Huellas del pasado. Catherine George

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Huellas del pasado - Catherine George Bianca

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traje y un elegante abrigo oscuro por encima, y era más joven de lo que ella esperaba, con pelo negro, piel cetrina y nariz recta. Pero su boca tenía una sensual curva que contrastaba con la firme mandíbula.

      Y había algo en él que le hizo sentir la misma incomodidad que su voz le causó al hablar con él por teléfono.

      –Esperaba alguien mayor, mademoiselle –dijo finalmente.

      Portia también. «Pero esto es lo que hay», pensó. Su cuerpo se envaró al darse cuenta de que le había adivinado el pensamiento. Pero como su misión era vender la casa, hizo todo lo posible por resultar amable, mostrándole la planta baja y alabando las cualidades de espacio y magníficas vistas al mar durante el día.

      –Es una pena que haya venido tan tarde –dijo amablemente–, la vista es uno de los mayores atractivos de Turret House.

      –Es lo que me han dicho –arqueó una ceja–. ¿Es tan buena que compensa la arquitectura? Debe usted admitir que el exterior es poco atractivo.

      –Es verdad. Pero es una casa construida para durar –respondió, llevándolo arriba y mostrándole las bondades de la exquisita decoración, la calefacción, las alfombras y las cortinas incluidas en el precio. Bajaron a la cocina, donde señaló las virtudes prácticas y estéticas, y finalmente sólo quedó la torre por ver. Portia precedió a su cliente hacia el vestíbulo con el corazón latiéndole y las manos húmedas al tocar un botón en la pared bajo el hueco de la escalera. Una puerta corrediza se abrió, mostrando un ascensor–. Está en la misma torre. Lleva al dormitorio y luego sigue hasta la última habitación de la torre.

      –¡Ah! –sonrió–. Se guardó el plato fuerte para el final, señorita Grant. ¿Está en buenas condiciones?

      –Sí –dijo, rogando porque así lo fuera–. Para mostrársela, podemos inspeccionar los tres pisos de la torre a pie y luego llamar al ascensor para bajar.

      Deseando haberse forzado a inspeccionar la torre antes de que él llegase, Portia precedió a su cliente a la habitación de abajo, una estancia llena de luz, con ventanas en las tres paredes exteriores. Y vacía, como el vestíbulo. Se tranquilizó un poco.

      –Creo que la dueña de la casa usaba esta habitación durante la mañana cuando se construyó la casa. Esta puerta abre al ascensor y la de al lado esconde una escalera caracol al piso siguiente– con la espalda rígida, Portia lo guió hasta la segunda planta, similar a la anterior, y luego, con el pulso alterado, subió corriendo el último tramo hasta el último piso de la torre. Dio la luz y se quedó junto a la puerta apoyándose contra la pared, porque se sentía mareada del alivio.

      –La vista desde aquí es maravillosa durante el día –dijo, casi sin aliento.

      –Está usted muy pálida. ¿Se siente mal, mademoiselle?

      –No, estoy bien –logró sonreír–. Estoy un poco fuera de forma, tengo que hacer más ejercicio.

      No pareció convencerlo.

      –Pero ahora no. ¿Es éste el botón del ascensor? Probemos si funciona.

      En el claustrofóbico espacio reducido del ascensor, Portia se sintió mareada por la proximidad de su cliente, consciente de que la observaba mientas se deslizaban silenciosamente hacia abajo.

      –Muy impresionante –comentó, cuando salieron al vestíbulo.

      –Lo instalaron a principio de siglo, cuando pusieron la electricidad –dijo Portia escuetamente, sintiendo que la sangre le comenzaba a circular normalmente por las venas una vez que salieron de la torre–. ¿Ha visto todo lo que deseaba, Monsieur Brissat?

      –Por el momento, sí. Mañana, con luz natural, haré una inspección más detallada. ¿Creo que hay un sendero que lleva a la cala privada?

      –Pero no está en muy buenas condiciones –asintió Portia–. No sé si es seguro.

      –Si el tiempo lo permite, lo averiguaremos mañana –frunció el ceño levemente–. ¿No le ha mostrado Turret House a nadie más?

      –Oh, sí. Bastantes –lo contradijo de inmediato–. La propiedad atrae mucho interés.

      –Quiero decir usted personalmente, señorita Grant.

      –Yo misma, no. Mi colega el señor Parrish tiene una casa de fin de semana en la proximidades y se ocupa él –sonrió amablemente–. ¿Alguna otra pregunta?

      –Muchas más, por supuesto. Pero se las haré mañana –miró el reloj–. Pronto será hora de que cenemos. Vayamos al hotel.

      –¿Cenemos?

      –He invitado a unos clientes a cenar a Ravenswood –le leyó el pensamiento otra vez–. ¿Le gustaría comer con nosotros?

      –Muy amable, pero no, gracias. Mañana hay que madrugar, así que prefiero comer algo en mi habitación e irme a la cama pronto.

      –Un plan aburrido –comentó él, mientras Portia apagaba las luces.

      –Pero muy interesante para mí, después de una semana muy ocupada –le aseguró con una sonrisa amable.

      –Entonces, espero que lo disfrute. Alors, vaya usted adelante, así me aseguro que llega a Ravenswood a salvo.

      Sin ninguna intención de decirle que conocía la zona como la palma de su mano, Portia lo saludó, se metió en el coche y condujo velozmente por la tortuosa avenida, luego aceleró al llegar al camino, decidida a llegar a Ravenswood antes que él. Una vez que aparcó el coche y sacó el bolso del maletero, su cliente estaba a su lado, dispuesto a llevarle el equipaje y acompañarla al hotel.

      –Ésta es la señorita Grant de la Agencia Inmobiliaria Whitefriars –le dijo a la bonita recepcionista. La joven lo saludó calurosamente, consultó el ordenador y le dio a Portia una llave.

      –¿Veintidós? –preguntó extrañado–. ¿Es lo mejor que hay? ¿Qué otras habitaciones libres hay hoy?

      –Me temo que ninguna, Monsieur Brissac –lo miró indecisa–. Algunos de los huéspedes no han llegado todavía. ¿Hago algún cambio?

      –No, deme a mí la veintidós y a la señorita Grant mi habitación. Le gustan las vistas.

      –Todas las habitaciones tienen vistas –sonrió la amable Frances.

      –Pero algunas son más hermosas que otras –la contradijo devolviéndole la sonrisa. Frances se ruborizó y le dio otra llave a Portia, que se quedó intrigada por la expresión en sus ojos.

      Más tarde, al ver la hermosa habitación con su vista al parque iluminado, se dio cuenta de que la mirada de la recepcionista había sido de envidia. Y con razón. Monsieur Brissac era un hombre increíblemente atractivo, con un encanto al que ella no se consideraba inmune tampoco, aunque le resultaba extrañamente familiar. Sin embargo, estaba segura de que no lo conocía de antes. Su cliente era el tipo de hombre que no se olvida fácilmente.

      Portia desempacó su bolso pensativa. Era evidente que la sonriente Frances conocía al señor Brissac muy bien. ¿Sería el gerente del hotel? Quizás era un cliente habitual y suficientemente respetado como para pedir un favor. En tal caso, ¿cuál era el favor exactamente?

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