El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way Omnibus Jazmin

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unos segundos, le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho.

      Carol siempre se había considerado independiente; sin embargo, le aliviaba saber que Damon estaba de su parte, a su lado. Y le ocurría desde que le conoció. Tenía la sensación de que era algo más que una simple cliente para Damon.

      El champán llegó y Damon chocó su copa con la de ella.

      –Felicidades, Carol.

      Mientras tomaban una copa, charlaron de muchas cosas. Damon le confesó que siempre había querido ser abogado, también le habló de su madre, a la que debía de querer mucho por cómo hablaba de ella. Damon había viajado por todo el mundo, había ido incluso al Polo Norte.

      –Fui con un amigo de universidad, Zac Murria. Los dos queríamos ver la aurora boreal.

      –¿La visteis? Tengo entendido que se ve solo a veces, dependiendo del tiempo.

      Los ojos negros de Damon se iluminaron.

      –Tuvimos mucha suerte y sí, la vimos. Pasamos como una hora tumbados en el suelo mirando al cielo. Al final, estábamos congelados. Fue una aurora preciosa, de luces verdes. Al contrario que la aurora austral que vi en South Island, Nueva Zelanda, esta era roja y azul.

      –En la Edad Media, la aurora se consideraba una señal divina –recordó Carol.

      Carol leía mucho, al contrario que sus amigas, a quienes les bastaban los libros de texto e Internet.

      Terminaron el primer plato: cangrejo de mar con berenjena ahumada. Superior. Igual que el emperador al vapor servido en una hoja de plátano con salsa picante de papaya y leche de coco. Los cocineros australianos se contaban entre los mejores del mundo, pensó Carol. Los productos australianos eran fabulosos.

      Estaban decidiendo los postres cuando una alta y bella morena se acercó a su mesa.

      Damon se puso en pie para saludar a Amber Coleman.

      –Buenas tardes, Amber.

      –Buenas tardes, cariño –Amber alzó un brazo en pública demostración de intimidad y luego le besó ambas mejillas. Amber llevaba un vestido corto rojo que le sentaba maravillosamente–. Te he visto de refilón.

      Entonces, se volvió a Carol y añadió:

      –¿Y esta es la joven Carol Chancellor? –Amber dedicó a Carol una radiante sonrisa; entretanto, tomó nota de su aspecto físico, incluyendo maquillaje, peinado, vestido y los enormes tacones.

      Carol le devolvió la sonrisa.

      –Encantada de conocerla, señora Coleman. Y voy a cumplir veintiún años en agosto.

      –¡Qué edad tan maravillosa! –exclamó Amber–. Y qué suerte tienes de salir con un hombre así.

      Aunque Amber sonreía y su tono de voz era jovial, Carol no se dejó engañar, sabía que Amber Coleman estaba furiosa.

      –Sí, pero ya va siendo hora de que nos vayamos –Carol lanzó un suspiro de fingido pesar–. A las nueve tengo que estar en la cama –Carol se miró el reloj–. ¡Cielos, Damon, no vamos a llegar a tiempo!

      La sonrisa de Amber Coleman se desvaneció un instante, pero rápidamente recuperó la compostura.

      –Solo quería saludar. Damon, vas a venir a casa de los Burton mañana por la noche, ¿verdad?

      Damon arrugó el ceño.

      –No sabía que me hubieran invitado, Amber.

      –Claro que sí, cariño. En fin… –Amber lanzó una rápida mirada a Carol antes de volver a clavar los ojos en Damon–. Supongo que estás muy ocupado.

      –Sí, lo está. Me tiene muy preocupada –interpuso Carol con aparente preocupación–. Pero no debe culparme, señora Coleman, Damon tiene otros clientes importantes a parte de mí.

      –Has sido muy pilla –le echó en cara Damon después de que Amber se hubo alejado.

      –Siempre lo he sido, Damon, es parte de mí. Lo que pasa es que contigo trato de portarme bien, pero no sé por cuánto tiempo. Siempre fui una niña traviesa. Suele ocurrirles a los niños que se ven abandonados por su familia.

      –Tú tenías a tu madre.

      Carol sonrió enigmáticamente.

      –Sí, tenía a mi madre. Y, ahora dime, ¿vas a ir a casa de los Burton? Como ha dicho la señora Coleman, estás invitado.

      Damon ignoró la pregunta y se concentró en la carta con los postres.

      –No sé si pedir seis alfajores pequeños de distintos sabores o pastelitos turcos.

      Carol se dejó distraer.

      –¿Por qué no pides los dos y compartimos los postres? Es difícil hacer buenos alfajores –declaró Carol en tono serio.

      –¿Te gusta cocinar? –Damon arqueó una ceja.

      –¿Por qué te sorprende? –Carol le miró desafiante.

      –Bueno…

      –Sí, ya lo sé. Creías que era una inútil en la cocina. Pues no, cocino bastante bien. Me encantan los libros de recetas de cocina y también veo programas de televisión sobre cocina. La tarta de chocolate con trufas me sale buenísima. Cuando vivía con mis amigas cocinaba mucho. A Jeff le encantaba mi tarta de queso. Mi madre, por supuesto, no probaba el dulce; ya sabes, por eso de no engordar. Por supuesto, ella jamás cocinaba. Casi todas las noches cenan fuera. De hecho, Roxanne es anoréxica, juguetea con la comida en el plato pero prácticamente no la prueba.

      –¿Qué tal te llevas con tu padrastro? –preguntó Damon tratando de interpretar su expresión.

      Carol le miró a los ojos.

      –Damon, no quiero hablar de Jeff. Ni siquiera contigo –declaró Carol, zanjando el tema.

      Se acercaron caminando a la entrada del edificio de apartamentos donde vivía Carol. Damon decidido a acompañarla hasta la puerta de su piso, consciente de que Carol era una de las mujeres más ricas de la ciudad y el foco de atención de muchos.

      –No es necesario que subas, Damon –dijo ella.

      –Digas lo que digas, voy a hacerlo –respondió él mirando a un lado y a otro de la calle.

      Tampoco había nadie acechando desde el interior de un coche. Le preocupaba que la seguridad de Carol, como heredera de la fortuna Chancellor. Imposible no fijarse en ella, con su cabello rojo, piel de porcelana y cuerpo de bailarina de ballet. Carol le había dicho que había ido a clases de ballet desde los seis a los dieciséis años.

      –¿Cómo es posible que mi vida haya cambiado hasta este extremo, Damon? –le preguntó ella.

      Damon le puso la mano en el codo.

      –Tu abuelo creía en ti, estaba seguro de que podrías hacerte con la situación.

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