El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way страница 9
Entonces, tras quedarse pensativa un segundo, dijo:
–¿Y Trace? Tiene que marcharse de su casa. Ese bestia de novio podría volver.
Carol sacudió la cabeza.
–Tracey va a conseguir una orden de alejamiento dentro de uno o dos días. Y nadie tiene que marcharse de aquí. Yo me encargaré de pagar el alquiler; vosotras del teléfono y la electricidad, por supuesto. Eso os va a enseñar a hacer economías.
Carol lanzó una significativa mirada a Amanda, que nunca tenía dinero y siempre estaba pidiendo prestado.
–¡Esa sí que es buena! –exclamó Amanda–. Mientras nosotras hacemos economías tú a derrochar millones.
–Lo sé, pero así son las cosas. La suerte es la suerte. Además, voy a hacer buen uso del dinero –declaró Carol con fervor–. Pero, bueno, ¿aceptáis la oferta o no? Conozco a más de una persona que daría saltos de alegría. Tracey puede quedarse con mi habitación. ¿Te apetece, Trace?
La expresión de Tracey mostró un inmenso alivio.
–Eres una buena amiga, Caro –declaró Tracey con sinceridad–. Y, otra cosa, ¿crees que Damon se acordará de mí?
–No lo dudes –respondió Carol poniéndole una mano en el hombro–. No te va a defraudar.
–¿En serio es tu abogado? No sabes la envidia que me das.
–Sí, lo es.
–¡Qué emocionante! –exclamó Emma con ingenuidad–. ¡Está para comérselo!
Entonces, Emma se tocó la prominente nariz y añadió:
–No se ven hombres así todos los días. ¡Es el hombre de mis sueños! Me encantan los tipos así: morenos y taciturnos. Tienes mucha, mucha suerte, Caro.
Carol lo sabía, pero no iba a admitirlo.
–No te entusiasmes, Em. No tengo intención de enamorarme de él y, por supuesto, él tampoco se va a enamorar de mí.
–No te creo, Caro –Amanda se chupó la mantequilla de un dedo–. Es imposible que ese hombre no te inmute.
–¡Desde luego! –exclamó Emma con entusiasmo–. Yo daría cualquier cosa por un tipo así. Incluso me dejaría esclavizar.
Amanda casi se ahogó.
–Todas esas novelas románticas que lees se te han subido a la cabeza, Em. Son solo cuentos de hadas. Deberían tener escrito en la portada: «Todo esto es ficticio».
Por fin, acabaron de desayunar. A Amanda se le encomendó la tarea de llamar a un par de compañeras de la universidad para ayudar a Tracey a mudarse al piso. Carol, por su parte, firmó un cheque para zanjar el alquiler de Tracey.
Tracey se echó a llorar.
La conversación telefónica de Carol con su madre fue breve. Sabía que no podía fiarse de ella.
–¿Por qué no me dijiste que el abuelo quería tener mi custodia? –preguntó Carol con una profunda tristeza.
–Eso no es verdad –contestó Roxanne, que llevaba ya tiempo preguntándose cuándo saldría la verdad a relucir–. Tu abuelo era un miserable.
–Mientes, Roxanne –a insistencia de su madre, llevaba años llamándola por su nombre de pila. «Mamá», al parecer, la hacía envejecer.
–Piensa lo que quieras –Roxanne esbozó sonoramente desde el otro lado de la línea–. No vas a ir al funeral, ¿verdad? No comprendo cómo puede haber alguien que quiera ir.
–El funeral se va a celebrar en Beaumont –declaró Carol–. Yo voy a ir con mi abogado. Al parecer, el abuelo me ha incluido en su testamento.
Se hizo un breve silencio. Después, Roxanne graznó:
–¿Qué?
–Vaya, te ha sorprendido, ¿eh? –comentó Carol con gusto–. Sí, parece ser que pensó en mí al final de sus días. Y de siempre, según me han dicho hace poco. Apuesto a que pagó mis estudios y también el coche, ¿me equivoco?
La intuición no solía fallarle.
–Pero tú no estás invitada, madre. Ni tampoco Jeff. Algo que me parece perfecto. Pasaste años tratando de ponerme en contra de mi abuelo.
Roxanne lanzó una queda y desdeñosa carcajada.
–El hecho de que se haya acordado de ti en su testamento no significa que te haya dejado gran cosa. Tu abuelo era un excéntrico. El fracasado de Maurice y esa mujer que tiene con cara en forma de luna serán los que se lleven la tajada del león. Y Troy se llevará el resto. Y tú, con suerte, heredarás esos horribles cacharros chinos –Roxanne volvió a reír, esta vez con ganas–. Esto no te lo había dicho, pero cuando me fui, rompí uno adrede. Al cruzar el vestíbulo sentí unas ganas enormes de destrozar algo. Tú ya estabas en el coche. Tenía bastante valor, según creo.
–¿El jarrón meiping azul y blanco? –Carol no podía creerlo.
Aquel jarrón había estado en lo alto de un pedestal de madera de palo de rosa en el recibidor.
–¿Y qué? Tu abuelo se negó a aceptarme como alumna, así que no lo sé, pero sí que noté que se le puso la cara blanca como la cera al ver los trozos del jarrón en el suelo de mármol. Ese hombre tenía muchas obsesiones, y también demasiados jarrones y demasiados cacharros. ¿Quién se creía que era, Alí Babá? ¿Cuándo es el funeral? ¿Cuándo te vas?
–¿Tan importante es para ti saberlo?
–No te pases de lista conmigo –le advirtió Roxanne.
–Siempre lo he sido. Pero respondiendo a tu pregunta… no lo sé, estoy esperando una llamada de teléfono.
–¿Estás triste?
–Sí, aunque no lo creas. Aunque para ti eso es desconocido, ya que solo te preocupes por ti misma.
–No sé por qué dices eso –Roxanne reaccionó con enfado a la crítica–. Lo que sí sé es que, de pequeña, te pasabas la vida intentando hacerme rabiar. En fin, dale recuerdos al querido Maurice, que jamás tuvo el valor de deshacerse de Dallas –añadió Roxanne con amargura.
Eso era algo nuevo para Carol.
–¿Quería deshacerse de ella? –preguntó Carol con perplejidad.
–¡Naturalmente!
–Vaya, vaya… –Carol trató de asimilar el significado de la información–. A propósito, mi abogado no es Marcus Bradfield, sino otro abogado de la empresa. Se llama Damon Hunter.
Roxanne