Teorías de la comunicación. Edison Otero
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Teorías de la comunicación - Edison Otero страница 6
Y, por último, estaba el dominó, entretenimiento perfecto para la ocasión. El juego no exigía más esfuerzo físico que un comentario mascullado ‘revuelve las fichas’ y un lento movimiento del brazo para colocar las fichas en el lugar apropiado sobre la mesa. También se necesitaba que alguien anotara los puntos, pero esa responsabilidad cambiaba en cada mano de modo que la tarea de ninguna manera resultaba debilitante. En pocas palabras, el dominó era una diversión agradable.
Así, pues, era una agradable tarde de domingo. Y lo fue hasta que de pronto mi suegro levantó la vista del juego y dijo, con aparente entusiasmo: “subamos al auto y vamos a la cafetería en Abilene”.
A decir verdad, me tomó por sorpresa. Podría decir, incluso, que me despertó. Pense para mí mismo: ‘¿Ir a Abilene, recorrer cincuenta y tres millas y con esta tormenta de polvo? Hay que manejar con las luces encendidas, aunque está de día. Y el calor... Ya está bastante pesado aquí, pese al ventilador, pero en un Buick del 58 sin aire acondicionado va a ser terrible...Y qué decir de la cafetería. Algunas cafeterías están bien pero la de Abilene me recuerda el rancho de los soldados en campaña..’ Antes de que pudiera aclarar mis pensamientos y organizar mis ideas, mi esposa Beth exclamó: “¡Me parece una idea estupenda ! ¿Vamos Jerry?”. Aunque no estaba de acuerdo con los demás, decidí no ser aguafiestas y dije que me parecía bien, no sin antes añadir: “Sólo espero que tu mamá quiera ir”.
“Por supuesto que quiero ir” dijo mi suegra. “¿Qué te hace pensar que no quiero ir. Hace tiempo que no voy a Abilene”.
De modo que nos subimos al auto y partimos a Abilene. Mis sospechas se cumplieron. El calor era brutal. Llegamos cubiertos de una fina capa de polvo del oeste de Texas adherida al sudor y la comida en la cafetería resultó ser un asco. Cuatro horas y 108 millas después, volvimos a Coleman cansados y agotados. Nos sentamos en silencio frente al ventilador. Para romper el hielo se me ocurrió decir: “fue un paseo estupendo, ¿verdad ?”. Nadie dijo nada.
Por fin, y algo enojada, mi suegra dijo: “en verdad no me gustó mucho y habría preferido quedarme aquí. Sólo fuí porque ustedes tres estaban entusiasmados. No hubiera ido si no me hubiesen presionado”.
No podía creerlo. “¿qué quiere decir con todos ustedes?”, le pregunté. “A mí no me meta en el grupo de todos... yo estaba entretenido con el dominó. Sólo fuí por complacerlos, ustedes son los culpables”. Mi mujer puso el grito en el cielo: “No me digas que yo soy culpable... tú y los papás eran los que querían ir. Yo sólo fui para no arruinarles el panorama. Tendría que estar loca para ir con este calor. ¿O crees que estoy loca ?”.
Antes que pudiera contestarle, mi suegro interrumpió bruscamente. Sólo dijo una palabra pero la dijo con el estilo sencillo y directo que sólo un tejano de toda la vida es capaz de usar : “Mierda”. Como pocas veces recurría a una grosería nos sorprendió de inmediato. Y a continuación, representando perfectamente lo que cada uno de nosotros pensaba, le escuchamos decir: “Para ser franco, yo no quería ir a Abilene... pensé que estaban aburridos y sentí que debía proponer algo. Quería que tú y tu marido no se aburrieran. Nos visitan tan poco que quería estar seguro de que lo pasaran bien. Tu mamá se iba a molestar si ustedes no estaban contentos. Por mí, me hubiera quedado jugando dominó y comernos lo que quedaba en el refrigerador”.
Nos quedamos en silencio. Aquí estábamos cuatro personas normales y comunes que, por decisión propia, habían hecho un viaje de 106 millas a través de un desierto infernal, con un calor salvaje y una tormenta de polvo, para comer unos platos de porquería en una mugrosa cafetería de Abilene, cuando en verdad ninguno tenía ganas de ir. De hecho, hicimos exactamente lo contrario de lo que queríamos. No tenía sentido” (Dyer 1988, 153-156).
Ciertamente, de trata de una historia sumamente extraña aunque no por extraña poco común. La pregunta más inquietante que se puede hacer a propósito del sorprendente desenlace de la narración es la siguiente: ¿por qué querrían cuatro personas adultas y normales ponerse de acuerdo para ir a un lugar al que no desean y para hacer lo que no quieren? Es simplemente desconcertante. ¿Dónde buscar la explicación para un final tan ilógico? Probablemente, la hipótesis más recurrida a la que se puede acudir es aquella que atribuye la situación resultante a una incompatibilidad de caracteres; los protagonistas tienen personalidades tan diferentes que no pueden sino chocar. Sus gustos no coinciden, sus reacciones frente a las situaciones son distintas. Si concedemos esta explicación, todavía estaríamos frente al problema de cómo entender que, pese a sus tremendas diferencias, decidieran hacer lo mismo, con el agravante de que se trataba de exactamente lo contrario de lo que efectivamente querían.
Pues bien, un pragmático va a interpretar esta narración de otro modo. Por de pronto, no cree que esta historia pueda ser comprendida recurriendo a las características de personalidad de los protagonistas. Dicho de otro modo: la conducta desarrollada por las personas en esta historia no puede atribuirse a sus respectivas personalidades. Más bien, puede ser entendida en razón de las conductas mismas. O sea, unas conductas explican las otras y viceversa. De modo que lo sustantivo aquí es la interacción, el tipo de relación que estas personas mantienen entre sí y reproducen todo el tiempo. Una interacción es una red de conductas sometidas a ciertas reglas.
La idea de ‘reglas del juego’ calza perfectamente aquí. Paul Watzlawick, de hecho, ejemplifica su pensamiento con una analogía entre la interacción y el juego de ajedrez. Supongamos que uno de los jugadores realiza un enroque, intercambiando las posiciones del rey y de uno de los peones. Se trata de un jugada que no es arbitraria y que puede ser explicada suficientemente por otra jugada anterior desarrollada por el jugador contrario. Se puede inferir o deducir que el jugador contrario amenazó explícitamente al rey de este jugador o, al menos, esa es una jugada perfectamenete esperable dado el tiempo de desarrollo del juego. En consecuencia, toda jugada es explicable por una o varias jugadas anteriores. Lo que permite sacar esta conclusión es que el juego mismo tiene sus reglas: las piezas sólo pueden moverse y avanzar de cierta manera, no de cualquiera. El conocimiento de estas reglas permite entender la secuencia de los movimientos. Si se cambia la palabra ‘movimiento’ por la palabra ‘conducta’, lo que tenemos es el planteamiento pragmatista de la comunicación. Una interacción (o ‘juego’) entre personas está sometida a reglas, de modo que unas conductas se desarrollan a partir de otras y así sucesivamente. De modo que si yo conozco las reglas de la interacción, puedo entonces comprender las conductas que la componen.
Se puede decir, así, que la jugada de enroque de uno de los jugadores es equivalente a la decisión de los protagonistas de la narración de ir a Abilene aunque no querían. Esa decisión es resultado de otras conductas anteriores. ¿Cuáles son las reglas de la interacción de los protagonistas? ¿qué clase de juego están llevando a cabo? En consecuencia, son las interacciones las que explican la conducta de las personas. Dicho de otro: lo que hay que analizar no es la conducta individualmente considerada, como si fuera la expresión de una personalidad peculiar, sino la interacción, el conjunto de reglas en juego.
Es así, entonces, que los interaccionistas abandonan todo atomismo conductual. Dada una relación o interacción cualquiera, la comprensión no provendrá de analizar los átomos-individuos y desde ellos entender el conjunto sino, muy por el contrario, entender las conductas individuales desde el conjunto, desde la interacción. En la narración trascrita antes, los cuatro personajes protagonizan una interacción marcada por una regla básica de insinceridad. La regla establece que no hay que manifestar los verdaderos sentimientos sino aparentar aprobación gustosa de las decisiones que, en el fondo, no se comparten. Resulta claro que la manifestación