El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way Omnibus Jazmin

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6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Capítulo 13

       Capítulo 14

       Si te ha gustado este libro…

      Prólogo

      SELWYN Chancellor no estaba pasando por uno de sus mejores momentos. Se encontraba en su habitación, en la enorme cama de caoba, semiinconsciente, asaltado por los recuerdos. Sus fragmentados sueños acompañados de un agudo dolor que la morfina apenas atenuaba.

      Sabía que se estaba muriendo. No le importaba. La muerte le resultaba un alivio, a pesar de haber sido un hombre que siempre se había negado a enfrentarse al hecho de que algún día moriría como todo el mundo. Porque él no era como todo el mundo. Él era Selwyn Chancellor, multimillonario, un hombre de un gran poder, inmensamente rico. Era presidente de Chancellor Group, un conglomerado de empresas que incluían comercio mercantil, inmobiliaria, industria, servicios y transportes y seguros, con filiales por todo el mundo.

      Su padre, sir Edwin Chancellor, al que había adorado, siempre le había instado a destacar en todo. Su padre, en las puertas de la muerte, había profetizado un brillante futuro para él: «Sé que puedo contar contigo, Selwyn. Sé que dejo Chancellor Group en buenas manos».

      Por aquel entonces, las palabras de su padre habían sido de suma importancia para él. Pero ahora eso ya no contaba. Al final de sus días, se veía obligado a reconocer que apenas había contado con momentos felices en su vida. Era consciente de que algunos sinceramente sentirían su muerte, pero también sabía que, en el momento en que el médico le declarara muerto, los «buitres» atacarían.

      Los «buitres», así llamaba a los miembros de su familia. Su reservada mujer, Elaine, le había dado un hijo, Maurice. La mujer de su hijo, Dallas, se había estropeado mucho con los años. Al menos a su mujer, a Elaine, no le había pasado eso; sin embargo, Elaine, por su temperamento, no había sabido estar nunca a la altura de las circunstancias como esposa de un hombre sumamente poderoso. Y no le había ayudado la prematura muerte de su primogénito, Adam. Al final, Elaine se había quitado la vida, aunque oficialmente se había declarado muerte por accidente.

      Pero él sabía que no había sido así. La tragedia nunca le había abandonado. Quizá fuera él mismo el responsable.

      Era Adam quien debiera haberle sucedido, Adam quien había tenido los conocimientos y el carácter necesarios para ocupar su puesto. Maurice, por el contrario, se había criado a la sombra de Adam, siempre ineficaz, indolente y demasiado avaro. Y lo mismo podía decirse del hijo de Maurice, Troy, el que más placer sentía por verle morir, a pesar de disimularlo con gran maestría. Troy siempre necesitaba más dinero.

      En un momento de extraordinaria claridad, vio a la rolliza enfermera apartarse de la ventana y mirar el reloj. Otra inyección. Esa mujer era una obsesa de la puntualidad. La vio colocar la bandeja en la mesilla de noche y luego agarrar una jeringuilla.

      –Déjelo, enfermera. Déjeme. Váyase.

      La enfermera abrió la boca y la cerró, tragándose lo que iba a decir.

      –Vamos, dígame, ¿a qué está esperando? –gruñó él al ver que la enfermera no se había movido.

      –El doctor McDowell vendrá a eso de las dos –respondió la enfermera en tono de reproche.

      –¿Y eso tiene que hacerme sentir mejor?

      Un brillo hostil asomó a los ojos de ella.

      –Necesita otra inyección antes de que venga el médico, señor.

      –No me venga con impertinencias. Márchese. Y como deje que algún miembro de mi familia entre en esta habitación, quedará despedida al instante.

      Unas gotas de sudor aparecieron en la frente de la enfermera. Estaba sumamente bien pagada, residía ahí esos días y comía a la carta. Nadie quería cuidar al viejo.

      –¿Necesita algo antes de que me vaya?

      –No. Váyase ya.

      La enfermera, con expresión de agravio, se marchó.

      Selwyn escuchó su propia respiración. ¿Encontraría la libertad al morir? Ojalá. Ojalá pudiera reunirse con la gente a la que había querido y que había perdido. ¿Y si iban a buscarle? La idea le hizo sonreír. Y, mientras sonreía, tuvo otra visión…

      –Toma, son para ti, Poppy –una hermosa niña de cinco años y rizos cobrizos le dio un ramo de flores silvestres.

      –¡Son preciosas, cielo! –exclamó él, hundiendo la nariz entre las flores, consciente del riesgo de un ataque de estornudos–. Muchísimas gracias.

      –Te quiero, Poppy –le dijo la niña dando saltos a su alrededor.

      Carol nunca estaba quieta. La pequeña Carol, la única persona en el mundo que le quería sin reservas.

      –Yo también te quiero, cielo –respondió él con absoluta sinceridad.

      Él estaba sentado en la terraza de la parte posterior de la casa tomándose un café antes de irse a la oficina. Tras vaciar la taza de café, se puso en pie y tomó la mano de la niña.

      –¿Qué vas a hacer hoy? –preguntó a la pequeña.

      Era sábado y sabía que la madre de Carol, Roxanne, no se iba a molestar en llevar a la niña a ninguna parte. Roxanne era una madre pésima, pero él había contratado a una excelente niñera, una mujer encantadora de mediana edad y con gran experiencia con niños. La niñera y Carol se llevaban de maravilla.

      –¿Por qué papá y tú no os quedáis conmigo en casa hoy, Poppy? –preguntó la niña en tono de ruego.

      –No es posible, cielo –respondió él acariciándole los rizos–. Tu padre y yo tenemos trabajo. Un trabajo muy importante.

      –¿No puede esperar? –dijo ella con impaciencia.

      –Me temo que no. ¿Qué

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