El brindis de Margarita. Ana Alcolea
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Llevábamos días y días ensayando la obra de Navidad en el colegio, que aunque no era de monjas, era religioso. El Auto de los Reyes Magos medieval adaptado para que pudiéramos participar la mayoría de las niñas de la clase. Yo era un pastorcillo, y mi madre y mi abuela habían estado trabajando para confeccionarme el traje. Habían comprado tela especial para hacerme un chaleco que imitaba a la piel de un cordero. Y hasta me habían cortado más el pelo para parecer un chico. Y si se decretaba el luto oficial, y no había colegio, tampoco habría teatro. Y eso que la directora había alquilado una sala de cine para representar la obra.
—Mañana no irás al colegio —sentenció mi madre.
—¿Y eso por qué? Tengo que ir.
—Han dicho que hay luto y que no habrá clases. Nos quedaremos todas en casa. Pueden pasar cosas en la calle.
—¿Y papá?
—A él no le pasará nada, que trabaja con la policía.
—Precisamente por eso, mamá. Si han matado al presidente del Gobierno, pueden matar a papá. Tengo miedo.
—No te preocupes. No le pasará nada. A ver lo que dice cuando venga del trabajo. Allí sabrán bien lo que ha pasado.
Mi padre era chapista en el Parque Móvil Ministerial, donde arreglaban los coches oficiales y los de la policía. Un coche como los que él solía arreglar había sufrido el atentado. Un conductor del mismo organismo había muerto con el almirante y con su escolta. ¿Y si los terroristas atentaban donde trabajaba mi padre? ¿Y si lo mataban? Aquel fue el primer momento en que sentí miedo por lo que pasaba a mi alrededor. Las caras de mi madre y de mi abuela tampoco ayudaban a tranquilizarme. Me fui a mi habitación y me eché a llorar. Por mi padre y por la obra de teatro que no podríamos hacer. Era 20 de diciembre, y solo quedaban de clase los dos días en los que íbamos a tener fiesta. Y como era una obra de Navidad, no tendría ningún sentido representarla después. Me había costado mucho trabajo aprenderme las frases que tenía que decir el pastorcillo, y ya nunca las podría recitar.
Aquella también fue la primera frustración importante que viví en los días en los que salí definitivamente de la infancia, incluso de la pubertad. Hasta entonces, el mundo exterior habitaba en los miedos de mi familia y en los telediarios en blanco y negro. Desde ese instante, el mundo empezaba a formar parte también de mi propia vida.
En mi cuarto hacía frío, así que dejé de llorar para regresar al comedor y al calor de la estufa de petróleo.
13
Entro de nuevo en el dormitorio de mis padres con una caja archivador donde tengo intención de meter, sin mirarlos, todos sus documentos, sus papeles, sus fotos, y las cartas que encuentre en sus mesillas de noche. Empiezo la tarea. No quiero leer las cartas escritas con la caligrafía de mi madre, no voy a hacerlo. Desde que murió, cada vez que me encuentro con su letra inglesa, tan bien trazada y cuidada, me pongo a llorar.
Me encuentro varios pasaportes anudados con una cinta roja. Ahí están los últimos, los penúltimos, los anteriores, y el primero. El primer pasaporte familiar, el que correspondía a mi padre y a mi madre conjuntamente. Lo sacaron para nuestro primer viaje al extranjero. Mi primer viaje en general. Yo tenía dos años y medio y fuimos a casa de mi madrina en Italia. Por aquel entonces, las mujeres casadas no podían tener pasaporte, no fuera a ser que dejaran al marido, se marcharan del país y no volvieran. Así que la foto y los datos de mi madre formaban parte del pasaporte de mi padre, donde también estaba incluida yo. Veo sus rostros en blanco y negro mirando a la cámara con miedo y con ilusión.
Con ilusión porque iban a salir del país por primera vez.
Con miedo porque iban a salir del país por primera vez.
Corría el año 1964 y casi nadie cruzaba la frontera a no ser que fuera a la vendimia a Francia, o a trabajar en Alemania, en Bélgica, en Suiza o en el país vecino. Apenas se salía del país de turismo, y eso por dos razones. La primera era que la gran mayoría de los trabajadores como mi padre no tenían dinero suficiente para viajar. En casa ahorrábamos porque papá tenía dos trabajos, vivíamos en casa de la abuela y no éramos gastadores. La otra razón era que mucha gente creía al pie de la letra lo que se estudiaba en los colegios, que era lo mismo que escuchábamos en el telediario y en el NO-DO hasta la saciedad, y que mi madre repetía una y otra vez.
—Como en España no se vive en ningún sitio.
La autarquía obligada de la España de posguerra provocaba que los gobernantes aseguraran que éramos la envidia del resto del mundo y que por eso nos habían dejado solos, y que con lo nuestro teníamos bastante. Según esa teoría que tanto arraigó, en España se comía mejor que en ningún sitio, teníamos el más amable de los climas, éramos la reserva espiritual católica del mundo… Y así se nos decía que éramos los mejores en todos y cada uno de los aspectos de la vida y de la historia. No nos contaban que éramos los más pobres de esta parte de Europa, y casi los únicos en la parte occidental del continente que no podíamos elegir a nuestros próceres. Tampoco nos contaban que las películas que llegaban de América estaban castradas por la férrea censura que prohibía todo lo que oliera a sexo y a crítica social o política. Ni nos decían que el resto del mundo nos miraba con desprecio por ser pobres y por seguir manteniendo una dictadura. Nos habían dejado solos. Los pactos de no intervención por parte de los aliados durante y después de la guerra nos habían aislado más que los Pirineos.
Mi abuela sabía que en España no vivíamos mejor. Cuando era joven había pasado varios veranos en San Sebastián, de doncella de una familia con posibles, y había ido con su señora alguna que otra vez a San Juan de Luz antes de la guerra, y ya entonces la habían deslumbrado los casinos, los coches y hasta las casetas de baño que jalonaban la playa, donde las señoras se bañaban con menos ropa que a este lado de la frontera.
Mi padre leía viejos libros que había conservado su padre, y miraba los que traían a escondidas de Alemania y de Francia algunos de sus amigos emigrados. Un par de veces trajo a casa libros extranjeros que le prestaban sus compañeros en alguna de las pocas ocasiones que volvían a la ciudad, donde habían dejado a sus mujeres y a sus hijos. Papá no sabía ni francés ni alemán, pero conservaba el diccionario francés de sus tiempos de estudiante, y guardaba uno pequeño de alemán que había encontrado entre los restos de un avión que se había estrellado durante la guerra cerca de su casa. Era un niño entonces, pero como no había ni chocolate ni galletas entre los despojos del aparato, aquel libro se convirtió en un tesoro que le sirvió muchos años después para entender algunas, pocas, de las frases de aquellos libros que pasaban clandestinamente la frontera en las viejas maletas de cartón de los que habían tenido la desgracia, según mi madre, o la suerte, según mi padre, de haberse ido a la emigración.
Pero mi madre seguía creyendo lo que le habían dicho las monjas. Las palabras de aquellas mujeres en los años de escuela seguían influyendo en ella más que las de mi abuela o las de mi padre. Ella sí estaba convencida de que vivía en el mejor país del mundo, aunque no pudiera comer carne de ternera más que dos veces al mes, y la carne de cordero o la merluza fueran un lujo exclusivo de la Navidad. Aunque no hubiera votado jamás ni siquiera a un alcalde. Aunque la única fiesta para señoritas que había en la ciudad le hubiera estado vedada durante toda su vida. Aunque no tuviera derecho ni a abrir una cuenta corriente con su nombre, ni a tener un pasaporte individual. Aunque su marido hubiera estado a punto de morir de tifus porque no había medicinas para curarlo. Aunque su mejor amiga hubiera muerto de tuberculosis a los quince años porque la comida a la que podían acceder los trabajadores en la posguerra no tenía apenas proteínas ni vitaminas. Aunque se escribiera