Piel de mujer. Andrea Mora Zamora

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Piel de mujer - Andrea Mora Zamora Sulayom

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puertucha en que dormían Nachito y Ana Yancy seguía abierta.

      Cuando el niño, de 3 años recién cumplidos, llegó de la casa de la abuela después de jugar con los primos, me contó que jugó bola toda la tarde y que estaba cansadísimo. Por eso cayó profundamente dormido no más poner la mejilla en la almohada y por eso me dio el chance a mí para moverme un poco más tranquila.

      Para esa noche, Ana ya tenía 1 año y medio y ya habíamos descubierto que tiene síndrome de Down.

      Mi suegra se murió diciendo que su condición es un castigo y/o la voluntad de Dios. Yo me voy a morir diciendo que las palizas que me pegó Julio cada día durante los 9 meses que duró ese embarazo, tuvieron que haber tenido que ver.

      Ahí, más o menos, creo yo que fue donde se condensó la decisión. Con ese embarazo a cuestas fue que empecé a ahorrar.

      Porque sí, a diferencia de lo que van a decir todas las vecinas, antes de Luis la decisión ya estaba tomada.

      Julio no era mala persona, pero por dentro llevaba el peor demonio que ha envenenado y que aún envenena a nuestro país y a nuestros hombres: el guaro.

      Empezó a beber a los 13 años. Son 14 hermanos y los 6 hombres de la camada son alcohólicos. Julio será el único de los 6 al que, en unos años, mate el vicio.

      Mis 5 cuñadas, por su parte, aguantarán medio siglo de golpes, borracheras, humillaciones y el hambre que deja que sus maridos no den un cinco a la casa por haberse tomado la plata de la comida en alcohol.

      Yo seré la única que no pueda más. Y yo seré a la única que se mueran juzgando. A la única a la que señalen de por vida.

      Entré al baño y recogí cepillo de dientes, algo de maquillaje, un peine y pasta dental. De vuelta al cuarto, al closet: 6 blusas, tres enaguas, un pantalón; ropilla vieja para pijama y un par de brassieres.

      Me llevé un solo par de zapatos, no cabían más.

      Detrás mío, la cama vacía.

      Mis hijos estaban a solo horas de quedarse solos.

      Era la madrugada del 27 de setiembre de 1965.

      Para el 2017, cuando yo ya no camine por este mundo, 4 de cada 10 hogares en Costa Rica estarán encabezados por una mujer, según la Encuesta Nacional de Hogares del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).

      Que un hombre se vaya de casa ya será un tema común; 4 de cada diez padres abandonarán a sus hijos y eso entonces, y desgraciadamente, ya no será nada nuevo.

      Ya no será la Costa Rica de la preguerra ni la del Estado Benefactor, para entonces será la de Yolanda Oreamuno y Laura Chinchilla; pero aunque sea otra, aunque se desarrolle todo lo que quiera y aunque sea “común” que los hombres se vayan, que una mujer lo haga seguirá siendo un tema tan escandalizador como lo fue esa maldita noche.

      Durante los 6 años de matrimonio, cada vez que Julio había amenazado con irse y dejarnos, mi madre salía a gritarme y a decirme que el matrimonio era para siempre, que aguantara; que yo sabía que él era un borracho cuando me escapé para casarme con él, que ahora no me pusiera a hacerme la débil. Cada vez que había amenazado con dejarme, a mí más que miedo, me hacía fantasear con la felicidad de la idea.

      Pero era “hasta que la muerte los separe”, como solía decir mi madre.

      ¿Y si el problema era que yo ya estaba muerta por dentro? ¿y que el que me había matado había sido él?

      Vivíamos en una casa de madera con las paredes pintadas en un feo tono verde agua; la nuestra era de esas casas en las que uno camina y las tablas del piso chirrian sin vergüenza alguna. El comedor era minúsculo, teníamos tan poco dinero que solo había alcanzado para comprar un par de sillones y unas sillitas de comedor, de esas de madera que mis hijos asociarán con las que usarán mis nietas para jugar a la casita dentro de, para aquel entonces, 30 años, cuando el recuerdo los siga atormentando.

      En una de esas sillas, pintadas de verde agua como la casa, fue donde me senté a las 2:17 de la mañana, a escribir sus cartas.

      Lo hice con esmero: apunté cada hecho pequeño que me había llevado ahí, cada detalle chiquitico y hasta la hora que marcaba el reloj. Escribí con las faltas de ortografía típicas de una mujer que no había llegado más que al cuarto grado de la escuela y entonces, bajo la luz de una vela, les hablé de Luis.

      Duré más o menos 25 minutos terminando las tres cartas. Una para cada uno de mis tres hijos.

      25 minutos. Duré casi un minuto por cada año que tardaron esas cartas en llegar a sus manos, pues mi suegra se encargaría de esconderlas y no sería sino hasta entrada la década de los ‘90’s, después de su muerte y mientras Ire arregláse las cosas de la para entonces difunta, que encontrará los amarillentos papeles escondidos en un cajón.

      Casi 25 años en leer que esa madrugada yo, desde lo más profundo del alma, lamentaba lo que estaba haciendo.

      25 años en los que emergerían en mis hijos sentimientos y cicatrices de las que yo, desgraciadamente, ya empezaba a ser consciente en ese momento.

      Aunque no fueran más grandes que las que su padre ya me había hecho a mí.

      En el futuro, el psicólogo Nicolás Moreno, tratará este tema cuando estos temas ya sean tratables; hablará de consecuencias en las que yo trataba de no pensar esa noche.

      Dirá que el abandono materno provocará una fuerte inseguridad en mis hijos; que vendrá de la mano de un posible horror desmedido por parte de mis, ahora niños, sobre abandonos de parte de sus parejas; que eso los hará más propensos a que soporten maltratos a fin de no quedarse solos; que de esta noche traerá consigo que desarrollen conductas posesivas y excesivamente dependientes hacia quienes les rodean. Que los marcará de por vida.

      Esa Navidad, cuando Ire le pida “al Niño” una madre y llore con desesperación en el cafetal del fondo de la casa de mi suegra por ser ella y sus hermanos los únicos de los primos que no recibirán regalos, porque la que se los compraba era yo, empezarán a salir a la luz esas conductas.

      ¿Que si pensé en llevármelos? ¡Claramente! Pero devuélvase, mamita, a la Costa Rica de hace 50 años: allá JAMÁS una mujer se iba a llevar a sus hijos, sin importar qué tan borracho o agresor fuese su padre. Mucho menos en un barrio como el mío, lleno de cuñadas chismosas, pegadas a las ventanas.

      “Pero yo no me voy a justificar, si algún día es voluntad de Dios que ustedes entiendan, entenderán, pero que sea lo que él?(sic.)?quiera”.

      Ese es el único fragmento de texto en el que coincidirán las 3 cartas.

      Nachito va a cortar relaciones con toda la familia, se alejará de sus hermanas y el día del entierro de Julio será la última vez que ponga un pie en la calle familiar, llena aún para entonces, de tías chismosas.

      Anita, por su parte, se hará fuerte aprendiendo a cargar con su discapacidad, pero gracias a la Virgen no lo hará sola, pues a pesar de que su padre que, demasiado borracho para entenderme a mí, jamás lo logrará con ella, nunca le faltará quién. “Ya, ya ¡ya! Todo va a estar bien, todo va a estar bien, todo va estar bien…”, me susurraba a mí misma, mientras me mecía sobre la sillita y me trataba de convencer de que nadie se iba a morir con esa decisión.

      Eso

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