Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander General

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vez. Sería más fácil morir. Pero ella lo entenderá, ella...

      —¡Sal de la cama! No conoces las normas, ¿eh? ¡Sal de ahí!

      Me pongo de pie de un salto, mudo, horrorizado. La cuchara se desprende de mi mano relajada. Golpea el suelo, su perceptible tintineo resuena como una condena. Mi corazón está tranquilo cuando me enfrento al guardia. Hay algo asquerosamente familiar en este hombre alto, su boca dibuja una sonrisa burlona. ¡Es el oficial de esta mañana!

      —¡Vaya con el listillo! Dame la cuchara.

      El incidente con el café me pasa fugazmente por la cabeza. Mi ser se llena de asco y odio hacia este guardia. Dudo por un instante. Tengo que esconder la cuchara. No puedo permitirme perderla, no a manos de este bruto.

      —¡Aquí, capitán!

      Me sacan de la celda. El espigado guardia examina la cuchara hasta el más mínimo detalle. Una sonrisa malévola se adueña de su rostro.

      —Vea, capitán. Afilada como una hoja de afeitar. Debes estar bastante desesperado, ¿no?

      —Llévelo al director, Fellings.

      III

      En la rotonda que comunica los bloques de celdas norte y sur encuentro al director frente a un pupitre para escribir de pie. Sus facciones son angulosas y huesudas, tiene los hombros ligeramente caídos, y su rostro es como un enjambre de arrugas minúsculas que se dirían cosidas en un pergamino amarillento. La nariz aguileña se destaca por encima de unos labios delgados y prietos. Me observa con una mirada acerada, fría y poco amistosa.

      —¿Quién es?

      La voz queda y casi femenina acentúa el rostro y la figura cadavéricos. El contraste es asombroso.

      —A7.

      —¿De qué se le acusa, oficial?

      —Dos faltas, señor McPane. Estar acostado en la cama e intentar suicidarse.

      Una sonrisa satisfecha y satánica se adueña lentamente del rostro arrugado del director. Los dedos largos y pesados de su mano derecha se mueven compulsivamente, como si estuvieran tamborileando rígidamente un tablero imaginario.

      —Sí, mmm, mmm, sí... A7, dos faltas. Mmm, mmm. ¿Cómo intentó, mmm, suicidarse?

      —Con esta cuchara, señor McPane. Está tan afilada como una cuchilla.

      —Sí, mmm..., sí. Quiere morir. No tenemos en esta institución, mmm..., ninguna falta como intentar suicidarse. Una cuchara afilada, mmm..., una falta grave. Lo estudiaré después. Por infringir las reglas, mmm..., estar acostado fuera de horas, mmm..., tres días. Llévelo abajo, oficial. Seguro que allí, mmm..., templa los ánimos.

      Estoy mareado y exhausto. Me invade una sensación de completa indiferencia. Apenas me doy cuenta de que unos guardias me bajan por corredores oscuros, empinados tramos de escaleras, me medio desnudan y finalmente me meten a empujones en un vacío negro. Me siento desfallecido, la cabeza me da vueltas. Me tambaleo y caigo sobre las losas del calabozo.

      *

      La luz invade la celda. Me duelen los ojos. Alguien se inclina sobre mí.

      —Un poco de fiebre. Mejor llévenlo de vuelta a la celda.

      —Mmm..., doctor, está sancionado.

      —Es arriesgado, señor McPane.

      —Bien, aplacemos el castigo, entonces. Mmm..., llévenlo a la celda, oficiales.

      —Levántate.

      Mis piernas están paralizadas. No quieren moverse. Me levantan y me cargan escaleras arriba, a través de galerías y corredores, y luego me tiran en la cama.

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