Huellas del pasado. Catherine George

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Huellas del pasado - Catherine George Bianca

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todo el tiempo. Enseguida se había dado cuenta de su incomodidad en Turret House, lo cual no era sorprendente, ya que su reticencia había sido difícil de disimular cuando entraron en la torre y su alivio al abandonarla demasiado evidente. Una vez superado el mal trago inicial, le resultaría más fácil al día siguiente.

      Portia había traído poca ropa. Como no tenía intención de bajar al comedor, no había sido necesario un vestido adecuado. Un par de novelas y el servicio de habitaciones completaban su plan para una agradable velada. La habitación era maravillosa, con lujosos sofás y doradas lámparas de bronce. En una mesita baja había revistas, una bandeja de plata con un botellón de cristal con jerez, copas, frutos secos y diminutos bizcochos. Y una cómoda antigua escondía un refrigerador con gaseosas y varios licores y vinos, incluido champán.

      Portia miró el menú y luego pidió por teléfono un té hasta que le trajeran la ensalada de langosta que había pedido para más tarde. Cuando la bandeja con el té llegó, le dio una propina al agradable camarero y echó el cerrojo cuando éste se fue.

      Se quitó el sombrero y se soltó el cabello, dejando que sus rizos de bronce se le desparramaran sobre los hombros, como si estuvieran deseando escaparse. Luego se quitó el traje de chaqueta y la camisa de seda y los colgó, se quitó las largas botas de ante y las medias y se puso el albornoz blanco del hotel. Con un suspiro de placer se hundió en el sofá con una taza de té y mordisqueó uno de los bocaditos que venían en la bandeja y miró por la ventana al parque, cuya iluminación estaba tan bien lograda que parecía bañado por la luna. Cuando era joven su sueño dorado era parar en el Ravenswood. Bastante distinto a los hoteles que frecuentaba cuando viajaba por trabajo. Así es que ahora podía retomar sus planes de fin de semana. Podía leer, ver la tele o pedir uno de los vídeos de la lista. La única diferencia era que después de un tranquilo baño se acostaría en una cama de lujo, leería hasta dormirse y por la mañana alguien le traería el desayuno. Maravilloso. Cuando los golpes en la puerta anunciaron la llegada de su cena, puntual al segundo, Portia se ajustó el cinturón d la bata y fue descalza a abrirle la puerta al camarero. Abrió y se encontró cara a cara con Monsieur Bissac.

      Se quedaron mirándose sorprendidos por un instante, luego él la miró desde los pies desnudos hasta la revuelta cabellera, que Portia se echó hacia atrás, ruborizándose. Era evidente que el francés se acababa de duchar y afeitar. Vestía un traje distinto, aunque igual de elegante.

      –¿Le gusta la habitación, señorita Grant? –preguntó, acercándose.

      –Sí, gracias –retrocedió Portia instintivamente–. Muy cómoda. Pero estoy esperando la cena, así que, si me disculpa…

      –Mis invitados me han dicho que están cansados del viaje y quieren retirarse temprano –la interrumpió suavemente–. Ya que usted no quiere comer con nosotros, quizás quiera reunirse conmigo en el bar después, señorita Grant. Deseo discutir ciertos aspectos de la venta de Turret House antes de que volvamos a verla por la mañana.

      Portia pensó rápidamente. Sus socios estaban a punto de sugerirles a los dueños que rebajasen el precio. Si lograba hacer la venta al precio actual, se anotaría un tanto. Al ser una de los socios más jóvenes, y además mujer, sentía que tenía que competir con los hombres en Whitefriars.

      –¿Después de cenar en el bar? –propuso, divertido por sus dudas.

      –Por supuesto –asintió Portia–. Si cree que será útil hablar antes de ver la casa otra vez. ¿Puede usted llamarme cuando termine? –ni pensaba esperarlo en el bar hasta que terminase de comer.

      –Desde luego, señorita Grant. Que disfrute de su cena.

      Portia sonrió y cerró la puerta, quedándose un momento de pie hasta que se le calmó un poco el corazón. Aunque fuese el encanto personificado, Monsieur Brissac era sólo un cliente, se dijo con seriedad. Y ella estaba allí únicamente para venderle la casa.

      La llegada de la ensalada de langosta la dejó de una pieza. No sólo era una perfecta obra de arte, sino que venía acompañada de media botella de vino borgoña, una cucharada de caviar y un helado para acabar el festín.

      –No ha habido ningún error, señorita Grant –dijo la recepcionista cuando llamó para preguntar–, es una atención de Monsieur Brissac.

      Portia agradeció a la chica, se encogió de hombros y luego comenzó a servirse el caviar en las delicadas tostadas. Se preguntaba por qué tendría tantos detalles con ella. Al fin y al cabo, era ella la que estaba interesada en el negocio. Había algo en él que la inquietaba, pero como no podía identificar qué era, se terminó el caviar y comenzó a comer la ensalada de langosta, un plato que pocas veces se podía permitir. Era la recompensa por un día que la había turbado mucho. Pero el señor Brissac había mostrado especial interés en invitarla a la comida. Sin embargo, si Ben Parrish hubiese sido quien le mostrara la casa, habría pagado la cuenta del cliente también.

      Pero ella era una mujer atractiva, lo sabía. Sus amigas envidiaban el perfecto óvalo de su rostro, su hermosa cabellera y su bonita figura. Hacía un momento, había en los ojos de Monsieur Brissac un brillo inconfundible.

      Estaba segura de que era un hombre demasiado mundano y sofisticado como para mezclar los negocios con el placer. Esa noche la había tomado por sorpresa, pero de ahora en adelante, estaría en guardia. Y mientras tanto, no permitiría que nada le arruinase la cena.

      Capítulo 2

      CUANDO el teléfono sonó poco después de las diez, Portia decidió que por más que Monsieur Brissac llamase, no acudiría como un perrillo.

      –¿Podría esperar unos quince minutos? –preguntó amablemente.

      –Por supuesto. Todo el tiempo que desee –le aseguró él.

      Portia se había tomado su tiempo en bañarse y arreglarse el pelo. Lamentó haber traído tan poca ropa. Solo contaba con una camiseta de seda limpia para usar con el traje que llevaba más temprano. Se hizo un apretado moño con el pelo recién lavado y lo sujetó en su sitio con horquillas. Se volvió a poner los pendientes de ámbar y tomando la llave y el bolso, bajó a venderle Turret House a Monsieur Brissac.

      Cuando llegó al concurrido bar, su cliente se levantó de una pequeña mesa en un rincón.

      –Lamento haberlo hecho esperar –dijo, mientras él le sujetaba la silla para que se sentase.

      –No es nada. Ha sido puntual –le aseguró su cliente sonriendo–. ¿Le puedo ofrecer un brandy con el café?

      De ninguna manera, pensó Portia. Necesitaba estar totalmente alerta ya que a pesar de haberse conocido por negocios, Monsieur Brissac daba claras señas de disfrutar de su compañía femenina.

      –No, gracias –le sonrió–. Sólo café.

      La camarera apareció como por arte de magia con una bandeja que dejó sobre la mesa. Su acompañante sirvió el café y le alargó una taza a Portia, que le agregó un chorrito de nata, rechazó un bombón y lo miró, esperando sus preguntas.

      Pero él permaneció callado y le estudió los rasgos de una forma que a Portia le resultó enervante.

      –Pues bien, Monsieur Brissac, ¿qué le puedo contar de Turret House?

      Él se inclinó para ponerle azúcar al café y Portia notó sus delgadas y fuertes manos, el anillo de sello de oro en

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