El brindis de Margarita. Ana Alcolea

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El brindis de Margarita - Ana Alcolea Narrativa

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lo habían asesinado dos años antes por cantar canciones que mostraban un mundo más cruel y gris que el que reconocían los que lo habían silenciado para siempre. Canciones que nos enseñaba nuestro profesor en unas clases extraescolares por la tarde. Él era poeta, además de matemático, y le gustaba enseñarnos cosas más útiles que las ecuaciones, aunque tenía que hacerlo fuera del horario escolar. Así que obtuvo permiso para utilizar un local de la parroquia y allí cantábamos el corrido de «un hombre que fue a la guerra», la balada del «pongo en tus manos abiertas mi guitarra de cantor», y esa delicia trágica que era «Te recuerdo Amanda, la calle mojada», todas ellas canciones de Víctor Jara, al que habían cortado las manos y que había muerto desangrado en el estadio olímpico de Santiago de Chile como tantos otros. Su delito, cantar lo que ahora cantábamos nosotros en una sala de la parroquia. Y escribo «nosotros» porque en aquellas actividades extraescolares estábamos juntos los chicos y las chicas. Apuntarme a guitarra era casi la única posibilidad que yo tenía de relacionarme con chicos. El colegio era mixto, pero las clases no. Los varones estaban en otros pabellones, y tenían otro recreo. Solo cuando se hicieron obras en el suyo, compartimos espacio y tiempo en nuestro patio. Aquellas semanas de promiscuidad no me trajeron nada especial. No hablé con ninguno de los chicos, más ocupados en charlar e intentar ligar con las más guapas y menos tímidas, entre las que desde luego no estaba yo.

      A mí me gustaba un chico que se llamaba Víctor, como el cantante. No sé por qué me gustaba porque jamás había hablado con él ni había sido mirada por sus ojos; ni siquiera había oído nunca su voz. Soñaba con él y escribía su nombre en mi diario una y otra vez. Hasta escribí versos dedicados a sus ojos verdes y a su cabello rizado. Nunca hablé con él, «con él, con él»…, como en la canción, pero lo amé en secreto, como se ama a esos trece años en los que tu héroe es Víctor Jara, Robert Redford o Carl Anderson, aunque defenderlo me supusiera bajar en tres puntos la nota de Religión.

      En aquel tiempo yo era muy tímida porque era muy insegura. Con eso de que «estaba muy desarrollada para mi edad» era demasiado alta y tenía las tetas demasiado grandes. Mis gafas, mis cejas gruesas y el hecho de sacar las mejores notas de la clase me condenaban. Me llevaba bien con casi todas las niñas de la clase, pero era invisible para los chicos. Me apunté a Confirmación para relacionarme más con los muchachos, pero ni aun así. Me llevaba mejor con los cantantes de los discos, que también me parecían guapísimos, tanto o más que aquel Víctor de los ojos verdes.

      Ellos sí que hablaban conmigo. Me contaban y susurraban canciones de amor, de lluvia, de campesinos, de luchas. Y lo hacían directamente a mis oídos, sin intermediarios. Y me lo repetían tantas veces como yo quería. Hacía girar el disco una y otra vez bajo aquella aguja que tenía la punta de zafiro. Alfredo Kraus, Víctor Jara, Ted Neeley, Donny Osmond, los Jackson Five, Camilo Sesto y Paul Anka convivían los sábados por la mañana con las danzas del príncipe Igor de Borodin, y con los «Ojos negros» del disco de canciones tradicionales rusas que mi padre había comprado a escondidas en la trastienda de un local en el que se vendían discos prohibidos.

      Me enamoré de Kraus cantando a Francisquita, de Víctor Jara recordando a Amanda, de Neeley preguntándole a Dios que «why, why I should die?», de Donny Osmond en aquel disco que alguien me compró en la base americana, del niño Michael Jackson en los tiempos en que era una tierna criatura que cantaba y no tenía castillos como el ciudadano Kane. Del regreso de Melina que cantaba Camilo, que también fue Jesucristo en el teatro, y de Paul Anka, en un disco americano de verdad que nos había regalado mi madrina en aquel nuestro primer viaje, el del único pasaporte, el de los tres trenes y la carbonilla en el ojo. Me enamoré de ellos y de todos los chicos que, aunque hubiera sido por una milésima de segundo, me habían mirado, haciéndome creer que estaban locos por mí.

      19

      Porque yo me lo creía todo. Mi rebelión en la clase de don Rafael había sido una excepción que incluso a mí me sorprendía. Era la prueba de que algo, no sabía el qué, estaba cambiando en mi pensamiento. Hasta la gente había empezado a hablar un poco más alto, como si las paredes hubieran dejado de oír. Incluso mi padre decía cosas que nunca antes se había atrevido a decir; y si lo había hecho, había sido en un volumen tan bajo que yo no lo había oído.

      —Pues la chica quiere visitar a su abuela, y esta tarde vamos a ir, te guste o no —le dijo un día a mi madre, que empezó a llorar.

      —Si hubiera sido por ella estarías muerto. Fue mi familia la que pagó las medicinas para que te curaras del tifus, que tu familia no movió ni un dedo y te habría dejado morir como a un perro.

      —Sabes dónde duele más, ¿verdad?

      —Es la verdad.

      —No siempre hay que decir la verdad si haces daño con ella. A no ser que lo que pretendas sea precisamente eso, hacerme daño a mí. Y a tu hija.

      —Mi hija tiene que saber las cosas.

      —Las cosas desde tu punto de vista, que, según tú, es el único que cuenta.

      —La verdad no tiene más que un camino —decía ella, en una de sus frases recurrentes.

      —Eso es lo que te enseñaron las monjas.

      —Las monjas tenían razón. Estaban asistidas por la Virgen María.

      —Oh, vamos. Seguro que también hablaban de la caridad cristiana. ¿O es que el día que tocó esa lección tú estabas enferma y te perdiste la clase?

      Yo escuchaba la conversación desde el otro lado de la puerta de su dormitorio. Mi abuela estaba en el pueblo con su hermana y en la soledad de la pareja se sentían más libres de decirse lo que pensaban, que no siempre era amable.

      Mi madre se quedó callada por un momento. Pensé que estaba llorando y que no podía escuchar sus lágrimas. Discutían por mi culpa. Si yo no quisiera ver a mi abuela paterna, papá y mamá nunca habrían discutido. Ni mamá nunca le habría echado en cara a papá lo del tifus y lo de que no se olvidara de que estaba viviendo en casa de su suegra, que era otro de los temas que le refrotaba cuando estaba enfadada con él, siempre por mi culpa.

      —Mi culpa, mi culpa, mi grandísima culpa —digo, mientras contemplo una de las fotos de mi madre, que sigue en la mesilla de papá, en un marco de plata.

      Cuando ocurría esto, también me iba al cuarto de baño a llorar. Cerraba la puerta con el pestillo y tiraba de la cadena para que nadie me oyera. A veces cogía las tijeras y me las acercaba a las venas de la muñeca. Pensaba que si me las cortaba seguro que dejaban de discutir. Serían ellos quienes se sentirían culpables de mi muerte y llorarían mucho. Pero entonces me sentiría aún más culpable por haber provocado semejante torrente de lágrimas y de sufrimiento. Y, además, yo iría al infierno… Así que dejaba otra vez las tijeras en el armario y me sentía culpable incluso de haber tenido el pensamiento de clavármelas en las venas.

      El resultado de la discusión era que papá y yo íbamos por fin a visitar a la abuela, y mamá estaba de morros durante una semana. Al final todo se pasaba y cada uno seguíamos con nuestra vida. Mamá haciendo sus tareas de ama de casa y escribiendo cartas a lejanos rincones del mundo porque de joven se había inscrito en una revista para mantener correspondencia con otras señoritas; papá arreglando coches ajenos mañana y tarde. Y yo estudiando, tocando la guitarra, y jugando al hockey para mejorar mis notas de Gimnasia y para intentar que algún chico se fijara en mí.

      Pero eso tardaría mucho tiempo en pasar.

      20

      Estábamos

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