Piel de mujer. Andrea Mora Zamora

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Piel de mujer - Andrea Mora Zamora Sulayom

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que me encontró llorando en silencio con la mirada puesta en el techo del San Vicente de Paúl y con la niña en mis brazos, moviendo la boquita de manera algo rara, tratando de llorar de hambre.

      —La niña tiene hambre, señora –dirá que me dijo.

      Luis era enfermero en el hospital, de los primeros de la época, en una Costa Rica en la que esa labor era solo de mujeres.

      Dirá que no le respondí, mientras mi niña abría su boca con desesperación, tratando de sacarse del pecho los gritos de hambre que llevaba adentro.

      —Señora… ¿Señora? –Luis se acercará a mí, me quitará a la bebé de los brazos para alimentarla y me verá el cuello, los hombros y el pecho forrado de moretones recién hechos.– ¡Señora!

      Los moretones que me adelantaron el parto.

      ¿Saben ustedes lo difícil que era en 1964 que una bebé prematura sobreviviera?

      Mi hija no es un castigo de Dios, es una bendición que sobrevivió a haber nacido sietemesina, producto de los golpes de su padre.

      La Asociación Panamericana de la Salud incluso escribirá un libro sobre casos como el mío, “El Brindis Infeliz”, que señalará, bajo la tinta de Julio Bejarano para Costa Rica, que para la década del 2000 un 60% de las mujeres costarricenses será víctima de violencia intrafamiliar por parte de su pareja y que en el 30% de estos casos, dicha pareja llegará completamente ebria a la casa, decidida a cerrarlas a golpes.

      Y la noche antes del nacimiento prematuro de Ana, fue exactamente eso lo que pasó: Julio llegó hasta el rabo a las 3 de la mañana, entró a casa y me cerró a patadas y a puñetazos, provocando que se me rompiera la fuente.

      —¿Quién la está esperando afuera, señora? –preguntaba Luis mientras le daba de comer a la bebé en uno de esos biberones grandes y de metal que usaban los enfermeros en los '60, bajo las luces grandes de Maternidad.

      —Nadie, vine sola –dirá que respondió mi voz pastosa, sin que mis ojos, ya duros y curtidos, quitasen la mirada de las lámparas.

      —¿Cómo sola? ¡Usted no se pudo haber venido sin nadie, su estado de salud es grave! –exclamaría mi enfermero.

      —Sí, sí pude.

      Y claro que pude: cuando no iban a ser ni las 4 de la mañana, no me quedó más que salir a la calle con la fuente rota, a pedirle al cielo que algún carro pasara por la calle con campo, disposición y piedad para llevarme al hospital a parir, ante la borrachera de un padre que no me oyó ni siquiera salir.

      “¿Pueden imaginarse la escena?”, será lo que les escriba a los niños en las cartas que leerán de adultos: en una calle de lastre, en medio de los cafetales rafaeleños de mediados de los ‘60, una moreteada mujer con una panza enorme pega gritos, mientras llora pidiéndole a Dios que un carro pase y que su conductor esté dispuesto a irla a tirar al Hospital de Heredia, entonces tan lejano, para poder ir a dar a luz en condiciones medianamente salubres.

      Mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis...

      Pero ese es otro tema, porque así, en media calle, fue como me encontró el finado Juaneje, quien pasará toda su vida diciendo que esa noche creyó que era la Tulevieja la que se le apareció en medio del lastre, mientras iba para San Pablo a traer el pan con el que surtiría su puestito panadero en el Mercado Central.

      Pero ese martes el puesto tuvo que permanecer cerrado, porque el buen hombre no halló como dejar sola a esta entonces pobre parturienta, a las puertas del hospital y se quedó conmigo hasta que di a luz, y luego con Ana Yancy cada día del resto de su vida.

      “A veces los hijos le caen a uno del cielo”, dirá cagado de risa con los años.

      Le aplaudiré que por lo menos él sí se pueda reír de esto...

      En cama duré 2 ó 3 días y en todo ese tiempo, Luis no me dejó sola ni un minuto ni me permitió irme hasta que los moretes empezaron a curarse.

      Ahí fue donde vería al padre de, para entonces, 3 hijos, llegar a conocer a su bebé cayéndose de borracho; donde lo vería tratar de golpearme de nuevo y a pesar de ese estado, “por haber salido de la casa sin permiso” y donde vería, con sus propios ojos, en qué se estaba metiendo.

      Y yo nunca sabré si fue por lástima o qué, pero a partir de esa semana Luis sería el enfermero de cada día restante de mi vida.

      El reloj marcó las 3:20 de la mañana y Julio todavía no llegaba.

      Yo ya sabía que desde hacía 20 minutos que Luis me esperaba afuera, pero había que esperar al marido, no iba a ser que me lo encontrara fuera…

      Me recosté en la cama, de nuevo, y miré al techo echa un manojo de nervios.

      Las cobijas me cubrían hasta las orejas para que mi marido no notara la ropa de salir, de irme.

      El frío me calaba hasta los huesos.

      Había un relojito con termómetro sobre la mesita de noche.

      Me tiritaban los dientes.

      El termómetro marcaba los 24 grados.

      Llevaba 9 años durmiendo en esa cama y la dureza del colchón se había ido triplicando día con día hasta que es noche era un bloque duro de cemento.

      Se había endurecido cada día que salí al mercado. A la pulpería. Cada día que visité el bazar y me hice amiga de las vecinas, que me metí en clases de bordado con la costurera de la esquina, que llené los armarios de los chiquillos a falta de dinero con el que vestirles.

      Que hice cualquier cosa que tuviera a mano para evadir la violencia. Para alejarme de las noches en que llegaba borracho a reventarme el cuerpo. A matarme por dentro.

      Cada día que dejé a mis hijos solos. Que me endurecí.

      Con los años, Damaris dirá que yo era una mujer muy dura; que “mamá era de hierro”.

      Julio llegó a la casa, borracho como una cuba, a las 3:36 am.

      Entró a la cama y de la borrachera, ni vio la ropa de salir que llevaba puesta; me bajó las faldas y me violó hasta que se regó dentro de mí, sin ninguna consideración y sin fijarse ni en mi rostro. Y así, sin mirarme a la cara, como si yo no existiera, se dio la vuelta y se quedó dormido.

      Con los años, mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis… pero Dios escribe en renglones torcidos.

      A las 4:03 de la madrugada, me levanté, me puse otros bloomers y otra enagua con la frialdad de un desalmado, para que Luis no tuviera que aguantar el olor del semen de otro en mis piernas.

      Salí del cuarto, recogí las cosas y de la conmoción de la última violación, no me percaté del ruido que estaba haciendo.

      Abrí la puerta y dos pasos antes de salir de la casa, la manita de Nacho me empujó para adentro y con su pijama vieja, su carita sucia y su cuerpito marcado por la anemia, me dijo con

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