Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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El nombre me hace recordar las cartas que el guardia me entregó durante la entrevista. Son tres, ¡y una me la envía la Muchacha! ¡Por fin! ¿Por qué no me escribió antes? Seguro que han retenido la carta en la oficina. Sí, el matasellos es de la semana pasada. Seguro que me contará algo de Most... pero, ¿de qué servirá? Ya no me cabe duda, lo pude ver perfectamente en los ojos de Nold. Estaba en lo cierto. Pero antes tengo que leer lo que me escribe...
¡En cada frase se respira su devoción por la causa! Es la auténtica revolucionaria rusa. Su carta rezuma el disgusto por la actitud de Most y sus lugartenientes en los círculos anarquistas alemanes y judíos, pero también me trasmite palabras de admiración y apoyo en el confinamiento. Menciona las dificultades económicas por las que está pasando la pequeña comuna formada por Fedya, ella y un par de camaradas más, y concluye con el comentario de que, por fortuna, no necesito dinero para mi defensa o los abogados.
¡Muchacha tenaz! Ella y Fedya son, a la postre, los únicos revolucionarios auténticos que conozco en nuestras filas. Todos los demás tienen alguna flaqueza. No podría confiar en ellos. Los camaradas alemanes... son pesados, flemáticos, carecen del entusiasmo de Rusia. Me pregunto cómo lograron siquiera alumbrar alguien como Reinsdorf. Bueno, él es una excepción. Nada cabe esperarse del movimiento alemán, excepción hecha tal vez de los autonomistas. Pero no son más que un puñado, del todo insignificante, que sobrevive gracias a la disputa entre Most y Peukert. También este último, y la vida entera de su círculo, tienen como principal objetivo su rehabilitación personal. No me extraña, desde luego. Se cometió una terrible injusticia con él.13 Es reseñable que las acusaciones falsas no terminasen relegándolo a la oscuridad. Se advierte una gran perseverancia, diría más, una audacia moral en absoluto menospreciable en su supervivencia en el seno del movimiento. Eso fue precisamente lo que suscitó mi interés por él. La explicación de Most, llena de amargas invectivas, traslucía una aversión personal. ¡Causé una gran sensación en la primera conferencia anarquista judía al exigir que se investigarán las imputaciones contra Peukert! No se pudieron sustanciar las acusaciones en absoluto. Pero los acólitos de Most no se convencieron, cegados como estaban por la ultrajante elocuencia de Most. Y ahora... ahora... le seguirán de nuevo, a ciegas. De buen seguro no osarán manifestarse abiertamente contra mi acto, no los camaradas judíos, al menos. Después de todo, el fuego de Rusia todavía arde en sus corazones. Pero la actitud de Most hacia mí les influirá: empañará su entusiasmo, y así afectará a la propaganda. La responsabilidad de suscitar agitación a partir de mi acto recaerá con todo su peso sobre los hombros de la Muchacha. Será como un soldado solo en el campo de batalla. Lo dará todo de sí, estoy seguro. Pero estará sola. Fedya también me será leal. ¿Pero qué puede hacer él? No es un orador. No lo es él ni nadie más en el círculo de la comuna. ¿Y Most? Tuvimos todos un trato tan íntimo... Es su maldita envidia, y también su cobardía. Sí, sobre todo la cobardía... porque ahora ya no tiene motivos para estar celoso de mí. Acaba de salir de la cárcel... seguro que le dio un ataque de terror. ¡El alfeñique! Minimizará los efectos de mi acto, tal vez logre incluso atajar su influencia propagandística... Ahora estoy solo, si no fuera por la Muchacha, lo estaría del todo. Siempre ha sido así. ¿Acaso no lo estuvo «él», mi bienamado y «desconocido» Grinevitzky? ¿Acaso no estuvo aislado y fue despreciado por sus camaradas? Pero su bomba... cómo tronó su bomba...
Entonces no era más que un niño. Veamos... fue en 1881. Tenía unos once años. La clase se estaba reuniendo tras el receso del mediodía. Justo acababa de tomar asiento, cuando el profesor me llamó. Su largo puntero perfilaba como una bailarina una imaginativa silueta sobre el mapa gigantesco de Rusia.
—¿Qué provincia es ésta? —me preguntó.
—Astracán.
—Mencione sus principales productos.
¿Productos? el nombre de Chernishevsky cruzó mi mente. Estaba en Astracán, eso es lo que le había oído comentar a Maxim con mamá durante la cena.
—Nihilistas —le espeté.
Se oyeron algunas risas ahogadas, otros niños se rieron abiertamente. El maestro se puso lívido. Golpeó el suelo violentamente con el puntero, astillando el extremo afilado. De repente, se oyó un estruendo. Uno... dos... Los cristales de las ventanas cayeron sobre los pupitres con un pavoroso estrépito, el suelo tembló bajo nuestros pies. Se hizo el silencio en la clase. Lívido, el profesor dio un paso hacia la ventana, pero enseguida dio media vuelta y salió de la clase a toda prisa. Los alumnos le seguimos a la carrera. Me asombró la atmósfera de miedo y sospecha que se había adueñado de las calles. En casa, todos hablaban en voz baja. Padre miraba a madre con severidad, lleno de reproche, y Maxim nunca había estado tan callado, aunque tenía una expresión radiante y en su mirada se apreciaba un brillo insólito. Por la noche, los dos solos en la habitación, se precipitó hasta mi cama, se arrodilló, y me abrazó y besó, lloraba y me besaba. Aquel frenesí me asustó. «¿Qué ocurre, Maximotchka?», musité, con dulzura. Echó a correr por la habitación, besándome y murmurando: «¡Gloriosa victoria! ¡Victoria!»
Entre sollozos y haciéndome jurar que guardaría el secreto, me susurró unas palabras pavorosas, llenas de misterio: «La voluntad del pueblo... Depuesto el tirano... Rusia libre...»
XIII
Durante la noche me embarga la sensación de soledad. La vida queda tan lejos, tan atroz resulta su lejanía... siento que me ha abandonado en este desierto de silencio. El remoto resoplido de las máquinas de vapor, el chirrido de las sirenas en el río... agravan mi soledad. Y sin embargo me parece tan próxima esta vida monstruosa, enorme, palpitante de vitalidad, entregada a sus trabajos acostumbrados. ¡Cómo pude permitir que me arrojaran a esta oscuridad! Como una chispa que las llamas y el humo escupieran del horno para entregarla a las tinieblas de la noche...
¡El monstruo! Sus ojos son implacables, vigilan cada puerta a la vida. Acechan cada aproximación, no sea que regrese a la vida, y conmigo los demás presos. Pobres desventurados, ¡cómo aumenta su impaciencia y nerviosismo a medida que se acerca el día del juicio! En sus ojos se adivina una mirada atormentada, en sus rostros demacrados se observa la inquietud. Caminan con debilidad, inseguros, consumidos por los largos días de espera. Sólo Negrito, el joven de color, conserva la alegría. Pero a menudo echo de menos la amplia sonrisa en su rostro bondadoso. Estoy seguro de que sus ojos estaban empañados cuando los tres italianos regresaron del tribunal esta mañana. Los condenaron a muerte. Joe, un chaval de dieciocho años, regresó a la celda con paso firme. Su hermano Pasquale pasó por delante de nosotros con la cara escondida entre las manos, llorando en silencio. Pero el viejo, el padre... mientras pasaba por el corredor lo vimos detenerse de golpe. Por un instante pareció perder el equilibrio, luego se cayó hacia delante, su cabeza se golpeó contra la barandilla y su cuerpo cayó inánime al suelo. Los guardias lo llevaron a rastras escaleras arriba sujetándolo por los brazos, sus piernas batían la piedra con un ruido sordo, el fresco carmesí se extendía por el pelo cano, un sopor vidrioso se adueñaba de sus ojos. De repente se puso en pie. Levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y gritó con la voz rota, angustiado:
—¡Oh, Santa María! Sio innocente, inno...
El guardia