A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster

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A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster Tiffany

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ahora qué?

      –Ahora entramos, recogemos algunas cosas y haces como que vas a alojarte en el hotel. Si alguien va a buscarte allí y no estás, siempre puedes decir que estuviste por ahí de copas hasta muy tarde o algo así.

      –Salir de copas no va con mi tapadera.

      Él apretó la mandíbula.

      –Ya se me ocurrirá algo. Pero a partir de ahora tienes que mantenerte siempre alerta si quieres sobrevivir. ¿Entendido?

      –No –nada ni nadie le impediría hacer lo que se había propuesto. Intentó abrir su puerta, pero no se movió–. Abre.

      Él la obligó a volverse hacia él. Tenía intención de echarle una bronca, pero entonces sucedió algo curioso: en lugar de soltarle un sermón, la miró a los ojos y luego a la boca. Y su actitud cambió por completo. Pareció igual de tenso, pero por razones completamente distintas.

      Seguía mirando fijamente su boca cuando el cierre de la puerta de Priss se abrió. Ella bajó la mirada y vio que había abierto sin dejar de mirarla. Lo miró de nuevo a los ojos y se ablandó. Maldición, resistirse a Trace no iba a ser fácil si seguía mirándola así.

      –¿Tú también vienes?

      –Sí –de pronto se apartó de ella y salió del coche. Rodeó el capó para abrirle la puerta–. Acabemos con esto de una vez.

      Priss decidió no ofenderse. Sacó la llave de un bolsillito escondido de su bolso.

      –Muy bien –salió del coche y se puso a su lado–. Pero cuando entremos, ten cuidado con dónde pisas.

      –¿Por qué? –la agarró del brazo y se dirigió a la entrada sin dejar de mirar a su alrededor–. ¿Has minado el apartamento?

      Ella no le hizo caso.

      –Es por aquí –se adelantó, dirigiéndose hacia la entrada lateral. Se oyeron sirenas de policía a lo lejos, mezcladas con la música del bar de al lado–. En la segunda planta.

      Pasaron junto a una prostituta que estaba haciendo carantoñas a un cliente contra la pared de ladrillo de enfrente del edificio. Priss pasó por encima de una botella rota. Se oyó un chirrido de neumáticos y alguien comenzó a gritar improperios.

      Trace hizo una mueca de desagrado.

      –Habría que cerrar este antro.

      –Puede ser, pero es tan sórdido que nadie me hizo preguntas cuando alquilé el apartamento.

      –No me extraña. Podrían atracarte, violarte o asesinarte en el aparcamiento y nadie se daría cuenta.

      Priss meneó la cabeza.

      –Eso no me preocupa.

      Subieron las escaleras metálicas sujetas precariamente al edificio. Trace refunfuñó algo y añadió:

      –Hay muchas cosas que no te preocupan y que deberían preocuparte.

      No tenía sentido ponerse a discutir con él. Su capacidad de decisión sobre lo que debía o no debía preocuparle era muy limitada.

      –Por aquí.

      El edificio había sido reformado para alojar a cuatro inquilinos por separado. El apartamento de Priss estaba en la esquina de atrás, frente al bar. Trace señaló con la cabeza el siniestro local.

      –Abre temprano.

      –Tengo entendido que abre a la hora de comer, pero cuando más gente tiene es a la hora de la cena. No me molesta. Estoy acostumbrada a esa clase de ruidos.

      Trace le lanzó una larga mirada, pero Priss se negó a mirarlo. Abrió la puerta usando su llave.

      –Ten cuidado.

      –¿Con qué? –preguntó él.

      Entraron y antes de que ella encendiera la luz se oyó un gruñido. Trace se quedó helado tras ella. Pero no por mucho tiempo.

      De pronto, Priss se descubrió tras él, pegada a la pared. Cuando se dio cuenta de que Trace había sacado su pistola, le dio un golpe en el hombro.

      –¡No te atrevas a disparar a mi gato!

      Él pareció perplejo.

      –¿Tu gato?

      –Sí, una mascota –se apartó de él y buscó una lámpara. Aunque se había instalado allí días antes de contactar con Murray, aún no estaba acostumbrada al apartamento. Buscó un momento a tientas antes de encender la luz.

      Liger, su enorme gato, se acercó a ella y frotó la cabeza contra su pierna. Priss se agachó para abrazarlo y acariciar su largo lomo. El gato comenzó a ronronear.

      Trace se quedó mirándola con la pistola junto al costado.

      –Será una broma.

      –Guárdate la pistola, Trace –se sentó en el suelo y dejó que Liger se subiera sobre sus rodillas. Pesaba unos diez kilos. Priss se rio cuando le pasó el borde de los dientes por la rodilla y se puso panza arriba.

      –Santo cielo, ¿eso es un gato doméstico? ¿En serio? Nunca había visto uno tan grande.

      –Es un gato de Maine. Son muy grandes.

      –¿Quieres decir que ese es su tamaño normal?

      –Sí, si son machos. Lo encontré en una protectora de animales hace un par de años. ¿A que es precioso?

      –Pues… –Trace se guardó la pistola y se puso en cuclillas a su lado–. Sí, lo es.

      A Priss le sorprendió su respuesta.

      –¿Te gustan los animales?

      –Claro –acercó una mano a Liger–. ¿Hace algo?

      Priss frotó la nariz contra el cuello del gato.

      –No, nada. Y además es muy listo. Es un auténtico encanto, ¿verdad que sí, Liger?

      El gato miró a Trace y luego le puso una zarpa gigante sobre el muslo. Soltó un gruñido y Trace se quedó inmóvil.

      –Es su forma de ponerte a prueba. No te preocupes, no va a morderte –le aseguró Priss–. Bueno, podría morderte, pero solo si te portas mal.

      –¿Tiene uñas?

      Priss lo miró con enfado.

      –Claro que tiene uñas. ¡Quitarles las uñas es una crueldad!

      Trace acarició al gato y Liger cerró los ojos, extasiado.

      –Tiene la cola como un mapache.

      –Sí.

      –¿Cómo se llama?

      –Liger.

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