Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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una cuestión de vida o muerte, ¡está en juego el bienestar del mundo! Estaba tan contento de poder elucidar mis motivos a unos americanos inteligentes... ¡y se quedó dormido! También el joven abogado resulta repugnante, con sus aires de pena complaciente hacia alguien que «tendría un necio como cliente», tal y como describió mi decisión de llevar mi propio caso. Es posible que lo juzgue como un decisión suicida. Tal vez lo sea, en lo tocante a las consecuencias. Pero la duración de la condena no me importa un ápice: de todos modos moriré pronto. Mi explicación es lo único que importa ahora. ¡Y ese hombre se quedó dormido! Es posible que me considere un criminal. Pero ¿qué puedo esperar de un abogado cuando ni siquiera un trabajador del acero pudo comprender mi acto? Tampoco Most...

      El nombre me hace recordar las cartas que el guardia me entregó durante la entrevista. Son tres, ¡y una me la envía la Muchacha! ¡Por fin! ¿Por qué no me escribió antes? Seguro que han retenido la carta en la oficina. Sí, el matasellos es de la semana pasada. Seguro que me contará algo de Most... pero, ¿de qué servirá? Ya no me cabe duda, lo pude ver perfectamente en los ojos de Nold. Estaba en lo cierto. Pero antes tengo que leer lo que me escribe...

      ¡En cada frase se respira su devoción por la causa! Es la auténtica revolucionaria rusa. Su carta rezuma el disgusto por la actitud de Most y sus lugartenientes en los círculos anarquistas alemanes y judíos, pero también me trasmite palabras de admiración y apoyo en el confinamiento. Menciona las dificultades económicas por las que está pasando la pequeña comuna formada por Fedya, ella y un par de camaradas más, y concluye con el comentario de que, por fortuna, no necesito dinero para mi defensa o los abogados.

      Entonces no era más que un niño. Veamos... fue en 1881. Tenía unos once años. La clase se estaba reuniendo tras el receso del mediodía. Justo acababa de tomar asiento, cuando el profesor me llamó. Su largo puntero perfilaba como una bailarina una imaginativa silueta sobre el mapa gigantesco de Rusia.

      —¿Qué provincia es ésta? —me preguntó.

      —Astracán.

      —Mencione sus principales productos.

      ¿Productos? el nombre de Chernishevsky cruzó mi mente. Estaba en Astracán, eso es lo que le había oído comentar a Maxim con mamá durante la cena.

      —Nihilistas —le espeté.

      Se oyeron algunas risas ahogadas, otros niños se rieron abiertamente. El maestro se puso lívido. Golpeó el suelo violentamente con el puntero, astillando el extremo afilado. De repente, se oyó un estruendo. Uno... dos... Los cristales de las ventanas cayeron sobre los pupitres con un pavoroso estrépito, el suelo tembló bajo nuestros pies. Se hizo el silencio en la clase. Lívido, el profesor dio un paso hacia la ventana, pero enseguida dio media vuelta y salió de la clase a toda prisa. Los alumnos le seguimos a la carrera. Me asombró la atmósfera de miedo y sospecha que se había adueñado de las calles. En casa, todos hablaban en voz baja. Padre miraba a madre con severidad, lleno de reproche, y Maxim nunca había estado tan callado, aunque tenía una expresión radiante y en su mirada se apreciaba un brillo insólito. Por la noche, los dos solos en la habitación, se precipitó hasta mi cama, se arrodilló, y me abrazó y besó, lloraba y me besaba. Aquel frenesí me asustó. «¿Qué ocurre, Maximotchka?», musité, con dulzura. Echó a correr por la habitación, besándome y murmurando: «¡Gloriosa victoria! ¡Victoria!»

      Entre sollozos y haciéndome jurar que guardaría el secreto, me susurró unas palabras pavorosas, llenas de misterio: «La voluntad del pueblo... Depuesto el tirano... Rusia libre...»

      XIII

      Durante la noche me embarga la sensación de soledad. La vida queda tan lejos, tan atroz resulta su lejanía... siento que me ha abandonado en este desierto de silencio. El remoto resoplido de las máquinas de vapor, el chirrido de las sirenas en el río... agravan mi soledad. Y sin embargo me parece tan próxima esta vida monstruosa, enorme, palpitante de vitalidad, entregada a sus trabajos acostumbrados. ¡Cómo pude permitir que me arrojaran a esta oscuridad! Como una chispa que las llamas y el humo escupieran del horno para entregarla a las tinieblas de la noche...

      ¡El monstruo! Sus ojos son implacables, vigilan cada puerta a la vida. Acechan cada aproximación, no sea que regrese a la vida, y conmigo los demás presos. Pobres desventurados, ¡cómo aumenta su impaciencia y nerviosismo a medida que se acerca el día del juicio! En sus ojos se adivina una mirada atormentada, en sus rostros demacrados se observa la inquietud. Caminan con debilidad, inseguros, consumidos por los largos días de espera. Sólo Negrito, el joven de color, conserva la alegría. Pero a menudo echo de menos la amplia sonrisa en su rostro bondadoso. Estoy seguro de que sus ojos estaban empañados cuando los tres italianos regresaron del tribunal esta mañana. Los condenaron a muerte. Joe, un chaval de dieciocho años, regresó a la celda con paso firme. Su hermano Pasquale pasó por delante de nosotros con la cara escondida entre las manos, llorando en silencio. Pero el viejo, el padre... mientras pasaba por el corredor lo vimos detenerse de golpe. Por un instante pareció perder el equilibrio, luego se cayó hacia delante, su cabeza se golpeó contra la barandilla y su cuerpo cayó inánime al suelo. Los guardias lo llevaron a rastras escaleras arriba sujetándolo por los brazos, sus piernas batían la piedra con un ruido sordo, el fresco carmesí se extendía por el pelo cano, un sopor vidrioso se adueñaba de sus ojos. De repente se puso en pie. Levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y gritó con la voz rota, angustiado:

      —¡Oh, Santa María! Sio innocente, inno...

      El guardia

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