El brindis de Margarita. Ana Alcolea

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El brindis de Margarita - Ana Alcolea Narrativa

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Trinidad y su misterio acerca de ser trino y uno, y esas cosas que nadie entendía. Y también nos pidió una reflexión acerca de la película. Yo volví a la carga con mis ideas acerca de lo que era o no herejía, y de lo que era o no era racismo.

      A la semana siguiente nos dio las notas del examen: me había puesto un seis. Una nota malísima. Yo estaba acostumbrada a sacar nueve o diez en todas las asignaturas, menos en Matemáticas y en Educación Física. Pero un seis en Religión…

      Me levanté y me acerqué a su mesa.

      —Don Rafael, tengo un seis en el examen. Me extraña.

      —¿Y por qué te extraña?

      —Creo que me merezco más. Me parece que el examen está bien.

      —Eso lo decido yo. Eres una insolente. Debes aprender a ser más humilde.

      ¿Más humilde? ¿Yo? ¿Que me creía casi todo lo que me decían, que hacía todo lo que me pedían?

      —Eres muy soberbia. Y ese es un pecado muy grave.

      Me dio tanta rabia que me entraron ganas de llorar. Le pedí permiso para ir al cuarto de baño y allí me desahogué. Me iba el corazón a toda velocidad y lloraba de impotencia ante lo que consideraba una injusticia. Cuando llegué a mi casa con la cara desencajada, mi madre me preguntó:

      —¿Qué te pasa que traes mala cara?

      —Que don Rafael me tiene manía.

      —¿Cómo que te tiene manía?

      —Sí. Por lo de la película de Jesucristo Superstar. Ya te conté ayer que le había dicho que no estaba de acuerdo con él. Y eso le ha molestado mucho. Así que solo me ha puesto un seis. Y de verdad, mamá, que el examen estaba por lo menos, por lo menos, para un nueve.

      Era evidente que necesitaba un poco de humildad. Pero no ser tratada con injusticia.

      —Mañana iré a hablar con él. No voy a tolerar que te tenga manía y que por eso te baje la nota.

      —No, mamá, por favor. No vayas, que me va a dar mucha vergüenza.

      —Por supuesto que voy a ir. Pero no le digas nada a tu padre.

      Esta vez era al revés de lo habitual: era mi madre la que me pedía que no le contara algo a mi padre. En mis años de infancia y de pubertad me hice experta en ser guardiana de secretos, reina de silencios.

      Lo dijo y lo hizo. Aquella fue la primera y única vez que mi madre fue al colegio para protestar por algo que me había ocurrido. Para ella y hasta ese instante, los profesores eran sagrados y siempre tenían razón. Si en Educación Física solo tenía como máximo cincos y por condescendencia de las maestras, si en Matemáticas tampoco pasaba del cinco porque se me daban fatal, la culpa nunca la tenían los profesores, sino yo, por torpe, por miedosa y por no trabajar lo suficiente. Pero si la nota era baja porque el profesor me tenía manía, no estaba dispuesta a tolerar tal injusticia.

      Así que a la mañana siguiente, mientras estábamos en clase, llamaron a la puerta. Era la secretaria del centro que le pedía a don Rafael que saliera. Vi la silueta de mi madre en el pasillo y enrojecí. Deseé que se me tragara la tierra. Pero ahí estaba ella, como una mamá gallina defendiendo a su pollita, preguntándole al cura que por qué tenía manía a su hija, que lo único que había hecho la chica era decir su opinión. Que ella también había visto la película y que tampoco había visto nada que oscureciera la relación entre Cristo y la ramera, y que el hecho de que Judas fuera negro era por poner un toque de color, sin más, que todos somos hijos de Dios y que los negros pueden ser Judas, Cristo y san Pedro. Que en ningún lugar dice que Jesús o alguno de los apóstoles no fuera oscuro de piel; y que viniendo de donde venía, más fácil era que hubiera sido negro que blanco.

      Todo esto me contó mi madre ya en casa mientras esperábamos a mi padre.

      —Mamá, ¿cómo has podido decirle todo eso a don Rafael?

      Tenía dobles sentimientos acerca de la presencia de mi madre en el colegio: por una parte, me sentía orgullosa de que mi madre me hubiera defendido. Pero, por otra, me daba vergüenza que mis compañeras pudieran pensar que era una niña mimada a la que mamá le sacaba las castañas del fuego. Afortunadamente, don Rafael no dio su brazo a torcer, y en esa evaluación me quedé con un seis, que se convirtió en un sobresaliente a final de curso, porque aprendí a estar calladita y a dejar en casa mis opiniones con respecto a la religión y a la sociedad. Al fin y al cabo, seguíamos en el primer semestre de 1975 y las paredes y las sotanas, incluso las que olían a orina rancia como la de don Rafael, seguían oyendo hasta los pensamientos más escondidos.

      18

      Voy a la cocina a beber un poco de agua. Los papeles y los recuerdos arañan y secan mi garganta y mi conciencia. Miro las noticias en el móvil: ya están introduciendo el féretro del dictador en el helicóptero. Los parlamentarios ingleses discuten sobre el Brexit por enésima vez, y el presidente de la Cámara de los Comunes lleva una corbata nueva. Todos los días lleva una corbata nueva. Me imagino su armario lleno de corbatas ordenadas por gamas de colores. Vuelvo al dormitorio y abro el armario de papá. No consigo ser ordenada ni siquiera para vaciar una casa. Voy de la mesilla al armario, de una habitación a otra, en vez de terminar con un mueble cada vez. En la puerta, en colgadores especiales, están sus corbatas. Dejo que las diferentes telas toquen mis manos. La seda, el poliéster, el algodón… Guardo dos, la de seda que le traje de alguno de mis muchos viajes a Italia, y la primera que le recuerdo, roja, con algún rombo suelto, como en un cuadro abstracto; miro la etiqueta, también es italiana, tal vez la compró él mismo durante aquel nuestro primer viaje. Están tan limpias y tan planchadas que tocarlas e introducirlas en una bolsa me parece una profanación. También conservan su olor. Doy gracias de que el tiempo y mi memoria hayan respetado el aroma y me sumerjo en él.

      El silencio de mis pensamientos mientras aspiro el perfume de las corbatas se rompe cuando oigo ruido en la cocina. Vuelvo sobre mis pasos. Me he dejado el grifo abierto. Y el teléfono muestra todavía la página de El País que había abierto unos minutos antes. Siguen las mismas noticias. Y otra que no había leído antes: en Chile hay revueltas y el ejército está en la calle. Las imágenes de los tanques y los soldados cubiertos con cascos en Santiago me recuerdan a las imágenes en blanco y negro del golpe de Estado de Pinochet, el que acabó con la vida de Salvador Allende, con el disgusto mortal de Pablo Neruda, y con las manos cortadas de Víctor Jara en el estadio olímpico de Santiago en septiembre de 1973.

      —«Te recuerdo, Amanda, la calle mojada» —canturreo casi sin darme cuenta.

      El disco de Jesucristo Superstar llegó a mi vida al mismo tiempo que el de Víctor Jara, aunque se había publicado seis años antes. Y es que en aquel año de 1975 pasaron muchas cosas en mi vida: descubrí que entre Cristo y Judas me quedaba con el segundo porque era el único que se preguntaba cosas y no aceptaba sin más lo que parecía estar escrito por el destino, o por las leyes de Dios y de los hombres. También supe que era estupendo bailar canciones lentas con chicos que no fueran mis primos, y que tenían los ojos como Ted Neeley, el cantante que daba vida a Jesucristo en la película. Fue en un hotel de Mallorca, en septiembre, durante las vacaciones, justo antes de que empezara el último curso en el colegio. Yo tenía trece años y quería ser mayor. Y como era alta y «estaba muy desarrollada para mi edad», pues di el pego y me dejaron entrar en la fiesta del hotel.

      —No deberías querer crecer tan deprisa —me dijo alguien en

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