El brindis de Margarita. Ana Alcolea

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El brindis de Margarita - Ana Alcolea Narrativa

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Salían en la televisión como ejemplo de que España se mantenía firme a pesar de las críticas y del odio que una parte de los extranjeros nos seguía teniendo. Las protestas estaban causadas por las últimas sentencias a muerte que el moribundo había firmado. Cinco hombres iban a ser ejecutados cuando en el resto de Europa, salvo en Francia, hacía tiempo que no se mataba legalmente a nadie, aunque aún no se había abolido la pena de muerte ni en Francia ni en Gran Bretaña. Curiosamente, ambos países lo harían aún más tarde que España.

      —Pues si ellos han matado, bien está que los maten —decía mi madre, para quien la justicia seguía dictada por la ley del talión.

      —¿Pero es que no hemos tenido ya suficientes muertos en este país? —replicaba mi abuela.

      A ella todos los fusilamientos le recordaban al de Galán y García Hernández, que había ocurrido antes de la República, en la época de la dictadura anterior. La ejecución de aquellos dos capitanes que se habían sublevado en Jaca por la libertad había provocado lágrimas en casi todo el pueblo, que ya entonces añoraba una libertad que vino en el 31, y que tampoco cumplió las expectativas de muchos.

      —Franco está a punto de morir y quiere morir matando —continuaba—. Con dos cojones hasta el final. Rezo para que se muera antes e indulten a esos desgraciados.

      —No los indultarán, abuela —intervenía mi padre—. Ya veréis como no los indultan. Quieren dejar claro ante el mundo que siguen siendo los vencedores.

      —Pero estaría bien un poco de clemencia, ¿no? —me atreví —. Si se está muriendo, ¿qué más le da? Además, así pasaría al otro mundo habiendo hecho un acto de caridad cristiana. Eso seguro que le parece bien a san Pedro.

      —¿A san Pedro? —me preguntó mi padre con la cuchara de la sopa en la mano.

      —Es el que tiene las llaves para dejar entrar al cielo a los buenos, ¿no? Pues eso —repuse. A pesar de todo, en la clase de Religión había aprendido muchas cosas.

      —No deberías ir a un colegio de curas —dijo mi padre después de tomar la cucharada de sopa—. Te cuentan cosas muy raras.

      —Es el mejor colegio que queda en el barrio —contestó mi madre—. Está bien que la chica tenga una educación cristiana y no sea tan descreída como tú.

      —De todas formas —continuó papá—, si san Pedro deja entrar a Franco en el paraíso, será la prueba evidente de que la injusticia no solo reina en el mundo de los vivos sino también en el de los muertos —contestó mi padre.

      —No le digas esas cosas a la chica, que luego irá por ahí contando que a su padre no le gusta Franco —advirtió mi madre, siempre con el miedo en el cuerpo.

      —Las cosas están cambiando. Ya se puede hablar. Y no tardará en llegar el día en el que podremos salir a la calle sin miedo a que nos pidan la documentación y sin temor a que nos detengan solo por pensar diferente.

      —Pero esos cinco bien muertos van a estar. Que ellos han matado a unos inocentes —continuó mamá.

      —Nadie tiene derecho a matar a nadie. Ni ellos ni la justicia.

      —Solo Dios tiene derecho a llevarse a sus hijos con él —intervino de nuevo mi abuela con una voz afectada—. Eso dicen siempre los curas, pero muchos miraban hacia otro lado cuando tanto los milicianos como los falangistas sacaban de sus casas a inocentes para darles el paseo y liquidarlos. Cuando se muera ese, vendrá otro 36. Ya lo veréis. Si se meten los anarquistas otra vez, volverá la guerra, como entonces.

      Porque mi abuela siempre le echaba la culpa de casi todo a los anarquistas. Según ella, fueron quienes trajeron el 36 porque iban por la calle pegando tiros, rompiendo figuras de santos y quemando iglesias. Mi abuela temía a los anarquistas casi tanto como a los falangistas.

      —Ay, abuela, no digas eso. Que a mí me da mucho miedo la guerra.

      —Pues cómete todas las lentejas, que no sabemos qué pasará. No sabes lo que es pasar hambre, niña. Ojalá nunca conozcas lo que es oír las sirenas y echar a correr para llegar al refugio antes que las bombas. Y no tener nada que llevarte a la boca, ni que darle a tu propia hija —sentenciaba la abuela con la mirada puesta en la pantalla de la tele en la que cientos y cientos de jóvenes se manifestaban contra Franco en París, en Londres, en Roma y en medio mundo menos en el nuestro.

      —No asustes a la chica, mamá, que no pasará nada, ya veréis —intentaba consolarme mi madre—. A lo mejor hasta los indultan.

      Pero no los indultaron. Los mataron cuando el nuevo y último curso del colegio estaba recién comenzado, y nosotros acabábamos de regresar de nuestras vacaciones en Mallorca, en aquel verano tardío en el que había bailado al ritmo de una canción que se llamaba Rosana, el mayor éxito del grupo Los Diablos de aquel año. El mundo entero volvió a protestar en las calles contra una dictadura que hasta en sus últimos coletazos moría matando, como había vaticinado mi abuela. Una dictadura que habían alimentado los mismos países que se rasgaban las vestiduras después de las ejecuciones sumarísimas de los últimos juicios. Durante la guerra, el tratado de no intervención y el «que se maten ellos»; después de la Segunda Guerra Mundial, mejor una dictadura de derechas que la posibilidad de que España se convirtiera en un satélite demasiado occidental de la Unión Soviética, así que mantuvieron al abuelo universal en el poder, con un Plan Marshall raquítico y a destiempo, y con una visita del mismísimo presidente de los Estados Unidos, el carismático Ike Eisenhower ya en 1959.

      No vimos nunca imágenes de la ejecución, pero el ruido de los fusiles que no escuché se mezcla ahora en mis recuerdos con el vals de Rosana, y con otras canciones que cantábamos en las clases de guitarra. Eran temas que pretendían protestar contra el pequeño mundo que nos rodeaba: Un ramito de violetas, de Cecilia; La orilla blanca, la orilla negra, de Iva Zanicchi; y, por supuesto, El preso número 9, de Joan Baez.

      21

      Me empezó a gustar un chico de los que iban a guitarra. Era moreno, tenía gafas de metal, y era tan tímido como yo. No me acuerdo de su nombre y no oí su voz más que cuando cantaba aquella canción de Joan Baez que se había compuesto antes de que naciera yo, pero que se había hecho famosa en aquellos años primeros de la década de los setenta por lo que tenía de alegato contra la pena de muerte. Como él la cantaba, decidí aprenderla para a lo mejor hacer un dúo con él algún día, cosa que nunca llegó, por supuesto. Pero al menos me aprendí la canción y la cantaba en los recreos y en casa.

      —¿Y esa canción? —me preguntó un día mi madre.

      —Es un alegato contra la pena de muerte, mamá.

      —Aquí no cantes esas cosas, que te pueden oír.

      —Pero, mamá, si esta canción ha salido ya en la tele y todo. No está prohibida. Escucha, te la voy a cantar, fíjate bien en la letra, y en la música, que es muy bonita.

      Yo tocaba los primeros acordes y me acordaba de los dedos del chico de las gafas plateadas, que se deslizaban por el diapasón con mucha más facilidad que los míos. Miraba la cara satisfecha de mi madre, complacida con lo bien que su niña tocaba la guitarra.

      El preso número nueve ya lo van a confesar (…) / Porque mató a su mujer y a un amigo desleal (…) / Los maté, sí señor / Y si vuelvo a nacer / Yo los vuelvo a matar / Padre no me arrepiento / Ni me da miedo la eternidad / Yo sé

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