El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way
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Carol Emmett sonrió ampliamente.
–¡Vaya, qué rapidez!
Al final, después de que les tomaran sus declaraciones, Damon siguió a Carol, en su pequeño coche plateado, hasta la casa de ella. Tracey, tras negarse a ir al hospital para que la examinaran, iba en el asiento posterior del vehículo.
–¡Estoy bien! –había insistido Tracey, como si tuviera miedo de ir al hospital.
–¿Y eso cómo lo sabes? –le había preguntado Carol.
–Lo sé.
Fin de la discusión.
Casi una hora más tarde, después de una ducha, ropa limpia y analgésicos, Tracey se dejó acompañar a la cama de Carol, donde se acostó. Carol le había asegurado que no le importaba pasar la noche en el sofá del cuarto de estar.
Cuando Carol, por fin, volvió al cuarto de estar, encontró a Damon mirando unas fotos con las que ella había hecho un collage, lo había enmarcado y lo había colgado de la pared.
El piso de tres dormitorios, cuarto de estar y cocina americana había sorprendido a Damon por el buen gusto con que estaba decorado. El tresillo de cuero color crema era muy bonito, lo mismo que la mesa de cristal de comedor con cuatro sillas de caña. Había una estantería de madera en un rincón con libros variopintos. Una pintura abstracta china colgaba de la pared encima de una consola también china. Unas cortinas amarillas adornaban las puertas de cristal que daban a una pequeña terraza en la que se veían cuatro maceteros amarillos cada uno con un ave del paraíso.
–Parece interesarle mucho –dijo ella con un tono casi burlón.
–Apreciaba el gusto en la decoración. Me encanta la consola china.
–Sí, a mí también. En cuanto a la decoración… merece la pena hacer un poco de esfuerzo. Y costearla.
–Estoy seguro de que sus amigas se lo agradecen.
–Bueno… –Carol dejó pasar el comentario–. ¿Le apetece un café? ¿Una copa de vino? ¿Una ensalada? Podría cenar conmigo, llevo el día entero sin probar bocado.
De repente, Damon se dio cuenta de que tenía hambre.
–Te lo agradezco, Carol. ¿Puedo tutearte?
–Llámame Caro –respondió ella.
–Carol es un nombre precioso.
–¿A qué has venido exactamente, Damon? –Carol se colocó detrás del mostrador de granito–. ¿Se trata de algo relacionado con la familia?
Carol no parecía preocupada, así que decidió no andarse con rodeos.
–Tu abuelo ha fallecido este mediodía, Carol. En Beaumont, en su casa de campo.
Los maravillosos ojos azules de Carol se clavaron en los suyos.
–¿Estás seguro?
–Sí –respondió Damon.
–Entonces… se acabó –comentó ella, y se volvió para sacar unos platos.
–No, Carol, te equivocas –declaró él con seriedad–. Tu abuelo te dejó una importante herencia.
Carol le miró con expresión perpleja.
–¡Debes estar bromeando!
–No, en absoluto. Y soy tu abogado.
Carol le clavó la mirada. Ese hombre no podía tener más de treinta años, aunque su comportamiento demostraba madurez. Se notaba que era inteligente y muy atractivo. Lo tenía todo: alto, moreno y guapo. De rasgos clásicos, cabello ondulado negro azabache, y ojos oscuros y profundos.
De repente, tuvo la impresión de conocerle. ¿Lo había visto en alguna parte? No era posible. ¿Habría visto su foto en alguna revista? Y el nombre también le sonaba. Damon Hunter… Damon Hunter… ¡Claro, el alumno aventajado del profesor Deakin!
Al verla algo ensimismada, Damon preguntó con una nota de humor:
–¿Qué, he pasado la prueba?
–Das la impresión de ganar mucho dinero –respondió ella con voz tensa, tratando de disimular una instantánea excitación sexual. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a interesarle a ese hombre una joven estudiante de veinte años?
–¿Qué importancia tiene eso?
Carol sacudió la cabeza y sus rizos se balancearon.
–Ninguna. Pero yo creía que el abogado de mi abuelo era Marcus Bradfield.
–Lo fue durante muchos años –respondió Damon–. Pero tu abuelo me designó para que velara por tus intereses. Quería darte la noticia de su muerte personalmente, antes de que pudiera decírtelo alguna otra persona o lo vieras por televisión.
–El gran hombre ha muerto, viva el gran hombre –Carol se estremeció–. No quiero ni pensar que el sustituto sea el tío Maurice.
–Tenemos que esperar a ver qué pasa. ¿Te importa si me quito la chaqueta?
–No, adelante.
Como había sospechado, Carol vio que él tenía un magnífico cuerpo; además, se movía con la gracia de un atleta. Bien, abogado y hombre de acción, pensó mientras le veía colgar la chaqueta del respaldo de una silla y aflojarse la corbata.
–No necesito ningún dinero –declaró ella, desviando la mirada para continuar con la preparación de la ensalada–. Tanto él como el resto de la familia me trataron muy mal.
–Lo sé, Carol, pero no he venido aquí a presentarte las disculpas de nadie. El testamento habla por sí solo. Es evidente que tu abuelo quería recompensarte.
–¡Mi abuelo no tenía sentimientos! –exclamó ella claramente dolida–. ¿Y el resto, saben lo del testamento? Me refiero al tío Maurice, a Dallas y a ese horrible primo mío. Troy. Lo veo de vez en cuando. Incluso ha tratado de ligar conmigo. ¡Qué estupidez!
–¿En serio?
–Sí. Pero no le soporto. Bueno, vamos a comer algo antes de seguir; de lo contrario, se me va a quitar el apetito. Dime, ¿qué prefieres, vino tinto o blanco?
–Si tienes, tinto.
–Sí, creo que sí. Mira ahí –Carol señaló uno de los muebles chinos.
Damon, en vez de abrirlo, se quedó examinando el mueble.
–¿Sabes qué tienes aquí?
–Sí, claro que lo sé –respondió ella en tono burlón–. Y en el dormitorio tengo un par de mesillas de noche en forma de pagoda, pero no voy a dejarte entrar en mi cuarto.
–¿Te gusta el mobiliario oriental? –aunque la pregunta sobraba, sabía que Selwyn