Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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corredor de la muerte! —retumbó el eco burlón bajo el techo.

      El viejo me quita el sueño estos días. Oigo el grito agonizante, su negra desesperación me hiela el tuétano. La hora de ejercicio se ha vuelto insufrible. Los presos me desesperan: todos están obsesionados con sus casos. La monotonía amortiguada de la rutina carcelaria se vuelve cada vez más insoportable. La crueldad y la brutalidad constantes resultan desgarradoras. Ojalá se hubiera acabado todo. La incertidumbre sobre el día de mi juicio es una tortura sin tregua. Llevo ya casi dos meses esperando. Tengo preparado el discurso que leeré ante el tribunal. Podría morir ahora, pero eliminarían mi explicación, logrando así que el pueblo no conociese mi objetivo y mi propósito. Se lo debo a la causa —y a los verdaderos camaradas—, no puedo abandonar la escena hasta que se celebre el juicio. Nada más me une a la vida. Con el discurso, mis oportunidades de hacer propaganda se habrán agotado. La muerte, el suicidio, es la única conclusión lógica y posible. Sí, sé que es obvio. Con que sólo conociera el día de mi juicio... ése será mi último día. El pobre viejo italiano... él y sus hijos al menos saben cuándo morirán. Cuentan cada día, cada hora les aproxima al final. Los ahorcarán aquí, en el patio de la cárcel. Acaso dieron muerte porque no les quedaba otro remedio, acaso mataron llevados por la pasión. El sheriff, sin embargo, los asesinará a sangre fría. ¡La ley de la paz y el orden!

      A mí no me colgarán... y sin embargo me siento como si estuviera muerto. Mi vida ha tocado a su fin, sólo queda cumplir con el último rito. Y luego... bueno, seguro que encuentro una manera. Cuando haya terminado el juicio, me devolverán a la celda. La cuchara es de latón: la afilaré contra el suelo de piedra, muy silenciosamente, de noche...

      —¡Número seis, al tribunal! ¡Número seis!

      ¿El celador ha llamado al número seis? ¿Quién hay en la celda seis? ¡Pero si es mi celda! Siento un sudor frío deslizándose por mi espalda. Mi corazón late con furia, me tiemblan las manos cuando me lanzo a por el periódico. Paso las páginas nervioso. Tiene que haber un error: mi nombre no aparece todavía en la columna donde viene el calendario de juicios. La lista se publica los lunes... ¡pero si éste es el periódico del sábado... ayer tuvimos servicio religioso, hoy tiene que ser lunes. ¡Oh, qué desastre! Hoy no me dieron el periódico, y es lunes... sí, es lunes...

      La sombra cae a través de mi puerta. Oigo el clic de la cerradura.

      —¡Dése prisa, al tribunal!

      10. Puente en ruso.

      11. El edificio donde se encontraban las oficinas de la Carnegie Company.

      12. Una dirección de correo falsa para ocultar la identidad del remitente.

      13. Joseph Peukert, líder de los autonomistas y rival de John Most. Fue acusado al parecer injustamente de traicionar a su camarada John Neve en Bélgica en 1885. Éste último pasó diez años en distintas prisiones alemanas.

      7. El juicio

      En la sala de juicios se respira el aire gélido de un cementerio. Las ventanas sucias vierten una luz mortecina al interior de la estancia silenciosa. Bajo la luz sombría, los rostros parecen fúnebres, espectrales.

      Escruto la sala con ansiedad. Quizá mis amigos, la Muchacha, hayan venido a saludarme... Mis ojos encuentran por doquier miradas frías. Hay policías y empleados del tribunal por todas partes. Varios reporteros se me acercan. Resulta humillante que tenga que hablar con el pueblo a través de ellos.

      —El acusado, ¡en pie!

      El estado de Pensilvania —vocifera el ujier— me acusa de una agresión criminal contra H.C. Frick, con tentativa de asesinato, agresión criminal contra G.A. Leishman, allanamiento criminal de las oficinas de la Compañía Carnegie en tres ocasiones, cada una de las cuales constituye una acusación independiente, y tenencia ilegal y ocultamiento de armas.

      —¿Se declara el acusado culpable o no culpable?

      Protesto contra la multiplicación de cargos. No niego el intento de asesinato contra Frick, pero la acusación de haber atentado contra Leishman no es cierta. Sólo he estado en las oficinas de la Carnegie...

      —¿Se declara el acusado culpable o no culpable? —me interrumpe el juez.

      —No culpable. Quiero explicar...

      —Sus abogados lo harán.

      —No tengo abogado.

      —El tribunal le asignará uno de oficio para defenderle.

      —No necesito defensa. Quiero hacer una declaración.

      —Se le concederá la oportunidad a su debido momento.

      Asisto impaciente al proceso. ¿Para qué sirven todos estos preliminares? Mi condena está firmada de antemano. Los hombres en la tribuna del jurado son quienes decidirán mi destino. ¡Como si pudieran comprenderlo! Me clavan miradas frías y nada comprensivas. ¿Por qué no interrogaron en mi presencia a los candidatos a formar parte del jurado? Ya estaban sentados cuando entré.

      —¿Cuándo se seleccionó al jurado? —pregunto.

      —Dispone de cuatro recusaciones —replica el fiscal.

      Los nombres de los candidatos parecen extraños. Pero, ¿qué importancia tienen los hombres que me van a juzgar? También ellos están en el bando del enemigo. Harán lo que se le antoje al amo. Aun así, tal vez pueda poner palos por un instante en las ruedas del sumo sacerdote. Escojo al azar cuatro nombres de la lista impresa, y los nuevos miembros del jurado suben a la tribuna.

      El juicio prosigue. Un agente de policía y dos empleados negros de Frick se turnan en el estrado de testigos. Testifican que me vieron tres veces en las oficinas de Frick. Mienten, pero los testigos comprados me traen sin cuidado. Un hombre alto sube al estrado. Reconozco el detective que con el mayor descaro afirmó identificarme en la cárcel. Le sigue un médico que declara que todas las heridas de Frick eran mortales de necesidad. Llaman a John G.A. Leishman. Testifica que intenté matarle. «¡Es mentira!», exclamo, indignado, pero los guardias me obligan a sentarme. Ahora se presenta Frick. Intenta evitar mi mirada cuando nos vemos de frente.

      El fiscal se dirige a mí. Declino interrogar a los testigos de la acusación del Estado. Han mentido; no hay verdad en ellos, y no pienso participar en la farsa.

      —Llame a los testigos de la defensa —ordena el juez.

      No preciso testigos. Deseo proceder con mi declaración. El fiscal exige que hable en inglés. Pero insisto en leer el texto que he preparado en alemán. El juez resuelve concederme los servicios del intérprete del tribunal.

      —Me dirijo al pueblo —comienzo—. Algunos se preguntarán por qué he declinado una defensa legal. Ello se debe a dos motivos. En primer lugar, soy un anarquista: no creo en la ley hecha por el hombre, diseñada para esclavizar y oprimir a la humanidad. En segundo lugar, un fenómeno extraordinario como un Attentat no puede medirse con la vara mezquina de la legalidad. Se requiere un examen del trasfondo social para comprenderlo debidamente. Un abogado intentaría

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