El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way Omnibus Jazmin

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de mi bisabuelo y en los primeros tiempos de que mi abuelo fuera el dueño, era una casa muy alegre. Pero la alegría pareció disiparse poco a poco. A pesar de ser pequeña, me daba cuenta de que mi abuela, que era muy tierna, tenía problemas. Ahora, con el tiempo, he llegado a la conclusión de que mi abuela era una mujer extremadamente tímida. Quizá incluso fuera algo autista. El autismo es algo que me interesa y me preocupa; y ahora que puedo, quiero hacer algo por ayudar a gente autista, quizá a través de alguna organización.

      A Damon le pareció admirable.

      –Como esposa de un hombre tan importante como tu abuelo, eso debió ser un problema –observó él.

      Carol lanzó un suspiro.

      –Mi abuela siempre vivió en Beaumont. No iba a la ciudad a menos que fuera imprescindible o que mi abuelo insistiera en que le acompañara. El golpe de gracia fue la muerte de mi padre. Después de esto, mi abuela evitó a todo el mundo, incluida yo. Finalmente, decidió acabar con su vida.

      –En todas las familias hay tragedias, Carol –declaró él con los ojos fijos en la carretera–. Pero tú lo superarás. Tú tienes un brillante futuro. Vas a estudiar y vas a licenciarte con buenas notas. Ya lo verás, lo sé de buena tinta. Es decir, si te esfuerzas, claro. Y debes hacerlo porque vas a necesitar saber de leyes, Carol. No olvides que vas a ocupar una posición de poder.

      Se encontraron delante de unas enormes puertas de hierro forjado. Cerradas. Carol lanzó una seca carcajada.

      –Es como si no quisieran que entráramos. En fin, da igual. Voy a abrir… –Carol tenía una mano en la manija de la puerta del coche.

      –No, Carol, no es necesario –dijo Damon, deteniéndola–. Deja que llame.

      –Eh, eso es nuevo –dijo Carol, con los ojos fijos en el panel donde estaba el interfono. El panel estaba empotrado en una columna de piedra.

      Damon bajó la ventanilla y tecleó los cinco dígitos, que pronunció en alto para que Carol los memorizara.

      –No se me olvidarán. Se me dan muy bien los números.

      –Eres muy lista.

      –No me queda más remedio, Damon Hunter.

      –Esta casa debería tener más seguridad –declaró él con seriedad–. Hay sitios por los que cualquiera…

      Damon se interrumpió cuando la voz de una mujer dijo por el altavoz:

      –¿Quién es?

      –Identifícate, Damon –dijo Carol medio en broma.

      Él le dedicó una sonrisa ladeada.

      –Soy Damon Hunter, vengo con mi cliente, Carol Emmett. Llamé para avisar que veníamos.

      La mujer no respondió, pero las gigantescas puertas comenzaron a abrirse.

      –Esa no era Dallas, ¿verdad, Damon?

      –No, era el ama de llaves, Amy Hoskins. No es la señora Danvers, pero se le parece.

      Carol reconoció el nombre de la intimidante ama de llaves en Rebeca, la famosa novela de Daphne du Maurier.

      –Supongo que podría echarla, si se da el caso; parece que está en mi contra, y eso que no me conoce. A propósito, he leído Rebeca dos veces, pero no he conseguido ver la película –Carol había hablado de corrido, los nervios.

      –En ese caso, como bien has dicho, puedes echarla. Esta casa es tuya, Carol. La finca entera es tuya. También te quedas con la casa de Point Piper, aunque el piso de Point Piper en el que vive tu primo lo hereda tu tío.

      –¿La casa de Point Piper? –dijo Carol con consternación–. ¿Qué voy a hacer yo con esa casa? No quiero tanto dinero ni tantas propiedades. La casa de Point Piper es todo un símbolo de la ciudad, debe valer…

      –Unos cincuenta millones de dólares –declaró Damon.

      –Esa cantidad de dinero es una obscenidad –comentó Carol–. ¿Cómo puede una casa valer tanto dinero?

      –Para empezar, tiene magníficas vistas al puerto de Sídney –explicó Damon en tono irónico.

      * * *

      Carol no podía creer haber vuelto, no podía creer que todo aquello fuera suyo… Jardines del tamaño de un parque, un lago artificial con preciosos helechos arborescentes en sus orillas, lirios de agua e irises.

      La casa se erguía delante de ellos, imponente. A pesar del tiempo transcurrido, seguía igual. El camino de grava describía un trayecto circular; en el centro, una hermosa fuente victoriana. Una banda de césped de unos sesenta centímetros de ancho bordeaba la zona de grava y servía de separación con una rosaleda. Ahí, en esa parte de los jardines, delante de la casa, todas las flores eran de color rosa en distintos tonos, haciendo juego con el enladrillado de la fachada y en contraste con las contraventanas de madera pintadas en azul.

      –No veo la alfombra roja por ninguna parte, pero no me extraña. En fin, y ahora… ¿qué? –preguntó Carol.

      Los dos habían salido del coche y estaban mirando la fachada de la casa. La ancha puerta delantera estaba cerrada.

      –Ahora haremos lo que tenemos que hacer –Damon, alto e imponente, le agarró la mano.

      Carol se sintió segura con él. Damon había tomado las riendas de la situación.

      Mientras ascendían por la pequeña escalinata de la entrada, se abrió la puerta y, a la vista, apareció una mujer alta, de anchas caderas y uniforme color azul oscuro. La expresión de la mujer era neutral, ni una leve sonrisa.

      –Buenas tardes, señora Hoskins –dijo Damon.

      –Buenas tardes, señor Hunter. Señorita Emmett –el ama de llaves miró a Carol de pies a cabeza, deteniéndose en el cabello rojizo, como si encontrara ese color ofensivo.

      –Dígame, ¿está reunida la familia? –preguntó Damon.

      La mujer, de repente, se sonrojó.

      –El señor Maurice está en la biblioteca. El señor Troy todavía no ha llegado. La señora Chancellor bajará pronto.

      –En ese caso, condúzcanos a la biblioteca –dijo Damon–. No puedo perder el tiempo.

      –Desde luego, señor Hunter –el ama de llaves enderezó los hombros–. ¿Puedo ofrecerles un café o un té?

      –¿Carol? –Damon se volvió a ella, que estaba pálida como la cera. Al parecer, era un momento muy traumático para Carol.

      –Un café. Gracias, señora Hoskins –respondió Carol con educación, pero con autoridad–. Y no se preocupe, conozco muy bien el camino a la biblioteca, así que no hace falta que nos acompañe.

      El ama de llaves alzó la cabeza, como si la pelirroja la hubiera ofendido.

      –Es mi obligación anunciarles.

      –Nos

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