penetración del pasado en los cuerpos del presente. En esa zona vivían tradicionalmente los profetas, santos y ángeles, potencias que abrían el campo de la imaginación popular liberando a los mortales del destino y su deriva destructiva. Fuera del globo, y del campo internacional, la potencia intifadista late como un fragmento preñado de porvenir. En efecto, intifada signa un no-lugar que sin embargo da lugar cuando abre a un nuevo mundo, inicia una nueva época histórica: «Cuando en el Antiguo Testamento –escribe Edward Said– Dios elige iniciar el mundo nuevamente, él lo hace con Noé; las cosas han ido muy mal y, desde que él tiene su prerrogativa, Dios desea un nuevo comienzo. Pero es interesante que, en sí mismo, Dios no inicia todo desde la nada. Noé y el arca condensan un fragmento del antiguo mundo, iniciando así un nuevo mundo»36. La observación de Said es clave. Lejos de la tesis teológica que subsumía el inicio a un origen que crea el mundo ex nihilo, el intelectual palestino apunta al modo en que el nuevo comienzo implica traer consigo algo del «antiguo mundo». Lo nuevo surge con lo antiguo, en virtud de sus condiciones materiales que, en la lectura saideana de Noé, adquieren un nuevo uso porque se les ha imaginado de otro modo. El de Said es un Dios que imagina, el cual contrasta con el Dios de los teólogos que solo decide y comanda. Nuevamente nos encontramos con la habitabilidad de la imagen. Ella lleva consigo un fragmento del «antiguo mundo» que debe comenzar nuevamente. No hay origen sino inicio. Este último es un salto que solo puede tener lugar desde un pasado que asalta al presente, que no lo vitaliza como un trauma que se repite míticamente por el fin de los tiempos, sino como una potencia en la que deviene la imagen de lo por venir. Un porvenir que no está más allá, sino que ha devenido el desgarro del propio presente.

      La lectura de Said en torno al Arca de Noé sigue de cerca la crítica que hubiera hecho a la Revolución francesa la filósofa Hannah Arendt, quien, retomando su antigua tesis sobre Agustín de Hipona, distinguía entre «origen» e «inicio» situando en dicho registro la noción de natalidad: «(…) los hombres están preparados para la tarea paradójica de producir un nuevo origen porque ellos mismos son orígenes nuevos y, de ahí, iniciadores, que la auténtica capacidad para el origen está contenida en la natividad, en el hecho de que los seres humanos aparecen en el mundo en virtud del nacimiento»37. Otro mundo nace, otra época histórica comienza a tener lugar. Se trata no de la teología política del «origen» como de la imaginación popular en la que la humanidad da inicio a otro tiempo. Preñados de por venir, la intifada notifica a los pueblos de dicho embarazo. La natalidad es una «capacidad» –dice Arendt– para hacer aparecer a los humanos en el mundo. No es un acto absoluto que define al «origen», sino de una potencia que arraiga al «inicio».

      Aun así, el contraste arendtiano entre la Revolución francesa (que habría sucumbido por la «cuestión social») y la americana (que habría triunfado gracias a la «fundación de la libertad») deja en la sombra una pregunta: ¿no es la «revolución» –independientemente de su afiliación francesa o americana– un término que cierra, antes que abre, esa misma capacidad para iniciar? ¿Es el término «revolución» en su sentido moderno el que, al fin y al cabo, podría hacer justicia a la natalidad entrevista por Arendt vía Agustín de Hipona? Si bien, el desafío arendtiano consiste en ofrecer un nuevo rumbo a la noción de «revolución» al impregnarla de natalidad, nos parece que potencia y revolución son términos antinómicos. Quizás, la tensión inmanente a su pensamiento haya imposibilitado a Arendt pensar el problema que toda revuelta plantea a la revolución (y no simplemente centrarse en la noción moderna de revolución). En la medida que los pueblos que se alzaron comenzaron a hablar de revolución (thawra), nuestra apuesta no consiste en desechar la noción de revolución sin más, a favor de la revuelta, sino más bien en volver a pensar la revolución desde el prisma de la revuelta, y no como se ha hecho hasta ahora de subsumir la revuelta en la revolución.

      Sin embargo, y a pesar de seguir en la «gran narrativa» en torno a la cuestión de la revolución, Arendt logra avizorar la zona en la que esta debería ser puesta en cuestión: la natalidad. Solo la capacidad para iniciar puede abrir un mundo imaginal, restituyendo así la capacidad de uso –y, por tanto, la posibilidad de un hacer exento de «obra»– que ha sido expropiada por las diversas formas del poder. La intifada será un «inicio», no un «origen», la discontinuidad de lo histórico, antes que la abstracción ex nihilo soñada por la teología a lo largo y ancho de la historia. Un «inicio» en que la in-fancia de la humanidad que, exenta de palabras y de planificación central, apenas balbucea los contornos de un nuevo léxico que aún carece de alfabeto. Una sacudida, caótica multiplicidad sin origen ni destino que abre un mundo imaginal puesta a contrapelo de la imagen del mundo. En él, lo posible y lo imposible se confunden, lo real y lo imaginario se mezclan, porque la intifada configura una topología desprendida de toda cartografía, haciendo que la historia salte en mil pedazos, quiebre su sentido y otra existencia devenga posible.

      Común

      La intifada resuena intempestiva, pues no puede sino asumir su carácter de «intermundo» toda vez que yace entre un mundo ya caduco y otro por venir, entre una forma muerta y otra viva. Entre un ya-sido y un porvenir, la intifada muestra a la imaginación no simplemente como una facultad psicológica (un imaginario), tal como querría el régimen de la imagen del mundo, sino como un verdadero mundo imaginal en que, en palabras de Georges Didi- Huberman, la imagen acontece como el «(…) operador temporal de supervivencia –portadora, a este título, de una potencia política relativa tanto a nuestro pasado como a nuestra “actualidad integral” y, por ende, a nuestro futuro (…)»38. Como tal, la imagen porta consigo al pasado y al futuro en un solo instante por el que asoma como un resto frente al dispositivo sacrificial de la imagen del mundo. La intifada habita un «intermundo» que no calza jamás con alguna identidad en particular; no es privativo de los palestinos ni de los árabes en general, sino de la potencia común que a toda identidad atraviesa y que asoma como el puntal de todo cosmopolitismo.

      Como si los pueblos oprimidos de vez en cuando nos recordaran la catástrofe en que vivimos (la nakba, según la denomina el léxico palestino) y trajeran a la actualidad el peso de la historia y las posibilidades de redención jamás prescritas ni teleológicamente predeterminadas. Como el profeta no es nunca en su tierra, tampoco lo será la intifada. Fuera de lugar, pero siendo la potencia de todo lugar posible, la intifada preña de imaginación a los pueblos ofreciéndoles un sueño históricamente concreto, al que abrazar.

      La intifada no es estadística, no tiene idea de lo que una población pueda ser. No tiene sentido «contar» cuántas personas

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