Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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La voz del intérprete suena áspera y aguda. Traduce mi declaración palabra por palabra, y las frases aparecen rotas, deshilachadas, en su inglés desmañado. Los tonos vociferantes me perforan los tímpanos, y mi corazón llora con su sarta recitada de despropósitos.
—Traduzca frases, no simples palabras —le reprocho.
Se aleja de mí con un gesto de impaciencia.
—¡Oh, por favor! Continúe —grito desesperado.
Regresa entre dudas.
—Mire el papel —le imploro— y traduzca las frases a medida que yo las voy leyendo.
Los ojos vidriosos me buscan con una mirada en blanco, perdida. ¡Es ciego!
—Continuemos —dice tartamudeando.
—Ya hemos oído bastante —interrumpe el juez.
—No he leído ni un tercio de mi texto —exclamo consternado.
—Con eso nos basta.
—He declinado los servicios de los abogados para disponer de tiempo para...
—Le concedemos cinco minutos más.
—Pero no puedo explicarme en tan poco tiempo Tengo el derecho de ser escuchado.
—Ya le enseñaré yo quién manda aquí.
Me ordenan que abandone el estrado de los testigos. Algunos miembros del jurado abandonan sus asientos, pero el fiscal del distrito se va corriendo hacia ellos y les susurra algo. Se quedan en la tribuna del jurado. Se hace el silencio en la sala y el juez se pone en pie.
—¿Tiene algo que decir para que la condena no se le imponga?
—No me dejaría hablar —contesto—. Su justicia es una farsa.
—¡Silencio!
Oigo aturdido la cantinela que llega del banco. Los guardias me sacan de la sala del tribunal a toda prisa.
—El juez se portó bien contigo —se mofa el alcaide—. Veintidós años. Bastante duro, ¿no?
Segunda parte.
El penal
1. Pensamientos desesperados
I
—Siéntase como en su casa, ahora que tendrá que pasar un ratito aquí, ¡ja, ja, ja!
Percibo la crueldad de su tono como en sueños. Me pregunto si este hombre me está hablando a mí. ¿De qué se ríe? Me siento tan agotado, quiero estar solo.
La voz ha dejado de hablar; los pasos retroceden. Todo queda en silencio, y estoy solo. Un peso innombrable me oprime. Me siento exhausto, mi mente está vacía. Caigo a plomo en la cama. Entierro la cabeza en la almohada de paja, se me parte el corazón, me hundo en un sueño profundo.
*
Me arden los ojos como si me los marcaran a fuego. El calor me abrasa la vista y me consume las pestañas. Ahora me golpea en la cabeza, mi cerebro está en llamas, un incendio furibundo lo asola. ¡Ay!
Me despierto sobrecogido. Un rayo de luz me enfoca el rostro y me deslumbra. Aterrorizado, me cubro los ojos con las manos, pero el misterioso flujo me atraviesa los párpados y me ciega como si se tratase de una tortura enloquecedora.
—¡Levántate y desnúdate! ¿Pero qué te pasa?
La voz me asusta. Un resplandor imperturbable colma la celda. Más allá de la luz, sólo hay oscuridad, no puedo ver al guardia.
—Ahora acuéstate y duérmete.
Me dispongo a obedecer en silencio cuando de repente todo se vuelve negro ante mis ojos. Un miedo atroz me embarga el corazón. ¿Estoy ciego? Ando a tientas en busca de la cama, la pared... ¡No veo nada! Salto con un grito despavorido a la puerta. Un clic apenas perceptible llega a mis oídos despiertos. El torrente de luz me azota el rostro. ¡Oh! Puedo ver, ¡veo!
—¿Qué demonios te pasa? Vete a dormir, ¿me oyes?
Estoy acostado en la cama, inmóvil, en silencio. Me rondan unos temores extraños... ¡Este lugar tiene que ser terrible! Esta agonía... no puedo soportarla. ¡Veintidós años! ¡No hay esperanza! Tengo que morir. Moriré esta noche... Salgo arrastrándome de la cama conteniendo la respiración. El armazón de la cama cruje. Vuelvo sobre mis pasos aterrorizado y finjo dormir. Todo sigue en silencio. El guardia no me oyó. Incluso con los ojos cerrados percibiré la pavorosa linterna. Abro los ojos lentamente. Todo está a oscuras. Ando a tientas por la celda. La pared está húmeda y mohosa. Los olores son nauseabundos... No puedo vivir aquí. Tengo que morir. Esta misma noche... Algo blanco brilla con luz trémula en un rincón. Me agacho con cuidado. Es una cuchara. Por un momento la sostengo entre las manos con indiferencia, pero enseguida me embarga una gran alegría. ¡Ahora sí que puedo morir! Me arrastro de nuevo hasta la cama, sujetando nervioso la cucharilla. Me busco el corazón con la mano. Late con toda su fuerza. Aquí colocaré el extremo estrecho de la cuchara... Así... lo meteré, un poco más abajo, una presión constante, entre las costillas... el metal está frío. ¡Cuánto calor hay en mi cuerpo! Me rozo el costado con la cucharilla, como si me acariciara... Mis dedos buscan el filo. Está romo. Tendré que apretar fuerte. Sí, está muy romo. Con que sólo tuviese mi revólver. Pero entonces quizá el cartucho no estallaría. He aquí por qué Frick se salvó y yo tengo que morir. ¡Cómo me miraba en el juzgado! Había odio en sus ojos, pero también miedo. Me volvió la cara, no podía mirarme de frente. Vi que se sentía culpable. Pero vive. No terminé con él. Fracasé, fracasé...
—Silencio por ahí, o te meto en el agujero.
La voz bronca me sobresalta. Seguro que estaba gimoteando. Mejor que me cubra la cabeza con la almohada. ¿Qué estaba pensando? Ya me acuerdo. Él está bien y yo estoy aquí. No supe terminar con él. Vive. No es que importe demasiado, desde luego. Mi acto ha resultado en la posibilidad de hacer propaganda. Ése era el primer objetivo. Pero quería matarle, y vive. También fracasé con mi discurso. Me embaucaron. Mantuvieron la fecha en secreto. Les asustaba que asistiesen mis amigos. El fiscal y el juez no dejaban de interrumpirme, era exasperante. Ni siquiera leí un tercio de mi declaración. Y todo el efecto se perdió. ¡Cómo traducía aquel hombre! Se sintió profundamente agraviado cuando le corregí la traducción. No sabía que era ciego. Le pedí que regresara, y tuve que sufrir la tortura renovada de sus alaridos. Casi me sentí contento cuando el juez me obligó a que cesara. ¡Ese juez! Actuó con tal indiferencia, como si el asunto no le afectase en absoluto. No podía ignorar que la condena significaba mi muerte. ¡Veintidós años! Como si fuera posible sobrevivir a semejante condena en este lugar terrible. Sí, él lo sabía. Habló de aplicarme un castigo ejemplar. ¡Viejo villano! Lleva toda la vida haciéndolo; aplicando castigos ejemplares a las víctimas sociales, a las víctimas de su propia clase, del capitalismo. La burla feroz: ¿Tiene algo que decir para que la condena no se le imponga? Y mientras tanto no me dejó continuar con mi declaración. «El tribunal ya ha tenido mucha paciencia con usted.» Estoy contento de haberle dicho que no esperaba justicia, y no la obtuve. Quizá hubiera tenido que escupirle al rostro el epíteto que me