El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way Omnibus Jazmin

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que te pasa algo, deberías decírmelo.

      Uno de los ascensores llegó. La puerta se abrió. Damon la tomó por el codo y ambos entraron. Él pulsó el botón y el ascensor comenzó a descender.

      Carol no tenía intención de confesarle el motivo de su disgusto. Pero la adrenalina la traicionó.

      –¿Por qué le has dado mi número de teléfono a Amber Coleman?

      –¿Te importaría repetir lo que has dicho?

      –Amber Coleman, tu amiga íntima –dijo ella con énfasis–. Me ha llamado por teléfono para tomar un café conmigo y charlar.

      –¿Lo dices en serio? –la expresión de él se tornó sombría.

      –Sí. Puede que sea tu amiga, pero a mí no me cae bien.

      –Eso ya lo sé, Carol.

      –Razón de más para que no le dieras mi teléfono.

      –Así que estás convencida de que he hecho eso, ¿eh?

      Salieron del ascensor y se dirigieron hacia la calle. Una vez fuera, Damon la hizo detenerse.

      –¿Estás diciendo que Amber te ha dicho que yo le he dado tu número de teléfono?

      –Y lo ha subrayado –contestó Carol.

      –¿Y tú la has creído? –preguntó Damon con brusquedad.

      «Nuestra primera discusión».

      –Bueno… Sí…

      –Ya –Damon hizo una pausa, como si estuviera haciendo un esfuerzo por calmarse–. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste de la confianza mutua?

      –No se te ocurra aleccionarme, Damon –declaró ella enfurecida.

      Damon vio la tensión de ella reflejada en su rostro y dijo con voz queda:

      –Sigamos andando. Me sorprende que Amber te haya dicho eso.

      Carol le obedeció, también necesitaba calmarse.

      –¿Insinúas que es mentira, que me dijo eso por fastidiar?

      –Digamos que Amber estaba equivocada –contestó Damon diplomáticamente.

      –¿Y eso te parece a ti una respuesta?

      Entraron en el edificio Queen Victoria. Iban a pasar por una de las más famosas joyerías de la arcada cuando Damon la hizo volverse, como si estuvieran viendo el escaparate.

      –No, Carol, es un hecho –respondió Damon con absoluta sinceridad–. Yo no le he dado tu número de teléfono a Amber. Jamás le daría a nadie tu número de teléfono sin tu permiso.

      –Entonces, ¿quién ha sido?

      –En este momento no lo sé. A Amber se le da de maravilla sonsacar a la gente. Se lo preguntaré.

      Carol, avergonzada, bajó la cabeza.

      –No, Damon, déjalo. Además, rechacé la invitación. Pero… le contaste que me habías invitado a cenar para celebrar mis buenas notas, ¿no? –decidió no contarle que Amber sabía dónde se había comprado el vestido que había llevado en el restaurante. Era muy importante para ella que Damon estuviera de su parte, y tenía miedo de haberle disgustado.

      –¿En serio crees que yo haría eso?

      –Lo siento, Damon, pero para mí es importante estar segura –contestó ella.

      –Y para mí.

      –Perdona, perdona. Damon, no sé por qué, pero creo que Amber quiere separarnos.

      –Es posible –admitió Damon, consciente de los celos de Amber y de su tendencia a manipular–. Me aseguraré de que no vuelva a molestarte.

      –No, Damon, déjalo, por favor –dijo Carol agitada–. En realidad, es culpa mía. Soy demasiado ingenua y la creí. Te pido disculpas.

      –Y yo acepto tus disculpas.

      Damon sabía que los celos eran la causa del problema: había visto a Amber en un par de fiestas y, en ambas ocasiones, le había acompañado una compañera de trabajo, Rennie Marston, una buena amiga seis años mayor que él y con la educación, el ingenio y la inteligencia de los que Amber carecía. Rennie no debía haber despertado los celos de Amber ya que, en opinión de esta, Rennie era casi anciana. Pero Carol Chancellor era sumamente joven y, a pesar de que él había creído que disimulaba muy bien su atracción por ella, Amber debía de haberlo notado.

      A sus espaldas, alguien dijo en tono de superioridad:

      –Cualquiera que os viera pensaría que sois una pareja a punto de comprar los anillos de boda.

      Carol se dio media vuelta y se encontró delante de su primo.

      –Ves demasiada televisión, Troy. Estamos hablando de trabajo.

      –Sí, ya.

      Troy bajó la cabeza con clara intención de dar un beso a Carol, pero ella, inmediatamente, volvió el rostro.

      Sin embargo, Troy no se amedrentó.

      –Papá me ha dicho que vas a venir a Beaumont a pasar las Navidades.

      –El tío Maurice se ha vuelto muy sociable –comentó Carol en tono burlón.

      –Esto se está poniendo muy interesante –declaró Troy–. Ya lo verás, vamos a pasarlo de maravilla.

      A Damon no le gustó el comentario. Y tampoco que Carol no le hubiera dicho que tenía pensado pasar las Navidades en Beaumont. Por supuesto, no tenía por qué hacerlo, pero había pensado… No, había dado por supuestas demasiadas cosas.

      –Invita a algún amigo si quieres, Troy –comentó Carol en tono de no darle importancia, pero sabía por qué lo decía–. Yo he invitado a una amiga y a Damon. Damon va a pasar unos días con nosotros, ¿verdad, Damon?

      Carol le sonrió como sonreiría a un viejo amigo.

      Durante un instante, Troy no pudo disimular su enojo… y su ira.

      –A pesar de lo ocupado que está, Damon me ha prometido que vendrá –Carol clavó los ojos en él, consciente de que no se atrevería a contradecirle.

      Damon disimuló su alegría y, poniendo cara neutral, declaró:

      –Claro, no me lo perdería por nada del mundo. Y, ahora, Carol, deberíamos irnos ya.

      –¿Adónde? –quiso saber Troy.

      Troy odiaba a Damon Hunter y no se molestaba en ocultarlo. Y tampoco podía disimular lo celoso que estaba.

      –Trabajo, trabajo, trabajo –repitió Carol.

      –Dinero,

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